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Authors: Manuel de Pedrolo

Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil

Mecanoscrito del segundo origen (12 page)

BOOK: Mecanoscrito del segundo origen
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El muchacho opuso tímidamente:

—Al primer aviador no le entrenó nadie, Alba.

—Es cierto; pero entonces aquellos aparatos eran más sencillos y no debía costar tanto dominarlos. ¿Te has fijado en las enormes bestias que son?

Dídac asintió.

—Y piensa que, si nos matamos, se habrá terminado absolutamente todo.

—¿Te parece, pues, que lo dejemos correr?

—Sí, Dídac; es mejor.

Y, pesarosos pese a todo, ya que aquello les hubiera permitido, de una manera definitiva, comprobar si la destrucción era general o si en algún lugar quedaban todavía criaturas vivas, se dedicaron a la tarea de registrar cinematográficamente los efectos del paso de aquellos aparatos extraterrestres.

Gracias a los libros, ya tenían una idea de cómo había que proceder, al fin y al cabo, no se trataba de hacer ninguna obra de arte, sino simplemente de ofrecer unas imágenes fieles a la realidad para que, tal como había ocurrido con las civilizaciones antiguas de las que hablaban los libros escolares, los hombres del mañana no tuvieran que hacer conjeturas sobre el fin de un mundo en las postrimerías de aquello que se había dado en llamar el siglo XX.

Fue entonces cuando Alba, con la entusiasta aprobación de Dídac, al que le hacía gracia encontrarse en un comienzo, decidió instaurar una nueva cronología que bautizó con el nombre de Tiempo Tercero y que regiría, retrospectivamente, desde la mañana del cataclismo.

Y dedicaron un mes largo en recorrer la ciudad de punta a punta a fin de recoger, a veces en amplias panorámicas y otras en primeros planos, una imagen cuanto más completa mejor de aquel paisaje alucinante, de pesadilla, que para ellos era ya habitual.

Subieron al Tibidabo, a Vallvidrera, a la Montaña Pelada, a Montjuüc y, desde allí, los objetivos de sus cámaras captaron, como si lo hicieran desde el aire, kilómetros y kilómetros de escombros sin solución de continuidad. En los días de sol, la atmósfera siempre era clara, sin perturbaciones procedentes de la industria del hombre, más o menos como debía ser en un tiempo primitivo y que ellos jamás habían conocido.

Bajaron también al puerto y, desde Can Tunis hasta el Campo de la Bota, donde subsistía una población de chabolas, rodaron multitud de imágenes casi idílicas de naves y barcas inmóviles y de aguas tranquilas que contrastaban con las visiones que las mismas cámaras daban de la ciudad.

Y fue en uno de aquellos días, al filmar en la Barceloneta, cuando nació el segundo gran proyecto, también en el cerebro de Dídac, que hizo notar a su compañera:

—Escucha... Un yate sí que podríamos tripularlo, ¿verdad?

—¿Supones que no sería tan peligroso como un avión?

—Exacto. Y con él podríamos también dar la vuelta al mundo.

—Con tiempo...

—Claro, con tiempo. ¿No es una buena idea?

Alba asintió, e incluso aceptó visitar algunas de las pequeñas naves, casi todas extranjeras a juzgar por los nombres de los puertos de matrícula, amarradas entre los muelles del Dipósit y del Rebaix. También habían sido marcadas por el tiempo, y algunas tenían maderas podridas y filtraciones de agua que las iban hundiendo; pero otras, quizá mejor calafateadas, probablemente les servirían si conseguían, de alguna manera, poner en marcha los motores. La muchacha dijo:

—Verás, hagamos una cosa... Esperemos a que vuelva el buen tiempo, cara al verano, y así tendremos tiempo de prepararnos. Mientras tanto, continuaremos con el documental.

Y una vez que creyeron tener ya una visión bastante completa de Barcelona, empezaron a realizar excursiones a los pueblos de tierra adentro, filmando las carreteras donde miles de coches y de camiones se convertían lentamente en chatarra, puentes caídos por haber resultado dañados en algún punto flaco de su estructura metálica, campos con tractores y máquinas agrícolas tripulados por cadáveres, caminos devorados por la hierba, asfaltos que el sol y las heladas agrietaban, villorrios de casas bajas donde los escombros eran pocos, pueblos aplastados que también acabarían cubriéndose de vegetación...

No quisieron perderse los despeñamientos de Montserrat y, con paciencia, en jeep y a pie, dieron la vuelta a la montaña antes de ascender como dos cabras a fin de obtener, desde arriba, metros y más metros de película que registraban las poblaciones vecinas, los bosques que se disponían a invadirlas, las líneas de tren que se oxidaban, los riachuelos en los cuales el agua saltaba de piedra en piedra como lo había hecho siempre.

A menudo hacían noche fuera y dormían en el mismo jeep.

Y como fuera que cada vez se alejaban más, un día se decidieron y, aproximadamente por los mismos caminos y carreteras que les habían llevado a la ciudad, regresaron a Benaura.

Esta vez se metieron por las calles y subieron también al cerro de los depósitos del agua, totalmente vacíos, a fin de empezar con una larga panorámica seguida por otras panorámicas más cortas que precedían a las visiones parciales de esqueletos ahora anónimos, de establecimientos reventados, de paredes hundidas, de rincones donde aún se veían vigas o fragmentos de techumbre en equilibrio.

Se entretuvieron más en llegar a las dos casas contiguas donde habían vivido y que, pasajeramente, resucitaron en ellos una emoción fácil de contener, porque ahora ya no eran aquellas dos criaturas que, de pronto, lo habían perdido todo, sino un muchacho y una muchacha entonces inexistentes, cuya historia empezaba en el momento en que se decidieron a ser origen y no final.

No pudieron entrar en casa de Margarida, ya que se había acabado de desplomar, ni en algunas de las tiendas en las cuales se habían aprovisionado; pero sí pudieron penetrar aún en la gasolinera de las afueras, donde Alba se dirigió directamente a los servicios y completó el reportaje cinematográfico con la imagen de la muchacha, que había sido amiga de su hermana, derrumbada sobre la taza del wáter. Quizá la otra vez se había emocionado más de lo que creía, porque ahora se sentía cruel.

Y fueron a la cueva del bosque, donde durmieron aquella noche, y a la masía, de la que les había ahuyentado la presencia de aquel ser de aspecto porcino. Su tumba seguía intacta y la casa estaba, también, tal como la habían dejado, excepto que dentro del cobertizo se veían muchos nidos de golondrinas, ahora alejadas por el otoño.

Tanto la cueva del bosque con su cascada cercana como la masía se incorporaron al documental. Por un momento pensaron incluso en desenterrar a la criatura alienígena, pero la idea les repugnaba un poco y renunciaron a ella. A esas alturas debía estar medio podrida y tampoco podrían captar, con la cámara, las características que más les interesaban.

Al día siguiente emprendieron el viaje de vuelta, ahora más lento, porque por el camino fueron filmándolo todo hasta que se quedaron sin película.

Y ya de nuevo en Barcelona, hicieron aquello que Alba llamó un «cursillo de repaso» de revelado y, en la cámara oscura de aquel estudio donde habían conseguido la máquina con la cual obtuvieron la primera fotografía, estropearon unos cuantos centenares de metros de película antes de salvar un par de docenas que, una vez secos y mirados a contraluz, les hicieron saltar de alegría. Si todo el documental había salido como aquella muestra, se podían dar por satisfechos; casi no había ninguna imagen borrosa.

Almacenaron todas las cintas en cajas de hojalata bien cerradas y con una capa de cera que protegía las ranuras, y las llevaron a la sala-biblioteca. Según cálculos aproximados de Alba, allí debía haber material para una proyección de quince a veinte horas. Mientras lo pensaba, dijo:

—Debe ser la película más larga que se haya hecho jamás.

Y durante aquel invierno se dedicaron a hacer un examen a fondo de todas las embarcaciones que les parecieron suficientemente manejables amarradas al puerto de la ciudad. Eliminaron desde un principio aquellas que eran demasiado grandes o exigían un exceso de reparaciones. Se concentraron, pues, en las más pequeñas y mejor conservadas, y ya habían escogido dos, entre las que dudaban, cuando tropezaron con un remolcador que, por lo que decían la lona tendida sobre él y los dos salvavidas que llevaba, formaba parte de los servicios oficiales del puerto. Se balanceaba ligeramente en una punta de lo que, según el plano, era el muelle de Sant Beltrá y, al retirar la tela, vieron que no había sufrido ningún daño. A bordo no había nadie.

Alba consideraba que era demasiado pequeño y dijo:

—Piensa que, si hacemos un viaje largo, vamos a tener que llevarnos un montón de cosas. Y aquí no cabe nada.

Pero Dídac, que a veces parecía tener un conocimiento misterioso de cosas acerca de las cuales no hubiera debido saber ni un ápice, opinó:

—Nos conviene, porque tiene poco calado. Si costeamos, como tendremos que hacer, con una embarcación como esta no estaremos expuestos a embarrancar.

Alba insistió:

—Y de todo lo que tenemos que llevarnos, ¿qué?

Él se rascó la cabeza, y reflexionó un momento.

—¡Ya lo tengo! Ataremos a popa una barca de remos, y pondremos en ella todo lo que no quepa en el remolcador. Después se les ocurrió que no tan sólo era una buena idea, sino que así tenían una embarcación de reserva por si naufragaban o se quedaban sin combustible.

Y sin dejar a un lado las demás tareas acostumbradas, se fueron preparando para aquella salida aún lejana. En primer lugar, acudieron a la antigua Escuela Náutica, donde había muchos textos sobre navegación que les permitirían familiarizarse un poco, teóricamente, con el manejo de un barco y los rompecabezas de una expedición marítima.

Resultó que muchas cosas no las entendían, porque eran demasiado técnicas, pero al fin y al cabo ya tenían bastante con unos conocimientos básicos que, de todos modos, pondrían a prueba antes de emprender la aventura.

Hubo también el asunto del motor, el cual, como ya imaginaban, no funcionaba.

Tampoco funcionó más adelante, después que Dídac se hubiese pasado un montón de días desmontándolo, volviendo a montarlo y examinándolo con una paciencia y una minuciosidad que no pasaba nada por alto. Por suerte tenían a mano otros dos remolcadores del mismo modelo y, si bien el motor de uno de ellos se mostró rebelde, el otro se puso en marcha casi en seguida.

E inmediatamente calafatearon la embarcación con una buena capa de brea que la dejó, exteriormente, como nueva. Limpiaron también el interior, que estaba muy sucio, y en la proa pintaron el nombre que llevaría el remolcador: «Benaura».

Entonces se hicieron con una barca pequeña y ligera que descolgaron de un yate de matrícula nórdica, la bajaron al agua para que se rehinchara y, una vez eliminadas las filtraciones, la calafatearon y, con una cuerda nueva, sacada de unos almacenes, la amarraron al muelle, cerca del remolcador.

A partir de aquel momento, una vez a la semana volvían al puerto a engrasar el motor y a asegurarse de que seguía funcionando. Con Alba o con Dídac al timón, porque a ambos les interesaba el manejo de la pequeña nave, salían por la escollera y se encaminaban dos o tres kilómetros mar adentro si el agua estaba calmada. Lo estaba casi siempre, puesto que aquel invierno fue suave, con lluvias tranquilas y vientos ligeros.

Y todas estas actividades y proyectos hicieron que un día Dídac dijera:

—Cuanto más pienso en ello, más seguro estoy de que ya no queda ningún superviviente. Los pocos que hubo deben haber muerto... Porque esto de la barca o del avión también se les tendría que haber ocurrido, ¿no te parece?

—Quizá se les ocurrió, pero no tenían ni barcas ni aviones...

—Tampoco los teníamos nosotros, al principio, y nos hemos apañado.

—También pueden haber volado o navegado hacia otros lugares. El que nosotros no los hayamos visto no quiere decir nada.

—Quizá no... ¿Y qué haríamos, si encontráramos a alguien?

—Eso depende también de ellos.

Y se quedaron reflexionando sobre el asunto, porque también era posible que a aquellos otros, si existían, la destrucción que habían presenciado y la ingrata lucha de cada día en unas condiciones hostiles les hubiera hecho enloquecer; eso si no se habían convertido en puras bestias, dominadas únicamente por el instinto de conservación...

Cierto que ellos habían sabido preservar su cordura y se habían adaptado, pero eran dos y eran muy jóvenes, un factor que también tenía su importancia. Añadió:

—Por suerte, tenemos armas.

Y ahora, en parte porque era invierno y en parte porque pronto se irían, empezaron a despreocuparse del huerto y de las pequeñas satisfacciones que les había dado últimamente. También contribuía a su desinterés el que las provisiones aumentaran en vez de disminuir; siempre que salían de expedición volvían cargados y, por aquel tiempo, localizaron un almacén lleno de pilas de sacos de arroz y de azúcar; también había café en grano, y eso les obligó a buscar un molinillo que no fuera eléctrico.

Curiosamente, lo encontraron en la trastienda de un establecimiento de confección donde habían entrado a renovar sus prendas de vestir. Allí Alba tuvo el primer capricho femenino que se permitía desde que se habían quedado solos: se enamoró de un bikini blanco, breve como un pañuelo, que al probárselo resultó que le iba como hecho a la medida. Durante todo el verano solamente lo abandonaría unas horas de vez en cuando, para lavarlo.

Y fue también entonces cuando, dado que los libros que se iban llevando a casa por un motivo u otro les ocupaban ya un espacio que necesitaban, se decidieron a remolcar otra roulotte al campamento a fin de convertirla en biblioteca. Habían descubierto un lugar de camping, cerca de Esplugues, donde las había a docenas, y se quedaron con la mayor de todas, un vehículo de forma exterior ovalada, que debía haber pertenecido a gente aficionada también a la lectura, puesto que en ella encontraron más de veinticinco volúmenes de poesía en una lengua que no entendían y un texto manuscrito, aparentemente inacabado; quizás había vivido en él un poeta.

Vaciaron la roulotte por completo, colocaron estantes con tablones nuevos sacados del muelle, donde había verdaderas montañas, instalaron una amplia mesa, dos sillas, un quinqué y una estufa, y durante aquel fin de invierno les sirvió de gabinete de estudio.

Y cuando los árboles ya estaban floridos y empezaban a dejarse sentir los primeros calores de la primavera, pese a que las noches aún eran frescas, iniciaron los últimos preparativos que precederían al viaje. Puesto que sería largo, calculaban unos cuantos meses, cargaron en la embarcación dos cestitos de manzanas arrugadas, un jamón, una caja de latas de conserva que parecían en buen estado, un saquito de arroz y otro de judías y un queso redondo, casi tan grande como las ruedas de los carretones con los que habían huido de Benaura, y muy duro.

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