Mecanoscrito del segundo origen (5 page)

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Authors: Manuel de Pedrolo

Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil

BOOK: Mecanoscrito del segundo origen
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Se lo tomaron con calma, puesto que era un trabajo pesado, pero muy pronto se vieron recompensados por el descubrimiento de dos somieres que pertenecían a la misma cama, de matrimonio. El mueble, medio destrozado, era inutilizable, y los colchones que lo acompañaban habían de rehacerse y lavarse; las telas metálicas, en cambio, aunque estaban oxidadas, servirían todavía.

Pero aquella noche Dídac dijo:

—¿Acaso no nos va bien con la paja?

—¿No te gustaría dormir en una cama?

El tomó su mano:

—No, porque tendría que dormir solo. Y quiero dormir contigo.

Y al cabo de tres semanas, cuando ya habían limpiado quizás una cuarta parte del espacio que ocupaba la casa, se encontraron frente a una puertecilla cerrada con cerrojo y, al abrirla, vieron que era una despensa. Unos cuantos trozos de yeso caídos del techo habían roto una jarra, pero las demás estaban enteras y, dentro, había tocino en salsera.

Otros potes, de cristal, contenían conservas, y la tinaja que se alzaba al fondo, en un rincón, estaba llena de aceite. En un extremo de la tabla que hacía de salador, bajo el jamón empezado que colgaba de una viga, dos gruesas pencas de tocino parecían acabadas de curar.

Antes de proseguir con el desescombro, limpiaron la pequeña cámara, que estaba llena de telarañas, y trasladaron a ella sus demás provisiones. Aquel hallazgo, junto con las almendras que habían recogido y las patatas aprovechables, les aseguraban la subsistencia durante unos cuantos meses más. El grano que tenían sería para las gallinas.

Y casi en seguida tuvieron que retrasar de nuevo sus exploraciones para dedicarse a vendimiar. En la propiedad había dos viñas no muy grandes y bastante descuidadas, con muchas cepas muertas, pero quedaban bastantes vivas, y con fruto, como para proveerlos de reservas suficientes de uva.

En el mismo cobertizo donde dormían dispusieron cuerdas de una pared a otra, detrás del tractor al cual se dedicaba Dídac un rato cada día, de momento sin acabar de aclararse, y colgaron de ellas los frutos más sanos que, poco a poco, se irían secando y se convertirían en una especie de pasas como las que hacía la madre de Alba en casa.

Fue mientras vendimiaban cuando dedujeron como se las habían arreglado las gallinas para sobrevivir sin agua. Tenían agua; en una de las viñas había una pequeña balsa que recogía la de la vertiente del bosque; siempre debía estar llena.

Y hacia finales del otoño, después de haber encontrado, en la casa, gran número de piezas de ropa tiradas por todas partes o, a veces, guardadas en los armarios caídos o medio rotos, y utensilios de cocina, y otra camaa y más colchones, éstos con las telas podridas por la humedad, una mañana pusieron al descubierto el inicio de unaa escalera estrecha y corta que los condujo a la bodega de la masía. Era increíble que por aquellos peldaños hubieran bajado las cubas llenas de vino, pero lo habían hecho: abajo había dos barricas, una más grande y la otra más pequeña, y el vino de esta última debía ser muy viejo, porque era rancio. El de la otra, llena hasta casi la mitad, era negro y denso, áspero.

Fue el último hallazgo importante, puesto que los sacos de harina que rescataron al cabo de dos días no podían aprovecharse: se habían mojado y estaba picada. También había restos de un saco de maíz que destinaron a las gallinas.

Y fue entonces, una vez hubieron terminado de desescombrar la casa, cuando construyeron una especie de ducha en un rincón protegido del edificio. Dos paredes en ángulo recto, que se conservaban en pie, les permitieron fijar una barra de hierro transversal en la cual colgaron un cubo con el fondo lleno de agujeros. Abajo, colocaron un barreño dentro del que saltaban Alba o Dídac mientras el otro, subido a una silla vieja reforzada con unos cuantos maderos, se encargaba de echar el agua de otro cubo que habían dejado templar un poco, ya que salía helada del pozo.

Ahora se lavaban allí cada mañana, al levantarse, ya que Alba insistía en la necesidad de una higiene corporal rigurosa, condición, le parecía, indispensable para una buena salud. Seguía preocupándole la posibilidad de enfermar, y no dejaba pasar ningún día sin dedicar un rato al diccionario de medicina; ya iba por su segunda lectura, más reposada.

Y a la entrada del invierno construyeron otro hogar para calentarse, sólo que éste era muy distinto del de la cueva; lo construyeron con las mismas losas que, años atrás, quizás incluso un siglo o dos, habían servido para construir el de la casa y, encima, alzaron una chimenea con trozos de ladrillo unidos con barro, la prolongaron, ya sobre la techumbre, con una cañería de hojalata del desguace de la masía, y remataron la obra con una especie de sombrero cónico, hecho con una tapa vieja, también de hojalata, que sujetaron con alambre.

Después, con unas cuantas maderas de las que habían recogido y separado al limpiar los escombros, se hicieron una mesa rudimentaria y dos banquetas que colocaron delante del fuego, donde comían y leían.

Y cada día, o casi cada día, Alba continuaba instruyendo al muchacho en todas las cosas que sabía. Tan sólo muy raramente se referían a su vida de antes, ya que la muchacha pensaba que esas conversaciones les harían daño, se lo harían principalmente a Dídac. Ella era demasiado mayor, en el momento del cataclismo, como para no recordar siempre una existencia anterior que ahora parecía agradable y sencilla; pero Dídac la olvidaría si no le hablaba de ella, y era mejor así.

Como le había prometido un día, nunca se negaba a contestar a sus preguntas, por delicadas que fuesen, y de vez en cuando, el muchacho le hacía alguna sobre el pasado; pero ella nunca se explayaba en estas respuestas como lo hacía con otras que tenían importancia para el futuro. Por supuesto no podía ocultarle los escombros, pero quería que para él no fuesen el derribo de un mundo viejo, sino los materiales con los cuales construir uno nuevo.

Y un mediodía en que hacía mucho viento, un rumor extraño, como de un motor, les hizo correr, armados con un máuser y un revólver, campo a través y más allá de un pequeño cerro al otro lado del cual, pero más lejos, quizás a dos kilómetros, había el río que, más abajo, pasaba por Benaura. Pero no era ningún coche ni ningún camión, sino un molino de viento que había roto sus oxidadas amarras y ahora giraba a gran velocidad.

Curiosamente, la catástrofe no le había afectado, pese a que era alto, pero cerca del depósito reposaba un cadáver, y al otro extremo del huerto se veían las ruinas de una construcción.

Regresaron sin haberse acercado a él por si había más muertos, personas o animales, y durante dos días siguieron oyendo el ruido del molino que trabajaba como enloquecido. Después, pese a que aún seguía haciendo viento, cesó; probablemente debía haberse roto definitivamente.

Y pese a que los árboles no habían sido podados y por todas partes había ramas secas, aquel era un año de olivas y, cuando ya fueron grandes, a punto de madurar, confitaron dos jarritas que habían quedado vacías. Las otras, en su mayor parte, se las fueron comiendo los estorninos y aves semejantes que acudían a las fincas sin miedo y hasta se acercaban a la masía como si supiesen que ahora la tierra era un reino que les pertenecía. Ningún animal terrestre les hacía la competencia, y se desplegaban en grandes bandadas que volaban bajas, animando el frío cielo invernal con sus gozosos chillidos, con el movimiento incesante de las alas extendidas que surcaban el aire.

Ellos, a veces, se pasaban horas enteras mirándolos.

Y se iban a la cama en cuanto oscurecía y se levantaban en cuanto llegaba el día, pero no siempre dormían. Acurrucados el uno contra el otro bajo las mantas, esbozaban proyectos para el año siguiente, cuando abandonarían la masía, y Alba decía que en algún lugar encontrarían libros, y que los dos estudiarían medicina para que no les pillaran desprevenidos las inevitables enfermedades de los hijos que tendrían cuando él, Dídac, fuera mayor.

—¿Tendremos muchos, Alba?

—Tantos como podamos. Una mujer, si es fuerte, puede tener uno cada año.

Dídac reflexionaba:

—Me gustará que haya otros niños... Y ella reía:

—Entonces tú ya no serás un niño.

—Pero podré jugar con ellos, ¿no?

—Eso sí; como un padre. El muchacho meditaba:

—Me resulta extraño pensar que seré padre...

Y reían los dos, bien calientes en su yacija de paja.

Y durante el invierno se les murieron las gallinas, quizá de viejas, quizá porque habían contraído alguna enfermedad, ya que murieron una detrás de la otra, con veinticuatro horas de diferencia. No se atrevieron a comerlas, por precaución, y una vez más se encontraron sin huevos. En algún lugar debía haberlos de perdiz, y de otras aves, o debía haberlos habido en la época de cría, pero ellos nunca los habían perseguido ni sentían deseos ni tenían maña para descubrir nidos.

Cada día comían caliente y, para postre, tostaban almendras. Habían aprovechado los materiales de la chimenea de la masía y el fuego de tierra quemaba bien, casi sin nada de humo, excepto cuando hacía demasiado viento. Entonces, a veces tenían que apagarlo para no asfixiarse, pero siempre dejaban brasas para calentar la comida.

Después de todo un año de beber únicamente agua y, de vez en cuando, un poco de licor, ahora se habían acostumbrado al vino, y eso también les proporcionaba vigor.

Y una tarde en que caían cuatro copos de nieve, Alba, que estaba lavando fuera, se enderezó sobresaltada al oír grandes estallidos en el cobertizo. Se precipitó hacia él, para descubrir a Dídac subido al tractor, desde donde le sonreía.

—¡Lo has reparado! Pero el muchacho dijo:

—Nunca ha estado estropeado, sino que yo no lo sabía. Hizo callar el motor y, sin moverse del asiento, le explicó que la vibración producida por aquellos extraños aparatos debía haber desconectado muchas piezas y aflojado muchas tuercas sin estropear nada.

Si no funcionaba, era porque los distintos elementos no encajaban.

—¿Y no lo has visto hasta hoy?

—No, ya hace días, pero no quería decirte nada por si me equivocaba. Apártate, voy a sacarlo. Pero ella no quiso, a causa de la nieve.

Y tuvieron que esperar más de una semana, hasta una mañana soleada que fundía la capa blanca, muy delgada. Dídac, que parecía más infantil de lo que era en la relativa inmensidad del vehículo, movió con precaución los pies, accionó unas palancas y, aún no muy seguro de lo que hacía, porque era la primera vez que conducía, le hizo atravesar el vano de la puerta bien abierta, salió a la era, le hizo dar majestuosamente una vuelta un poco zigzagueante y, después, se detuvo al lado de Alba, que había avanzado hasta cerca del pequeño pajar.

—¿No quieres subir?

La muchacha trepó, y Dídac hizo describir otra vuelta al tractor; seguidamente, sin consultarla, lo dirigió hacia el camino de detrás de la masía; ella, sin embargo, lo obligó a detenerse.

—Es una bestia muy grande para ti, Dídac...

El muchacho casi se ofendió.

—¿Y qué?

Alba contemporizó:

—Quiero decir que más valdría que te entrenases un poco. Y que me enseñaras a conducir a mí. Nunca se sabe lo que puede pasar...

A disgusto, Dídac puso la marcha atrás.

Y aquel mismo día, y al día siguiente, le enseñó como se manejaba, y ella aprendió en seguida, porque era sencillo. Muy pronto pudo llevarlo completamente sola por la era, con el muchacho al lado, y a partir de la cuarta tarde lo hicieron circular también por unos bancales amplios y llanos cuya tierra chasqueaba bajo las ruedas macizas que iban y venían, giraban, retrocedían, puesto que Alba quería que tuvieran un dominio completo sobre él, no fuera caso que por el camino, que en algunos lugares era muy estrecho, se desviaran hacia los márgenes y volcaran. En el pueblo, hacía tres veranos, un payés había muerto por culpa de una falsa maniobra que precipitó el vehículo encima de su cuerpo, según recordaba.

Y no habían pensado en el combustible, de modo que una mañana, en plena maniobra, el motor empezó a toser con sacudidas asmáticas, falló, funcionó de nuevo, tosió otra vez con discontinuidad. Entonces la muchacha recordó:

—¿Te apuestas a que nos hemos quedado sin gasolina?

—Funciona con gas—oil.

—No importa... ¿Qué podemos hacer?

Porque no podían dejarlo allí, en pleno campo, expuesto a las lluvias y, quizás, a otras nevadas. Dídac dijo:

—En la gasolinera del pueblo tiene que haber. ¿Por qué no vamos?

Y aunque a ella no le gustaba demasiado la idea, bajaron hasta allí a la mañana siguiente. Se llevaron un preparado de formol para empapar con él sus pañuelos en caso de que el hedor fuera muy fuerte, pero el aire parecía limpio y, por otra parte, la gasolinera que escogieron, de las tres que había en el pueblo, se hallaba en las afueras, donde empezaba el arrabal, pero en el extremo opuesto.

Para no tener que atravesar Benaura, dieron un rodeo por el vado de los huertos de la parte de abajo y luego subieron hacia las eras, donde otro camino conducía a la carretera. Todo se veía más o menos como lo habían dejado, quizás un poco más plano, porque algunas paredes, que antes se mantenían en pie, habían caído, y los escombros tenían un aspecto aún más uniforme. La gran diferencia, sin embargo, era que ahora no quedaba ni rastro de polvo.

Los dos estaban un poco impresionados, y Alba estuvo a punto de marearse al ver los dos cadáveres apergaminados que se habían entremezclado al caer cerca de las ruedas de un coche parado frente al distribuidor de gasolina.

En cambio, Dídac únicamente pensó en el vehículo.

—Si lo pongo en marcha, podremos llevarnos más bidones...

Y el edificio, bajo y de paredes delgadas, solamente estaba caído por un lado, de modo que por el otro se podía entrar fácilmente e incluso pasar al despacho, donde había un teléfono. Alba discó inmediatamente un número, y luego otro, pero el servicio seguía sin funcionar.

Antes de salir, se apoderó de todos los papeles en blanco que encontró y de dos bolígrafos que halló sobre la mesa, donde también había dinero en billetes y monedas, pero eso ni lo tocó; en aquel mundo actual ya no tenía valor.

Fuera, reunió unos cuantos bidones y dos latas de aceite, escogió un montón de herramientas y descolgó un termómetro clavado en un tabique. Se sorprendió que indicara dos grados sobre cero; no le parecía que hiciera tanto frío.

Y entonces, sin saberlo, tuvo una mala idea, puesto que, al ver una puerta que decía W. C., quiso entrar a orinar, quizá porque durante todo aquel tiempo había tenido que hacerlo siempre de cuclillas sobre el suelo. Y, detrás, se encontró cara a cara con un cadáver sentado en la taza, donde le había sorprendido el cataclismo. Era una muchacha, ya que aún conservaba las faldas, y aunque no pudo reconocerla no dudó de que se trataba de Maria Dolors, una amiga de su hermana que trabajaba, precisamente, de administrativa en la gasolinera.

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