Read Me llaman Artemio Furia Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Me llaman Artemio Furia (12 page)

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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A veces, para no olvidar, se ponía a rememorar los años en que partía rumbo al sur para visitar a su hermano Belisario, con la excusa de evangelizar a los infieles, llevando consigo al pequeño Artemio, avenido en oblato del convento de La Merced, un poco por aquello de que el Señor los enviaba de dos en dos y otro poco porque no quería separarse de él.

Bastaron pocas semanas para que el niño, llegado con él hacia finales del invierno del año 90, lleno de piojos, delgado y con aspecto de salvaje, sorprendiera al principal con su inteligencia aguda, su templanza y valor. Nunca mencionó lo que había atestiguado la noche del 5 de junio de 1790, y Ciriaco y los demás sacerdotes, después de algunas tentativas, no volvieron a cuestionarlo. Lo que había sucedido estaba enterrado en su mente y en su alma, aunque a veces asomaba y lo atormentaba, en especial de noche, cuando Ciriaco corría a su celda y lo despertaba de una pesadilla. Sobre algunas presunciones tenía casi certeza, como por ejemplo, que el ataque lo había perpetrado un grupo militar, puesto que Artemio, en el camino de regreso a Buenos Aires, se negó, con otro de sus accesos de rabia, a entrar en el fuerte para denunciar el asesinato de sus padres, y Ciriaco no tuvo problema en seguir de largo. Aficionado como estaba al niño, no quería separarse de él, sobre todo después de que le había asegurado que no le quedaba nadie. "Sólo usted, padre", había expresado.

Ciríaco le enseñó a hablar correctamente el castellano, a escribirlo y a leerlo también, aunque lo instó a que siguiera pensando y leyendo su lengua madre, el inglés, para no olvidarla. Pulió sus rudimentarios latín y griego; le dio lecciones de historia antigua y moderna, de teología, de geografía, de aritmética y geometría. Artemio absorbía los conocimientos con la misma avidez que aprendía lo que Calelián, Calvú Manque, Belisario y los demás le enseñaban durante las temporadas en las tolderías, y así como traducía párrafos en lenguas muertas o resolvía ecuaciones, sabía dominar a un caballo con la simple presión de las rodillas, domarlo al modo indio, pialar, enlazar, cuerear, hacer botas de potro con los cuartos traseros de una yegua o con la piel de un gato montes y trenzar cueros para riendas y lazos de hasta catorce tientos. Era experto acollarando potros a la yegua madrina para formar tropilla, y muy hábil en el arreo de ganado cimarrón, para el cual se requería una destreza que evitase la estampida, la muerte de las crías por aplastamiento o la del propio jinete. Calelián siempre lo convocaba para la
volteada,
esto es, la caza de yeguas cimarronas, de las que le tocaban algunas, que permanecían en las tolderías al cuidado de Calvú Manque. En una ocasión, cuando Artemio era un mozalbete de dieciséis con aspecto de hombracho, el cacique invitó a Ciríaco a presenciar la caza del ñandú, una de las tareas más difíciles, en la que no era imposible perecer. Belisario le ensilló una yegua mansa y se mantuvo junto a su hermano lo que duró la ordalía. El corazón le saltaba al ver caer a los jinetes en su carrera precipitada tras la gigantesca ave, que, zigzagueando y batiendo las alas, eludía las boleadoras. Belisario, con orgullo de padre, iba explicándole por qué Artemio, junto con Calelián y Calvú Manque, era considerado de los mejores.

—¿Por qué hace eso? —quiso saber Ciríaco cuando Calelián arrojó la camisa al suelo.

—Está marcando el lugar donde quedaron las boleadoras, para buscarla después.

Al rato, los cazadores estaban semidesnudos y el campo, regado de prendas.

—Fíjate en Artemio. Fíjate cómo monta más bien suelto, casi no estriba, apenas apoya la punta de los dedos. De esto modo, en caso de caer, no quedaría enganchado al animal —ante la mueca de Ciríaco, Belisario añadió—: No te espantes, hermano. Artemio sabe mantenerse en la silla en todo apuro. Estar sobre el caballo es tan natural para él como caminar. Pero si cae, es uno de los mejores paradores que conozco. En estas tierras, plagadas de vizcacheras y madrigueras de peludo, es fácil que el caballo se tropiece y el jinete salga disparado. Depende de su habilidad para no quebrarse el cuello. ¡Mira! —gritó Belisario, y Ciríaco giró la cabeza justo para ver rodar por el terreno al alazán de Artemio. Éste caía de pie, con la gracia de un gato, se sacudía el polvo, respondía a un comentario risueño de Calvú Manque y volvía a su silla, montando al animal de gran alzada con un solo brinco.

Como si la caída le hubiese insuflado nuevos bríos, Artemio arrojó las boleadoras a un ñandú de plumas grises y lo volteó. Sus compañeros levantaron los puños y lanzaron gritos que erizaron la piel de Ciríaco.

Artemio saltó del caballo y corrió hacia su presa, que intentaba ponerse de pie. Daba lástima percibir su desesperación.

—Bien, muchacho —escuchó decir a Belisario por lo bajo—. Observa, Ciríaco. Artemio acabará con el ñandú de la manera menos cruenta, aunque es la más difícil.

El muchacho tomó de su cintura un cuchillo de grandes dimensiones. "Debe de ser pesado", conjeturó Ciríaco al ver cómo se le inflaban los músculos.

—Más fácil —explicó Belisario—, habría sido aplastarle la cabeza con las boleadoras o clavarle el
guampudo
—hablaba del cuchillo con mango de "guampa", es decir, de cuerno o de asta—, en la parte baja del buche. Pero así sufre el pobre bicho. Artemio lo degollará, limpiamente. Pero para eso se necesita un brazo de fuerza excepcional, porque mientras lo degüellas, debes sostenerle la cabeza, que el animal sacude de un modo infernal.

Ciríaco, embelesado, no conseguía apartar la vista del espectáculo. "Un brazo de fuerza excepcional", repitió, y comparó esos brazos gruesos y fibrosos con los delgados del niño que había encontrado medio muerto seis años atrás. La ilusión del principal del convento de convertir a Artemio en un gran mercedario, de esos que se recordarían en los anales de la historia de la orden, era un sueño vano. Artemio Furia pertenecía a esas pampas; allí su espíritu se expandía y lo elevaba, lo volvía pleno. Se adivinaba en su rostro, en esa media sonrisa, en el brillo de sus ojos, mientras levantaba sobre su cabeza los alones del ñandú como trofeo de guerra.

A medida que pasaba el tiempo, cada fin de temporada con los ranqueles, a Artemio se le hacía más difícil regresar a la vida conventual. El confinamiento y la disciplina lo inquietaban, y Ciríaco lo comparaba con un semental atrapado en un corral demasiado chico y sin yeguas.

—Quiero quedarme con mi padrino —así llamaba a Belisario, al cual se encontraba muy ligado desde chico. "Dos almas atormentadas que se atraen", reflexionaba Ciríaco al verlos juntos. Hablaban poco, se entendían por gestos o señas, transcurrían horas en un cómodo silencio. Ciríaco los contemplaba en la enramada del rancho, Artemio le liaba el cigarrillo, mientras Belisario sobaba el cuero para las nuevas botas de potro. Con un asentimiento, le permitía que se lo encendiese con el yesquero y le diera una pitada antes de entregárselo. "Le contagiará ese nefasto vicio", protestaba Ciríaco, más celoso que enojado.

Una mañana, después de maitines, en camino hacia el refectorio para desayunar, Artemio le susurró:

—Necesito hablar con usted, padre Ciríaco.

El mercedario bajó los párpados, inspiró profundamente y se aferró a su crucifijo. "El día de la despedida ha llegado", presagió. Faltaba poco para que Artemio cumpliera los diecisiete años, ya había expresado que no se ordenaría sacerdote y que deseaba marcharse. ¿Cómo habían creído el principal, él y los demás que lo retendrían? Pues si bien de naturaleza sosegada, ese muchacho no conocía la obediencia, carecía de la sumisión necesaria para la vida en un convento; su índole, ajena a aceptar órdenes, lo rebelaba contra los mandatos. El era su propio jefe y nadie le diría qué hacer.

—Padre Ciríaco, hoy dejo el convento.

—¿Hoy? ¿Hoy mismo? —farfulló, sintiéndose un tonto.

—Ya es tiempo, padre.

—¿Tiempo para qué, Artemio?

—La cuenta que se abrió aquella noche de 1790 espera ser cerrada.

—¿Qué quieres decir? —se asustó Ciríaco.

—Venganza, padre.

—Nunca hablaste de lo que ocurrió aquella noche. Jamás.

—Que nunca haya hablado no significa que haya olvidado.

—¡Háblame! ¡Cuéntamelo todo! Saca fuera ese dolor, hijo mío.

—No es necesario. Yo sé lo que vi. No preciso hablar de ello. Los que destruyeron a mi familia pagarán.

—¡Olvida y perdona, hijo mío! —Artemio se limitó a mirarlo fijamente, y Ciríaco advirtió lo irreparable de su decisión—. ¿Acaso lo que te he enseñado en estos años acerca de la caridad y el perdón no ha hecho mella en ti, Artemio? ¿No ha tocado tu corazón la frase del Señor: "Perdona setenta veces siete"?

—El Señor no tuvo que atestiguar el asesinato de sus padres. En caso contrario, no habría dicho que hay que perdonar setenta veces siete.

—¡Blasfemo! —se enfureció el padre Ciríaco.

—Sí, padre, soy un blasfemo. Me siento más a gusto con la ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente. La de Cristo no me sirve. Por eso no puedo continuar aquí. Dios y yo no nos encontramos en buenos términos. Tengo que seguir mi camino.

Horas más tarde, los mercedarios se agruparon para despedirlo en el portón de muías, el mismo por el que, de un momento a otro, ingresaría una vez más, porque les había prometido que volvería y cumplió. El día de la despedida, dejó a Ciríaco para el final. Se acercó a él con expresión contrita, se puso de rodillas y le besó los cordones. Se abrazaron, y a Ciríaco le pareció quedar perdido en el torso enorme del muchacho. Y le vino a la mente el amanecer del 6 de junio de 1790, cuando lo sostuvo en brazos para darle de beber mistela, Las palabras de despedida que Artemió le dijo al oído, Ciríaco las atesoraba desde entonces.

—Usted es mi padre.

Le practicó la señal de la cruz en la frente, lo bendijo y le aconsejó:


Acquiesce et pacem habeto —
"Tranquilízate y vive en paz".

El alboroto de Serapio lo devolvió al presente. El mulato, que sabía de la inminente llegada de Artemio, hacía rato que simulaba quitar la maleza del huerto, cerca del portón. Al verlo entrar con su caballo por detrás, soltó un grito y corrió hacia él. Artemio lo abrazó
,
lo levantó en el aire y lo acomodó sobre la montura. Aun a esa distancia, Ciríaco vislumbró la sonrisa que Artemio le dedicaba, de las pocas sinceras que le conocía, las que le dirigía a Serapio, el mulato que habían acogido de recién nacido al hallarlo en una canasta en el torno. Artemio se aficionó a él desde un principio, y lo llamó Serapio porque justo en esos días estudiaba la vida de San Serapio, su mercedario favorito. Ciríaco le preguntó por qué lo admiraba tanto, y Artemio le contestó:

—Porque era de origen irlandés.

Nadie objetó el nombre, y el huérfano pasó a llamarse Serapio, para gusto del mimado del convento. Pronto advirtieron que el pequeño no era normal. Tenía una pierna más corta que la otra y a su cara le faltaba simetría. A medida que pasaba el tiempo, sus discapacidades físicas se pronunciaban como también las mentales. "Será siempre como un
niño",
le explicó Ciríaco a Artemio cuando éste le preguntó por qué Serapio no hablaba correctamente. La respuesta le causó honda impresión y aumentó el sentido de protección y el cariño que el negrito le inspiraba.

Además de Serapio, salieron a recibirlo algunos de los sacerdotes que desempeñaban tareas en el jardín y en el huerto, entre ellos el padre Cosme, quien, por ocuparse de la tonsura, había tenido a su cargo la tarea de despiojarlo en el 90, recién llegado de los aduares de Calelián.

—¿Cómo dices que lo han apodado esos infieles? —le preguntó a Ciríaco, mientras forcejeaba para rapar a Artemio, que se defendía con denuedo y gritaba.


Pichín-Ülleún.
Pequeña Furia.

—¡Pues qué bien puesto el mote! ¡Parece un gato rabioso! ¡Déjate cortar las crenchas, Artemio Pequeña-Furia!

Ciríaco sonrió con el recuerdo. "Artemio Pequeña-Furia." No se decidía a ponerse en movimiento, bajar las escaleras, cruzar el jardín del convento y aunarse al grupo que le daba la bienvenida. Permanecía quieto en la terraza, admirando en lo que se había convertido su Pequeña-Furia, en un hombre espléndido, de contextura imponente, con un aire de perdonavidas que infundía miedo y respeto, e incluso su rostro, de una belleza que de inmediato pasmaba, como si resultara excesiva e inverosímil, se imponía por la severidad de sus facciones y de su mirada. Desde hacía años vestía las
pilchas
de los gauderios, cómodas para las tareas en el campo y para la montura.

Ciríaco notó que, por más que le sonriera a Serapio, el gesto de Artemio nunca mudaba, jamás dejaba de reflejar el carácter huraño de su temperamento y la dureza y frialdad de su índole. Como el gaucho Artemio Furia se había convertido en una leyenda de la campaña, cada tanto le llegaban anécdotas que lo tenían por protagonista de episodios de sangre. "No puede pretender, padrecito", lo instaba a razonar Calvú Manque, "que nos comportemos como dos niñas. La campaña es un lugar feroz". Ciríaco se angustiaba preguntándose si esas anécdotas serían ciertas y si en alguna de esas grescas, su muchacho habría despachado a los asesinos de sus padres. Vivía pidiendo misas por la salvación de su alma.

Artemio Furia alzó la vista y descubrió al padre Ciríaco en el balcón. Sus miradas se cruzaron. Ciríaco le sonrió y Artemio levantó el brazo para saludarlo. Al cabo, se encontraron en el pórtico. Se abrazaron, y Artemio le besó los cordones no por fervor religioso sino en actitud reverencial. Ya no le pedía la bendición como cuando era chico, pero de igual modo, Ciríaco le apoyó la mano en la frente y la murmuró en silencio. Sentía tanta felicidad de tenerlo enfrente. Hacía casi un año que no lo veía y lo había echado de menos.

—Hijo, que en este año que acaba de empezar —deseó Ciríaco—, Nuestro Señor te colme de bendiciones.

—Lo mesmo pa'usté, padre —le contestó, y al sacerdote no lo sorprendió que empleara los modismos de los paisanos; se le habían pegado desde hacía años, después de pasar más de una década entre ellos. No obstante, Artemio le había confesado que, cuando pensaba, seguía haciéndolo en inglés, a veces en gaélico.

Saludaron al principal en su despacho, y Furia le entregó un talego con monedas, una donación que se repetía desde hacía tiempo y que daba cuenta de que los negocios marchaban bien. Al rato, tomaban mate en la cocina; Serapio se los cebaba.

—Supe que desde hace días te encuentras en la ciudad —le reprochó Ciríaco—. ¿Dónde te alojas? ¿En lo de Albana?

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