Read Me llaman Artemio Furia Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Me llaman Artemio Furia (52 page)

BOOK: Me llaman Artemio Furia
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—Rafaela —la llamó Furia, sonriente.

Resultaba tan inusual verlo en esa disposición, que se quedó quieta, mirándolo como tonta. Furia la tomó de la mano.

—Ellas son mis
lamúenes,
mis hermanas —aclaró.

—¿Hermanas? —dijo, sin desprecio, sólo confundida.

—Sus hermanas del corazón —explicó una de ellas—. Somos las
lamúenes
de Calvú. Mi gracia es Alihuen.
Mari-mari,
Rafaela. Te doy la bienvenida.

—Ella es Millao —expresó Furia.


Mari-mari,
Rafaela. Pichín-Ülleún nos ha hablado harto de ti.

—¿Pichín-Ülleún?

—Pequeña Furia —intervino Calvú Manque—. Ese nombre le dimos a Artemio hace veinte años, cuando llegó a nuestra toldería, en el desierto. Ahora sólo le queda el Furia.

—Iré a saludar a mi
ñuqué
—anunció Artemio, de vuelta en su talante hosco.

Aunque había acentuado la última sílaba, Rafaela reconoció la palabra con que ella y su familia llamaban a la nodriza india, "madre". Lo vio saltar sobre Cajetilla y dirigirse hacia un rancho, alejado de la casa principal.

Bamba se aproximó con las mejillas y las orejas coloradas y, restregando la boina, le confesó:

—'Toy feliz de que se haiga venío pa'acá.

—Gracias —dijo, y le apartó un mechón rebelde de los ojos. ¿Qué podía contestar? ¿"Yo también", cuando Furia la había arrastrado a la fuerza? El marucho lo sabía y, sin embargo, le expresaba su satisfacción. La situación se tornaba grotesca por lo irreal. No sabía qué sentir ni tenía ganas de pensar en el embrollo en que estaba metida. Le dolía desde la coronilla hasta los pies, y sólo anhelaba tomar un baño y meterse en la cama. ¿Encontraría una cama? Furia la había abandonado con personas a las que apenas conocía, en una casa que no le pertenecía, sin ropa ni efectos personales, sólo con el vestido de boda, los incómodos chapines de seda bordada y su elegante poncho de vicuña.

—Millao —dijo Calvú—, la señorita Rafaela ha de 'tar muy cansáa. Acompáñala a su pieza pa'que descanse.

No volvió a ver a Artemio Furia en varios días. Al caer la noche de ese primer día en la Cañada de Morón —ya se había enterado de que allí se encontraba—, Anuillán, la madre de Calvú Manque, de Millao y de Alihuen, se presentó en la casa con ropa, comida y otros utensilios y le informó que Pichín-Ülleún había regresado a Buenos Aires. El impacto de la novedad le borró el color de las mejillas. Se sentó en el borde de la cama y clavó la vista en el zócalo de ladrillos. Anuillán se sentó junto a ella y le tomó las manos. Intentó tragar el nudo que se le formó en la garganta, sin éxito. La india le pasó un brazo por la espalda y la empujó sobre su pecho.

—¿Por qué se ha ido sin despedirse? —le preguntó, entre hipos y sollozos.

—Él me pidió que la cuidase mucho —le aseguró, en un castellano duro y mal pronunciado.

—Yo no le importo, sólo el niño —pese a darse cuenta de que actuaba con esa extraña como si de Ñuque se tratase, siguió relatándole sus desventuras. La mujer la escuchaba en silencio y le acariciaba el pelo, y Rafaela se preguntaba si la creería loca porque le refería hechos y personas como si los conociese; quizá, ni siquiera sabía que ella estaba encinta.

Como fuera, se hicieron amigas. A veces Anuillán le recordaba a Ñuque, por su sabiduría y noción fatalista de la vida, aunque sonreía más y le gustaba abrazar y besar a la gente, en especial a sus nietos. Resultó una alegría para Rafaela enterarse de que la mujer era curandera, o
machi,
como la llamaban por ahí. En tanto mateaban en el rancho de Anuillán, pasaban horas conversando acerca de las propiedades y peligros de las plantas, las flores y las raíces. La
machi
parecía tener cura para todos los males. Rafaela notó que Anuillán comenzó a mirarla con otros ojos el día en que le enseñó a elaborar un ungüento con grasa de cerdo y la pulpa de la sábila que cicatrizó en varios días las paspaduras de su nieto más pequeño. También le explicó cómo elaborar jabón de sosa y otros más delicados para la piel femenina, y lejía, con las cenizas de la barrilla. Como se enteró de que varios de los niños padecían diarrea, le sugirió purificar el agua que sacaban de la acequia con alumbre o con pastillas de quinina.

—Se venden en cualquier botica. ¿Hay una botica en el pueblo de Morón? Puedo pedirle a Bamba que me lleve a comprarlas.

Anuillán bajó la vista y se afanó con nerviosismo en el pan de centeno que amasaba, en tanto musitaba excusas. Rafaela tardó en advertir que el cambio de talante de la india se debía a que Furia había prohibido que ella saliese de su propiedad.

—El no quiere que vaya al pueblo, ¿verdad? —aún sin mirarla, la mujer negó con la cabeza—. ¿Piensa que me escaparé ? ¿ que lo denunciaré por haberme raptado?

—No sé por qué lo prohibió, Rafaela. Él nunca explica náa. Él sólo dis lo que se hace y lo que no, y ahí se acaba la cosa.

—No me escaparía ni lo denunciaría.

La asombraba que Furia creyese que contaría con el valor para huir y vagar sola por esos parajes.

—Además —dijo, con sarcasmo—, ¿cómo podría escapar si me mantiene vigilada con su gente? De noche, hacen guardia en torno a la casa como si yo fuese una criminal.

—¡Ah, no, querida, no pienses eso! Calvú dis que los muchachos hacen guardia porque Pichín-Ülleún anda con miedo de que los tuyos te aparten de él.

Rafaela sonrió con desánimo. Durante las noches en vela, con la única compañía de Quinto, que dormía en el suelo junto a su cama, había llegado a la conclusión de que su familia no la querría de regreso; harían de cuenta que se había desvanecido en el aire, que nunca había existido. El chisme de que un gaucho, por muy patriota que fuese, la había raptado, debía de estar recorriendo la ciudad como la peste negra. Su nombre se asociaría al escándalo para siempre y Rómulo no obtendría la ansiada Carta Ejecutoria de Nobleza. La repudiaría y la culparía por el baldón que había mancillando el buen nombre de los Palafox y Binda. Por fin, prohibiría nombrarla. ¿Qué opinarían la condesa de Stoneville, Pilar Montes y Lupe Moreno? En verdad, estaba sola. La atormentaba la idea de que Furia le quitase el niño al nacer y la echase de sus tierras. ¿Qué haría? ¿Adonde iría? En esos instantes de angustia, recordaba las palabras de Juvenal Romano: "Y usted, señorita Palafox, cuente conmigo siempre que lo necesite. Me encuentro a su entera disposición", con el amanecer, llegaba el cambio de disposición, y el ánimo lúgubre que la asolaba de noche mudaba a uno más entusiasta. Le gustaba la vida que llevaba en Morón, a pesar de que echaba de menos a Creóla, a Ñuque y a Mimita, de que no contaba con sus alambiques y redomas y de que vivía con ropa ajena. Se sentía a gusto en la simpleza de esas gentes, en la naturalidad con que expresaban sus pensamientos. Carecían de artificios o poses. Simplemente, eran, y esa cualidad atraía a Rafaela, la sorprendía primero, la pacificaba después. A través de conversaciones con Anuillán o con sus hijas, se hacía de retazos de la vida de Artemio Furia. Por Millao supo que un mercedario, el padre Ciríaco Aparicio, lo había llamado Artemio por haberlo encontrado un 6 de junio, día de San Artemio, mártir.

—Entonces —razonó—, si el padre Ciríaco lo llamó Artemio y por vosotros es conocido como Ülleún, o Furia, ¿cuál es su verdadero nombre?

—Naides lo sabe. Capá, a
mi peni
se lo haiga dicho, pero si no es volunta de Pichín-Ülleún que se sepa, jama saldrá de boca de Calvú. Son uno esos dos.

Más tarde, el mismo día, Rafaela golpeó las manos en la enramada del puesto de Anuillán y la india la invitó a entrar. La encontró emborrizando unas lonjas de carne.

—¿Te llevó Millao el ajiaco de liebre? —por Artemio, la india sabía que Rafaela no comía carne de vaca y le preparaba platos especiales.

—Sí gracias, Anuillán, No es necesario que se moleste. Yo puedo preparar mis alimentos. He limpiado y acondicionado la cocina de la casa grande. Sólo necesito que me provean de utensilios e ingredientes. ¿Puedo ir al huerto a recoger hortalizas?

—¡Pues claro! Bamba te va a llevar carnes pa'tus guisaos.

La mujer recorría el rancho juntando ollas de azófar, cucharas de madera y demás avíos, lo mismo que una bolsita de cuero con sal, un tarro de azúcar parda, una botella de gres con aceite, ajíes, mazorcas, una horma de sebo y otros ingredientes.

—Dime, Rafaela —habló Anuillán—, ¿cuántos días llevas entre nosotros? ¿Van seis? —Rafaela asintió—. ¿Cómo te sientes? ¿'Tas bien en la casa?

—Sí, lo estoy.

Rafaela se dedicó a estudiar el rancho, una habitación grande, compartimentada en dos por un divisorio de cueros, con las paredes de totora y adobe, el suelo de tierra apisonada y el techo de junco y paja. Además de una mesa y dos sillas, había un camastro construido con cuatro tocones de los que nacían lazos entretejidos que sostenían un jergón de guata. Si bien el lugar estaba limpio, resultaba pobrísimo.

—¿Por qué no vive usted en la casa, Anuillán? ¡Es tan grande! Está muy venida a menos, pero hay sitio para todos, aun para sus hijas y sus familias.

La india sacudió los hombros antes de hablar.

—No 'toy acostumbráa a la casa grande, ni siquiera el mesmo Pichín-Ülleún la usa. Cuando güelve de sus viajes, se echa ahí-dijo, y señaló el catre—. La abrimos y la limpiamos en cuantito supimos que tú vendrías.

Rafaela se mordió el labio, intrigada. ¿Cuándo había decidido el señor Furia llevarla al campo de Morón, antes o después de haberse enterado de que llevaba a su hijo en el vientre?

Calvú Manque entró en el rancho de Anuillán, se quitó el pañuelo de la cabeza y le sonrió, y Rafaela le devolvió el gesto. Si bien el indio había participado del rapto, nunca había podido achacárselo y terminó por aficionarse a su compañía en esos días turbulentos, alejada de su familia, preocupada por Mimita y con un futuro oscuro por delante. A diferencia de Furia, Calvú Manque era expansivo y risueño y le había ofrecido su amistad. La visitaba a la caída del sol, y Rafaela descubrió que le resultaba fácil contarle en qué había ocupado su tiempo. La atraía la compañía del ranquel, en especial porque nadie conocía a Artemio Furia como él.

A una orden de Anuillán, Calvú Manque juntó los utensilios de cocina y ayudó a Rafaela a transportarlos a la casa grande.

—Hoy no he visto a Pichín-Calvú y a Hueyqué —Rafaela preguntaba por los hijos de Calvú Manque, de diez y ocho años, cuya madre había muerto tiempo atrás dando a luz a el tercer niño, que no sobrevivió.

—'Tuvieron conmigo, acollarando los potros a la yegua madrina.

—Los eché de menos. Son una gran compañía para mí.

Advirtieron desde lejos que don Belisario se hallaba en la galeria de la casa, sentado sobre un tocón, tallando. De las personas que habitaban esas tierras, a nadie Rafaela quería tanto como a ese hombre. Se apareció un día después de su llegada, con la boina en la mano y mirándole el vientre, se presentó como el padrino de Artemio. Rafaela amaba cómo se iluminaban sus ojos desteñidos cuando mencionaba a su ahijado, la cadencia que adoptaba su voz, la manera en que sus comisuras amenazaban con alzarse en una sonrisa que jamás llegaba porque don Beli, como lo apodaban, era tan parco como su ahijado.

—Buenas tardes, Belisario.


¡Mari-mari,
don Beli! —dijo Manque.

—Güeñas. Toy terminando esta talla pa'usté, Rafaela. Un peine.

—¡Gracias, Belisario! No sabe usted cuánto lo necesito.

Las mejillas del hombre se colorearon. Bajó la vista y siguió trabajando. "Tuito lo que sé se lo he dao a mi ahijao", le confesó en una de sus primeras charlas. "Dende voliar avestruces y peludiar a tallar la guampa. También a teñirla con
aqua regís
pa'darle ese color bonito. ¿Le gusta ese color, Rafaela?" A veces, en sus maneras y en el modo en que inclinaba la cabeza y la miraba esperando una contestación, descubría en Belisario las mismas chispas de inocencia de Furia.

Pasó el resto de la tarde bajo el pórtico de la casa grande, envuelta en una manta y en compañía de Calvú Manque y de don Belisario, bebiendo hordiate tibio y conversando de a ratos. Por momentos, un armonioso silencio caía sobre ellos, y Rafaela suspiraba y perdía la vista en el paisaje. Había muchos animales en los alrededores, perros, gallinas, gansos, chanchos, ovejas, por supuesto vacas y caballos, encerrados en amplios potreros de palo a pique ubicados a unas cien yardas de la propiedad. Había también dos ñandúes con sus crías al pie. Rafaela les temía; eran descaradas y comían cuanto veían, desde pedazos de galleta a botones, monedas y presillas.

Se dijo que podría vivir para siempre con esas gentes y ser feliz si Mimita estuviese con ella. Esa cualidad de su espíritu que tanto desilusionaba a su padre y exasperaba a tía Clotilde, por la cual se hallaba a gusto entre personas de baja condición, nunca se había manifestado de manera tan clara como durante esos primeros días en Morón.

A la mañana siguiente, Rafaela se extrañó al no hallar a Quinto junto a su cama. Lo comentó con don Belisario.

—Artemio debe de estar al llegar —conjeturó el hombre, y los latidos de Rafaela echaron a correr—. Quinto debió de olisquiarlo y salió a recibirlo. En unas horas, los tendremos de güelta.

Con la ayuda de Millao y de Alihuen, Rafaela preparó la comida favorita de Furia de acuerdo con la información de Anuillán, ajiaco de peludo, que Isidoro habia cazado el día
.
anterior, y, como postre, api con leche y miel, torta de patay y guirlache, una delicia hecha con pasta de almendra y caramelo. Cuando todo estuvo pronto, calentó agua para darse un baño de palangana en su dormitorio.

La avidez con que estudiaba a Rafaela acabó cuando posó la mirada en la curva pronunciada de su vientre. El aroma del jabón que flotaba en el aire penetró en sus fosas nasales y le agitó las pulsaciones junto con las visiones del pasado. El sonido del agua, que lamía ese cuerpo desnudo antes de gotear sobre la palangana, lo mantuvo callado. El leve roce de la esponja sobre esa piel le provocaba escalofríos. No deseaba irrumpir en el paraíso que Rafaela había creado, y prefería observarla a través del resquicio de la puerta. La paz de ese sitio servía para recordarle su desasosiego durante los días en que había permanecido lejos de ella, en Buenos Aires.

Al llegar a la ciudad, ansioso por conocer cuál era su situación después de haber raptado a una señorita de familia, Artemio había visitado a su amigo Domingo French.

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