Read Mecanoscrito del segundo origen Online

Authors: Manuel de Pedrolo

Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil

Mecanoscrito del segundo origen (3 page)

BOOK: Mecanoscrito del segundo origen
8.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ninguna de sus ilusiones de adolescente podría realizarse en un mundo vacío, en la soledad. Estudios, diversiones, amores... Todo había sido barrido junto con las casas y las personas. Sólo entre ellas tenía sentido. Si ningún accidente o ninguna enfermedad acababan con ella, iría haciéndose mayor, iría envejeciendo, sin haber vivido realmente, abrumada por la tristeza de una lucha diaria y no compensada por una existencia que le pesaba ya tanto como las propias piernas, los brazos, los párpados que se cerraban sin apresar el sueño.

Pero después pensó que nada había que estuviera tan bien hecho que fuera perfecto. No era posible que, entre tantos millones de personas, solamente hubieran sido preservados ella y Dídac. En algún lugar tenía que haber otra gente, poca o mucha, y la buscaría inmediatamente en cuanto le pareciera suficientemente seguro el recorrer sin peligro un dominio que ahora, provisionalmente, era de los muertos...

Y cuando se durmió empezaron a atormentarla pesadillas recurrentes en las cuales todo se hundía y una parte de ella, que luchaba por escapar, sabía que no eran reales, que la realidad era aquello, aquel yacer sobre la tierra dura y poco familiar, no la huída desarticulada ante el tropel de sombras que la acosaban.

La despertó su propio gemido, pero no lo suficiente como para no caer otra vez en manos de sus perseguidores, que ahora se habían metamorfoseado en hombres y mujeres como ella que la empujaban hacia las ciénagas donde sus pies quedaban atrapados y, desde el fondo, alguien tiraba de ella hacia un reino interior, subterráneo.

Una segunda mutación la trasladó a la playa llena de cadáveres, de heridos y de moribundos, que alzaban las manos y se aferraban a ella entre un gran estruendo de objetos invisibles y de gritos metálicos, mientras las aguas que ascendían impetuosamente del abismo la amortajaban con un aliento fétido.

Alargando la mano en un gesto de rechazo, tropezó con un cuerpo denso y acuático, la ola que se movía. Pero eso había sido en el mundo del sueño; aquí, en el campo, cuando abrió los ojos y parpadeó, el cielo, donde ya se insinuaba la aurora, le dejó ver que el cuerpo que tenía contra el suyo era el de Dídac. El muchacho, que se había ido desplazando sobre la manta, dormía con una respiración tranquila, tan arrimado a ella que sus piernas la rozaban y una mano, necesitada de una presencia amiga, la abrazaba con la palma abierta sobre uno de sus pechos que huía de la desabrochada camisa.

Alba volvió a dormirse inmediatamente, esta vez sin pesadillas.

Y ya era mediodía de la mañana siguiente cuando llegaron al linde del bosque con el último carretón, y penetraron en el verdor sin perder de vista el riachuelo que lo atravesaba desde las montañas. No había ni un soplo de viento. pero allí, entre los árboles que iban espesándose sobre un suelo de pinaza, se respiraba una atmósfera fresca, ligeramente húmeda, llena de aromas vegetales, de humus sin hollar desde el otoño pasado, cuando habían acudido los últimos buscadores de setas.

Había pequeños claros soleados y, de vez en cuando, pendientes bruscas, repentinas, que hundían el torrente y a ellos les obligaba a subir de pies y manos, pero en conjunto la ascensión era suave, llana, animada a menudo por el canto de algún pájaro que hacía detenerse a Dídac con una pregunta:

—¿Qué es, Alba? ¿Un canario?

—Aquí no hay canarios. Tal vez un ruiseñor...

—¿Cogeremos alguno?

—No, Dídac. Los pájaros son más felices volando que encerrados en una jaula.

—Entonces, ¿el Peque no es feliz?

—Creo que no.

Y el muchacho rumiaba esa respuesta y otras respuestas que le desconcertaban en cierto modo.

Y al cabo de mucho rato, desembocaron a un rellano alto, de tierra, quizás a doscientos metros de las rocas, donde el riachuelo caía en una pequeña cascada transparente y delgada, bajo la cual el lecho del torrente se ensanchaba entre los altos matorrales y las encinas que habían ido sustituyendo a los pinos. Ambos se quedaron extasiados, y Dídac dijo:

—¡Qué hermoso! Podríamos quedarnos aquí, ¿no crees, Alba?

La muchacha miró el margen cosido de hierbas que colgaban entre las raíces de los árboles de arriba y contra el cual, una vez limpio todo, sería relativamente fácil construir una barraca, pero la pendiente de encima quizá la hiciera peligrar en días de fuerte lluvia...

—No lo sé. Buscaremos un poco más. Pero antes nos bañaremos y comeremos.

Y, desnudos, se adentraron en el agua que solamente les llegaba a las pantorrillas, y Alba se sentó para empapar todo su cuerpo cubierto de sudor hasta que Dídac, que se había situado debajo de la cascada, bajó chapoteando y se tendió ante ella, con la cabeza alzada. Se quedó quieto, contemplando como ella se lavaba los muslos, y, al cabo de un momento, preguntó:

—¿Cómo es que las chicas sois distintas? Alba le sonrió al darse cuenta de que sus propias palabras lo turbaban, y le dijo:

—Si todos fuésemos iguales, no habría ni hombres ni mujeres.

—¿A ti te gusta ser una chica?

Ella, ahora, se echó a reír.

—Sí, Dídac. Como a ti también te gustará ser un hombre. El muchacho asintió y volvió a mirarla.

—¿No te importa que te pregunte cosas?

Alba, que siempre había obtenido respuestas francas y honestas en su casa, lo tranquilizó:

—No, Dídac; puedes preguntarme todo lo que quieras.

Y aquella tarde, cuando ya habían comido y descansado, descubrieron una cueva no muy lejos de la cascada, y ambos se alegraron, puesto que aquel hallazgo les ahorraría tener que construir una barraca con troncos de árbol. Era un agujero lo suficientemente alto como para que no tuvieran que agacharse y de unos dos metros y medio de profundidad, donde incluso había una especie de banco, una losa plana adherida a dos piedras, que indicaba muy claramente una ocupación anterior, confirmada por el oscurecimiento del techo a consecuencia de algún fuego del cual ya no quedaba ningún rastro; quizás era un refugio de leñadores o de cazadores.

Alba lo miró todo detenidamente, examinó el grosor del techo de tierra, y dijo:

—Ya tenemos casa.

Y aquella noche, como sea que al llegar abajo ya era tarde, se quedaron a dormir en el linde del bosque, pero a partir de la mañana siguiente, y durante tres días, fueron subiendo todo aquello que habían recogido en las tiendas del pueblo. Lo tenían que trasladar a hombros, ya que el bosque era demasiado denso y de suelo demasiado accidentado como para introducir en él los carretones, que tuvieron que dejar en el camino.

Lo colocaron todo en el interior de la cueva, por si llovía, pero habían reunido tantas cosas que, pese a lo grande que era, no bastó para que, una vez llena, pudieran dormir en ella. Fue por esta razón por lo que, la última noche, cuando ya todo estaba arriba, decidieron que construirían también una barraca.

Y a la mañana siguiente pusieron manos a la obra, pero empezaron por la letrina, pues, como dijo Alba:

—No hay por qué ensuciarlo todo.

Con la azada y la azadilla abrieron por tanto una zanja a treinta metros de la cueva y fueron amontonando toda la tierra que habían sacado a un lado, con el fin de echarla dentro y así cubrir cada vez los excrementos.

Y fue al cabo de pocas horas cuando dejaron en libertad al Peque. Aquel era un lugar con muchos pájaros, la mayoría pajarillos, y el muchacho no se cansaba de seguir su vuelo de rama en rama y, a menudo, en el suelo, donde a veces se disputaban un gusano u otro manjar.

—Son divertidos, ¿verdad?

Alba dijo:

—Mira al Peque...

El jilguero, dentro de la jaula, que habían colgado de un saliente de raíz, estaba perchado, muy quieto, en una de las dos cañitas sujetas por alambre y, con un pitido melancólico, contemplaba también a los pájaros.

—Está triste, ¿verdad?

—Naturalmente; ve a los demás, y siente deseos de salir.

—¿Quieres que lo soltemos?

—Si.

—Pero yo lo quiero...

—Precisamente porque lo quieres, Dídac.

El muchacho vaciló un momento, como si reflexionase, y luego se dirigió hacia la jaula y la abrió. El jilguero, sin embargo, no se movió hasta al cabo de dos o tres minutos, en cuyo momento saltó a la puertecilla, lanzó un gorjeo y, después de mirar a uno y otro lado, emprendió un vuelo corto y torpe en dirección a la rama más próxima.

Y como sea que mientras comían Alba pensó que sería conveniente aprovechar los tablones del fondo de los carretones para construir con ellos un techo, al terminar bajaron otra vez al camino de abajo con las sierras y otras herramientas y se pasaron casi tres horas desmontando los pequeños vehículos.

Ya oscurecía cuando, cargados como mulas y con la ropa pegada al cuerpo por el sudor, atravesaron el riachuelo por el paso cercano a la cascada y amontonaron las maderas al lado de la cueva, donde la muchacha entró a buscar ropa a fin de cambiarse después de haberse lavado. Y estaba dentro cuando Dídac gritó:

—¡Alba! ¡Alba! ¡Mira!

El jilguero había vuelto a la jaula, donde, con todas las plumas ahuecadas, se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala como hacía siempre para dormir. Alba dijo:

—No cierres la jaula. Que entre y salga cuando quiera.

—Sí. ¿Verdad que ahora debe ser feliz?

Y, aunque habían subido las maderas con tanto esfuerzo, no construyeron la barraca. Eran demasiado cortas, y a Alba le pareció que quizá sería mejor abrir otro agujero, cerca de la cueva, y hacerlas servir como estanterías para tenerlo todo bien ordenado.

Se pusieron a trabajar con las azadas, convencidos de que avanzarían aprisa, pero no tenían las manos acostumbradas a trabajos de ese tipo y pronto empezaron a salirles ampollas que les obligaron a tomárselo con calma mientras no se les formaran callos protectores. Fue durante estos días de descanso cuando Alba empezó a leer el diccionario de medicina. Quería saber tanto como le fuera posible acerca del cuerpo y de sus dolencias por si algún día caían enfermos, ya que no tenían ningún médico al que poder acudir.

Y no terminaron, por tanto, la segunda cueva hasta al cabo de más de un mes, una mañana desapacible que amenazaba lluvia. Por el cielo se paseaban gran cantidad de negras nubes tras las cuales se agitaba una tormenta que descargó de madrugada, cuando los truenos, muy cercanos, los despertaron y obligaron a la muchacha a salir a buscar al Peque, que ya estaba empapado.

Al día siguiente seguía lloviendo, y llovió durante cuatro días y cinco noches; la atmósfera refrescó y cuando volvió a brillar el sol, ya hacía un tiempo casi invernal.

Tuvieron que ponerse los jerséis.

Y trasladaron sus posesiones a la cueva que habían hecho, donde ya habían instalado los estantes, pero una parte de los comestibles los dejaron con ellos, y Alba aprovechó la ocasión para hacer un inventario. Calculó que, racionándolos, tendrían para unos ocho meses, lo cual era mucho. Y al mismo tiempo era poco, porque en el bosque solamente había bellotas y piñas ahora que la estación de las moras y los madroños ya había transcurrido. También había aves, pero no disponían de armas para cazarlas; un poco tarde, Alba pensó que hubiera debido llevarse una escopeta de la armería.

Dídac, que la veía preocupada, le dijo:

—Y también hay raíces y hierbas que podemos comer. En casa tenía un cuento que hablaba de un muchacho perdido en una selva que vivía de eso.

Alba lo acarició.

—Sí, pero debía ser un cuento de hadas...

(49) Y estaban las setas, que aquel año fueron abundantes. Si bien muchas de ellas no se atrevían a cogerlas; Alba sólo conocía los mízcalos, las llenegas, las negrillas y los rovellones.

Primero salían a buscarlas con dos bolsas de plástico, y luego, cuando vieron que en ellas se rompían y aplastaban, con un cubo, que casi siempre llenaban, puesto que ella era hábil buscando setas y el muchacho aprendió en seguida. Hicieron tiras de unas piezas de ropa y, por la noche, hacían ristras que colgaban en la cueva que les servía de almacén.

También amontonaron muchas piñas y, más adelante, una mañana, encontraron trufas.

Aunque no las habían comido nunca, les parecieron buenas y a partir de entonces se dedicaron a buscarlas. Pero había pocas, o quizás ocurría que no siempre sabían hallarlas.

Durante aquellos meses, cada día conectaban un rato el transistor y escuchaban los chasquidos de la estática, ya que todas las estaciones seguían silenciosas, como para confirmarles que vivían en un desierto. A veces el muchacho hacía preguntas que ella no esperaba, como cuando dijo:

—Así, si un día nos morimos, ¿ya no quedará nadie?

—Confío que sí. Cuando seas mayor, tendremos hijos. Dídac se la quedó mirando con la boca abierta, sorprendido.

—¿Tú y yo? ¿Quieres decir que nos casaremos?

Y cuando ella asintió, exclamó con toda espontaneidad:

—¡Pero entonces tú serás vieja!

Ella le sonrió.

—Verás como no, Dídac.

Y por aquel entonces ya se habían organizado lo suficiente como para que Alba hiciera una especie de programa de estudios para el muchacho. Él ya leía bien, y escribía, pero no era cuestión de que aquella habilidad se le oxidase. Casi cada día, pues, dedicaba un rato a la lectura del libro de mecánica, una disciplina para la cual tenía mucha afición y que ella alentaba, ya que había de serles útil. También aprendía con facilidad las otras cosas que ella le enseñaba oralmente,` sin poder ayudarse de los textos con los que había estudiado en la escuela y que, por suerte, aún tenía frescos en la mente. Y cuando necesitaban escribir alguna frase o trazar algún. dibujo, lo hacían en el suelo, con la punta de un bastón, porque no disponían de papel.

Y fue por aquel tiempo, mientras los días se acortaban cada vez más y el frío aumentaba, cuando construyeron un rudimentario hogar en la cueva. Excavaron un agujero de dos palmos de profundidad por dos y medio de altura y tres de anchura y, a partir del ángulo exterior de arriba, abrieron diagonalmente una especie de canal que daba al exterior, lo revistieron con losas delgadas que tuvieron que ir a buscar más arriba, donde estaba el roquedal, amasaron fango para tapar las rendijas y, encima, clavaron una madera que lo sostuviera.

De noche, dentro, con el fuego encendido y una manta que colgaba de la entrada, siempre había un poco de humo, pero dormían calientes y confortables sobre la yacija de hierbas y ramillas tiernas que renovaban a menudo.

BOOK: Mecanoscrito del segundo origen
8.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Blood Rites by Elaine Bergstrom
Waterdance by Logston, Anne
Madame Serpent by Jean Plaidy
High-Riding Heroes by Joey Light
Fatal Fixer-Upper by Jennie Bentley
Empire of Bones by Terry Mixon
Demon's Plaything by Lydia Rowan
Second Chance Cafe by Brandy Bruce