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Authors: Manuel de Pedrolo

Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil

Mecanoscrito del segundo origen (13 page)

BOOK: Mecanoscrito del segundo origen
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Añadieron unas garrafas de agua y un botiquín bien surtido, sin olvidar las armas y las municiones. También pensaron en los aparejos de pesca, en una provisión suficiente de tabaco, en los utensilios de cocina indispensables y en las dos cámaras cinematográficas, para las cuales ya volvían a tener película. La barquita la llenaron de combustible.

Durante aquella expedición, tan aventurada, querían ser autosuficientes.

Y cuando lo tuvieron todo a bordo, Dídac dedicó aún otro día completo a revisar a fondo el motor. A últimas horas de la tarde, a fin de comprobar cómo navegaba con la carga, le ataron la barquita y él solo atravesó el puerto de parte a parte. Alba, desde el muelle, lo vio evolucionar con la línea de flotación lo suficientemente alta como para que no tuvieran problemas en aquel aspecto; pero el muchacho, al volver, mostraba un semblante preocupado. Dijo:

—Somos unos pasmarotes. ¡No hemos pensado que quizá necesitemos piezas de recambio!

Las escogió al día siguiente, de los motores desechados, y, una vez cargadas, pusieron por última vez el remolcador a prueba. Esta vez, con los dos a bordo, salieron del puerto y navegaron hasta las cercanías de Gavá. La embarcación, a la cual el lastre parecía dar aún más estabilidad, demostró que era capaz de llevarles hasta donde fuera necesario.

Y al cabo de tres días, porque al día siguiente y al otro no hizo sol y querían salir en un día muy claro, cubrieron la parte de atrás del camión que les hacía las veces de despensa con una tela gruesa que habían hecho suya con esa intención, cerraron las puertas y las ventanas de las roulottes para que no entraran ni insectos ni pájaros y, con el jeep, volvieron a Barcelona.

Dejaron el vehículo en un almacén del muelle y, bajo un sol brillante y ya casi de mediodía, porque se habían entretenido más de lo que pensaban, abandonaron la protección de la escollera y Dídac, que estaba enormemente excitado, puso rumbo al nordeste. Una vez a dos kilómetros de tierra mantuvo una dirección paralela a la costa, a lo largo de la cual fueron sucediéndose inmediatamente toda una serie de pueblos y de ciudades que Alba, con ayuda de un mapa, iba identificando en voz alta: Badalona, El Masnou, Premiá y Vilassar de Mar, Cabrils, Mataró... Por todas partes donde las casas eran un poco altas, un paisaje de ruinas, casi uniforme, contrastaba con las manchas de vegetación que avanzaban hacia las carreteras y con la belleza de las playas totalmente solitarias, como si en ellas jamás hubiera habido ningún bañista, ningún pescador, y aquel mundo no hubiera estado habitado por criaturas como ellos.

En el puerto de Arenys había multitud de yates y otras embarcaciones pequeñas, y en muchas playas se veían barcas caídas en la arena, y en algún lugar, también, inmensas redes que los pescadores desaparecidos debían haber extendido para remendarlas. Era un espectáculo más triste incluso que las ruinas, quizá porque aquello era una novedad.

Y hacia la altura de Tossa, no supieron resistir a la atracción de una costa atormentada por masas de rocas en las que se alineaban una serie de rincones cerrados al interior, abiertos únicamente al mar que no se atrevía a penetrar muy adentro y lamía los bajíos con sus lenguas azules. Con precaución, para no encallar, se acercaron a cincuenta metros de una calita pequeña como un puño, anclaron y, con la barca, prosiguieron hasta la playa, mucho antes de llegar a la cual Alba ya se había lanzado al agua cálida y se confiaba a las olas que la arrastraban a la bahía.

Como deslumbrados por la maravilla del lugar, se revolcaron como dos cachorrillos por la arena que ardía, volvieron al agua y se atiborraron de sol y de espuma hasta el anochecer, cuando decidieron quedarse a dormir allí.

Y aquella noche, entre dos mantas que habían ido a buscar al remolcador y que extendieron en el lugar más resguardado de la calita, contra las rocas, Dídac acercó su boca al oído de la muchacha y murmuró:

—Alba, ¿no crees que ya soy un hombre?

Ella abrió los ojos que había entrecerrado, apartó la manta que la cubría y susurró a su vez:

—Sí, Dídac.

Lo abrazó en el momento en que él se incorporaba y se deslizó bajo él, mirándolo con el rostro iluminado por el resplandor de las estrellas; él también la miraba, y dijo:

—Te quiero, Alba...

Ella le tomó una mano y se la apretó fuertemente mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Y entonces se alzó hacia él para que la penetrara.

Al acabar, tuvieron que correr, perseguidos por la marea que ya les mojaba los pies.

Y a la mañana siguiente, el mar era más azul y el cielo más resplandeciente, aunque los dos convinieron que quizás habían cometido una imprudencia, puesto que no convenía que ella se quedara embarazada cuando apenas se hallaban al principio del viaje. Sin embargo, se sentían demasiado felices como para preocuparse demasiado por ello y, sin darse cuenta ni proponérselo, se hallaban constantemente el uno al brazos del otro, enardeciéndose con palabras que nadie les había enseñado y que por la noche, o de día incluso, en playas anónimas y abandonadas, les llevaban a amarse entre la soledad del mar y la soledad de la tierra.

A lo largo de jornadas sin prisa, fueron subiendo hacia el golfo de León y por la Costa

Azul en medio de un silencio que tan sólo turbaban ellos, con sus palabras, o el tuf—tuf monótono del motor de la embarcación que surcaba las aguas libres con la misma destreza con que años antes guiaba los barcos dentro del puerto.

En algunas playas profundas aún había esqueletos donde las mareas no habían llegado, y ellos fotografiaban aquellas presencias y la de los edificios, al fondo, caídos sobre los paseos y entre el verdor, si eran altos, o aún en pie, poco perjudicados, si las construcciones eran únicamente de planta baja.

Entre aquello y el lugar de donde venían, no había ninguna diferencia.

Y ya estaban a la altura de Niza cuando Alba, una mañana, se despertó con el bikini manchado de sangre y, a la vez, se alegró y sintió pena, ya que en el fondo no le hubiera sabido mal quedar embarazada y, al ver que no lo estaba, temió, secretamente que ella o Dídac pudieran ser estériles. Pero había leído ya muchos libros sobre temas sexuales y sabía que los primeros contactos no daban fruto tan a menudo como creía, o le habían hecho creer cuando era más jovencita. También podía atribuirse a la edad del muchacho.

Dídac, al que no le dijo nada de sus pequeños temores, le sonrió.

Y al cabo de otros dos días de una navegación tranquila, siempre acompañados, de día, por un sol progresivamente más ardiente que incendiaba el mar, estaban ya más allá de La Spezia, con sus grandes jardines al borde del agua y las casas de Manarola aplastadas, con roca incluida, como un juego de cartas, cuando distinguieron una figura solitaria en la playa. Era la primera persona viva que veían desde hacía tanto tiempo, y lo esperaban tan poco, que se miraron más amedrentados que eufóricos.

Los prismáticos les aseguraron que no se habían engañado, que era realmente un hombre; pero entonces, al enfocarlo, ya solamente lo vieron de espaldas; él, gritando, corría como si huyera hacia unas construcciones pegadas a los árboles. Desapareció entre ellas cuando ya giraban el rumbo de la embarcación a fin de acercarse a la costa, en la que desembarcaron dos minutos más tarde, armados, y Alba discretamente cubierta con una camisa que se abrochó sobre los pechos.

Y una vez en la playa, esperaron aún un rato, indecisos y con el convencimiento de que el hombre volvería; pero el tiempo pasaba y él no se dejaba ver de nuevo. Quizá les tenía miedo.

Finalmente avanzaron hacia donde había desaparecido, y ya estaban cerca de una especie de barraca cuando una voz gritó unas palabras que ellos no comprendieron desde detrás de un parapeto de piedras. Pero el sentido de lo que decía era claro, puesto que allí había tres hombres que les apuntaban con armas de fuego.

Dado que no tenían donde refugiarse y les habrían matado antes de poder servirse de los máusers, los dejaron caer a sus pies y permanecieron inmóviles en su sitio, Alba con la pequeña esfera mortífera disimulada en la palma de la otra mano. Su corazón galopaba desbocado, y de pronto se dio cuenta de que habían caído en una trampa.

Y los desconocidos, dos hombres como de unos treinta años, muy barbudos, y otro más joven que tenía una expresión como idiotizada, los tres sin una pizca de ropa, salieron del refugio del parapeto y se les acercaron, sin preocuparse de esconder la excitación que les provocaba la presencia de una muchacha como Alba; más bien al contrario, puesto que el más joven se masturbába.

Los otros dos, casi con violencia, intercambiaron unas palabras mientras miraban a Dídac. Resultaba claro que tenían la intención de matarlo antes de lanzarse sobre la muchacha, y ella no lo pensó ni un instante: alzó rápidamente el brazo y el abanico de rayos que brotó bruscamente de su mano los calcinó a los tres antes de que tuvieran tiempo de darse cuenta de que morían.

Recuperaron los máusers y, sin entretenerse, volvieron a la barca y al remolcador.

Y Alba se pasó quizá cinco o seis horas quieta, sin decir nada ni cuando Dídac le hablaba. Después, sin avisar, se arrojó al agua y nadó un largo rato mientras el muchacho, que había reducido inmediatamente la marcha, la seguía a pocos metros de distancia. Al subir de nuevo a la embarcación, dijo:

—Volvamos a casa, Dídac. —No quiero tener que matar a nadie más.

El muchacho argumentó:

—Quizá no sea necesario, otra vez. Puede haberlos que ya tengan mujer.

Ella lo miró, por primera vez sarcástica.

—Y también puede haber mujeres que no tengan hombres. Entonces les molestaré yo.

Dídac calló.

Y aquella noche, pese a que era poco probable que por allí viviera alguien más, durmieron por turno y vigilaron por turno, sin desembarcar. El remolcador se balanceaba quizás a un kilómetro de la costa, con el motor parado bajo el cielo oscuro y ante una tierra aún más oscura que, al hacerse de día, les ofreció nuevamente su desolación.

Alba, que a aquella hora estaba de guardia, contempló las rocas y las playas que emergían de la noche, y se sintió tan terriblemente desgraciada que le dolía el corazón.

Rodeada de agua y con el muchacho durmiendo envuelto en una manta, a sus pies, le parecía haber pasado por otro anonadamiento del cual quizá ni él podría salvarla.

Pero después, cuando Dídac se despertó con aquella expresión tierna y como iluminada que tenía desde la noche en que se amaron por primera vez, la tristeza que la afligía se hizo más dulce, soportable; de hecho, había matado para salvar a su macho.

Y aquel pensamiento la dejó tan vulnerable, como para que, al cabo de un rato, a Dídac le fuera fácil persuadirla de que, habiendo llegado tan lejos, obrarían mal no prosiguiendo. Le dijo:

—Y si vemos a alguien, o señales de que hay alguien, no es necesario que nos acerquemos. Hagámoslo solamente por el viaje, Alba. ¿No te gusta vivir en el mar, navegar?...

Pero también la atraía la tierra firme, pese a los peligros que quizá les esperaban, si bien no se atrevió a hablar de ello hasta que estuvieron cerca de Nápoles, al cabo de una semana; y ella, con cierta sorpresa por parte del muchacho, lo aceptó, quizá porque su madre, un año, le regaló un álbum geográfico donde había unas cuantas fotografas de la ciudad, entre ellas, recordaba, la de un castillo que le gustó mucho.

Y el castillo, que era el de l'Ovro, aún existía, pero no exactamente el de la foto, ya que se había derrumbado una torre, cuyos restos cubrían parcialmente varias barquitas que debían haber estado amarradas cerca de las murallas, donde se veían unas cuantas grietas que perjudicaban su solidez. Temerariamente, sin embargo, se subieron a las ruinas para contemplar desde más arriba el Vesubio y las islas vecinas.

Después, recorriendo al azar la ciudad, se encontraron con un museo del cual se derramaban piezas de bronce, mosaicos y, sobre todo, una gran cantidad de muebles antiguos triturados. Se llevaron una estatuilla femenina que quizá fuera una Venus. Cerca de allí, en un entrepaño de una casa colgaba una placa que llevaba el nombre de la calle: Michelangelo.

Alba pensó melancólicamente en todas aquellas riquezas y en tantas otras que se perderían sin remedio. Después del hombre, desaparecería su patrimonio.

Y al salir del golfo, se desviaron hacia Ischia, donde solamente querían hacer noche y se quedaron cuatro días explorando las calas, las menudas islas satélites, los cerros cubiertos de viña, las extensiones de naranjos y los pequeños bosques de pinos entre los cuales terminaron de olvidar la desgraciada aventura de La Spezia. El agua de las bahías era rabiosamente azul y tan transparente que los peces parecía que nadasen tras un cristal purísimo. Se los veía tan libres y confiados que no se atrevieron a lanzar el anzuelo, si bien los asustaron más de cuatro veces con sus inmersiones y los gritos con los que se perseguían, se abrazaban, como embriagados por aquel prodigio de intensos colores, por la armonía establecida entre el cielo, el mar y la tierra.

Y aún embriagados, siguieron descendiendo a lo largo de la bota hasta el estrecho de Messina, donde se detuvieron en una playa entre Gioia Tauro y Palmi, sin saber qué hacer: si proseguir hacia el mar Jónico o poner rumbo a la costa de Sicilia. Ella pensaba en Venecia, cuyos canales, que había visto a menudo en el cine, la atraían; pero el mapa indicaba que caía muy arriba, en el arco del Adriático. Si se alejaban tanto, quizá les sorprendería el otoño, quién sabe si incluso el invierno...

Finalmente atravesaron el estrecho y navegaron hasta Taormina, desde donde se veía la cima del Etna, aún nevado. Los viejos monumentos apenas habían sido castigados, y las ruinas del teatro griego debían ser las que ya había antes del ataque de los platillos volantes. Se instalaron en la ladera, entre unos cipreses, de donde no se movieron durante una semana.

También aquí el azul del cielo y del mar eran implacables, y la belleza de la tierra exultaba una vez más con una especie de delirio que se apoderaba del espíritu. El paisaje, la estación, la soledad, el lujurioso estallido de las aguas, todo invitaba a un desbocamiento pagano de los sentidos que forzosamente había que obedecer. No sentían el menor deseo de negarse.

Y al abandonar Taormina la estación ya estaba suficientemente avanzada como para que la prudencia les aconsejara desandar camino hacia Barcelona. En dos jornadas tranquilas y bien calculadas fueron costeando para no separarse de la tierra firme hasta Capri, donde fueron metiéndose por rincones, calas y grutas y descubrieron un inmenso arco natural, de roca, como jamás habían visto ninguno. Más tarde desembarcaron en una playita menuda, bajo el camino de Anacapri, donde había gran número de estrellas de mar y, como por todas partes, una enorme cantidad de pájaros, las únicas criaturas ruidosas, con ellos dos, en un paisaje que descansaba como suspendido en el tiempo.

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