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Authors: Manuel de Pedrolo

Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil

Mecanoscrito del segundo origen (4 page)

BOOK: Mecanoscrito del segundo origen
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Y de buena mañana, cuando ya no quedaban brasas, al despertarse se encontraban acurrucados el uno contra el otro, o abrazados, y se quedaban así un buen rato mientras fuera los pájaros empezaban a gorjear y la luz iba en aumento. Muchacha y chico se habían acostumbrado a dormir juntos desde el primer momento, y el contacto de sus cuerpos les hacía sentirse más acompañados.

Y a mediados de enero cayó una nevada que aquietó la tierra y bajó el cielo casi hasta rozar las copas de los árboles, y se calzaron las botas de agua, se pusieron ropa gruesa y corretearon por el bosque, ilusionados como dos chiquillos; pero la nieve persistió, se hizo monótona, y tuvieron que limpiar la entrada de la cueva con la azada.

No fue hasta entonces cuando Alba se entretuvo en clasificar las medicinas, muchas de las cuales no sabía para qué servían pese a las indicaciones de los prospectos que había en su interior. Pero tenía el libro para consultar todo aquello que no entendía y, poco a poco, se iba orientando.

Y el invierno fue duro, y largo, con heladas persistentes y mañanas muy frías, pero soleadas, en las que ellos se aplicaban a hacer leña para alimentar el fuego de la cueva y una hoguera que ahora, desde la nevada, tenían perpetuamente encendida a dos metros de la puerta, donde despejaron toda la broza y ampliaron el claro para no provocar un incendio.

El bosque era verde y misterioso y de los árboles colgaban multitud de gotas que caían lentamente en el silencio de una vida como suspendida que tan sólo ellos perturbaban con sus voces y, Alba, con las canciones que brotaban de sus labios cuando, arrodillada a la orilla del riachuelo, lavaba con las manos entumecidas y triste la memoria.

Y antes de la primavera tuvieron un día desgraciado, que medio inmovilizó a la muchacha durante un mes largo. Al ir a levantarse, después de una caída desde lo alto del margen, donde había resbalado, la pierna izquierda no le respondió y se dio cuenta de que bajo la piel tenía una protuberancia, como si desde dentro alguien estuviera empujando una parte dura que pugnaba por salir. Al tocársela, el dolor la hizo gemir.

En seguida comprendió que se había roto la tibia y, sin moverse, llamó a Dídac para que le trajera el diccionario de medicina y dos camisas. Allí mismo, cerca del torrente y ante el rostro preocupado del muchacho, buscó el artículo «fracturas», estudió un gráfico de la pierna y, sin perder tiempo, rasgó las camisas para hacer con ellas una especie de vendas.

Con los dientes apretados, puesto que la operación era dolorosa, fue hundiendo el hueso que sobresalía hasta que los dos extremos volvieron a coincidir y, con la pierna tendida, hizo que Dídac se la envolviera apretadamente desde debajo de la rodilla hasta cerca del pie. Entonces le hizo aserrar dos maderas pequeñas sobre las cuales, una vez colocadas, repitió el vendaje con las tiras de la otra camisa.

Y entonces, sin apoyar el miembro herido en el suelo, se arrastró hacia la cueva.

Y allí estuvo más de veinte días sin moverse, abrigando secretamente el temor de haber hecho mal la reducción y quedarse coja para siempre.

Dídac, que ahora tenía que ocuparse de la comida y del fuego, cortó con paciencia uno de los cubos de plástico para convertirlo en una especie de palangana donde ella podía hacer sus necesidades sin tener que alzarse demasiado, y después cortó y pulió dos muletas utilizando dos ramas en forma de horquilla, lo suficientemente resistentes como para que la muchacha pudiera apoyarse en ellas.

Nunca se alejaba demasiado, por si ella le necesitaba, pero Alba era sufridora y se entretenía muchas horas leyendo y moviendo el pie como recomendaba el libro. A veces, esto les hacía reír.

Y cuando ella empezó a salir, con las muletas que sustituían a la pierna enferma, Dídac no la perdía de vista durante todo el rato, por si vacilaba. Pero ella únicamente trastabilló las dos primeras veces, más que por otro motivo por culpa de la pierna sana que, durante aquellas tres semanas, parecía haber perdido la costumbre de andar. En la otra hacía días que sentía un picor tan molesto que de buena gana se hubiera sacado los trapos para poder rascarse, y ella lo resistía como había resistido el dolor de las primeras noches, del mismo modo como se había sobrepuesto al traumatismo de aquel otro día, ahora le parecía tan lejano en el tiempo, cuando se encontró con el pueblo destruido, la gente muerta, y tuvo el coraje de volver a empezar.

Y el primer día que puso el pie en el suelo y dio unos cautelosos pasos, aún con una muleta por si era necesario, vio que había hecho un buen trabajo y que el hueso estaba bien soldado.

Se arrancó las vendas y las maderas y los dos, ella y Dídac, se quedaron mirando largo rato la lisura de la pierna pálida, donde la piel parecía más fina.

El muchacho dijo:

—No se nota nada, ¿verdad?

Pero ella, tocándose con los dedos, palpó una leve irregularidad, como si uno de los extremos montara una fracción de milímetro sobre el otro. La diferencia no debía ser muy importante, ya que pronto vio que no cojeaba, como había temido.

Y ahora volvía a hacer buen tiempo y el bosque se despertaba de su letargia invernal. Por todas partes había nuevos brotes, el caudal del riachuelo había aumentado, y volvían a oírse los chillidos de los pájaros que se preparaban a aparearse.

El Peque, que se había pasado todo el invierno prácticamente en la jaula, desapareció, y ya creían haberlo perdido para siempre cuando una mañana Dídac le gritó a Alba:

—¡Míralo, tú!

Había vuelto con otro jilguero, sin bien ahora no parecía dispuesto a reintegrarse a su refugio. La pareja escogió unas zarzas altas e hizo allí su nido. Alba y Dídac se sintieron felices.

Y hacia mediados de mayo las provisiones habían menguado tanto, pese al racionamiento impuesto por Alba, que decidieron bajar de nuevo al llano, donde no habían estado en todo el invierno. Al otro lado del camino se extendía una plantación en la cual alternaban los almendros y los olivos. Nadie había recogido su fruto, y al pie de los árboles se veía toda una dispersión de olivas arrugadas en torno al hueso, inaprovechables, y almendras desprendidas de la cáscara exterior. En algunos puntos los granos de trigo caídos de las espigas de la recolección del verano anterior habían fructificado, y ahora se alzaban multitud de pequeñas manchas donde ya granaba el cereal. La muchacha dijo:

—Es una lástima que no tengamos ninguna hoz...

—¿Segaríamos?

—Sí. Ahora tendremos que hacerlo con las manos, si podemos.

Recogieron dos bolsas de almendras y, durante un par de semanas, repitieron diariamente el viaje. Y cada día descubrían cosas nuevas: higueras, una viña, nogales unos cuantos melocotoneros... Si querían aprovecharlo todo se les avecinaba un verano y un otoño de mucho trabajo...

Y en julio empezaron la siega con unas tijeras. Cortaban los tallos al nivel de la espiga y, arriba, extendían la cosecha en un claro limpio del bosque a fin de que terminara de secarse. Era una tarea ingrata y lenta que les ocupaba casi de sol a sol. Vestidos los dos con una simple camisa que les protegía el cuerpo del sol y dejaba circular libremente el aire por encima de la piel sudada, iban llenando bolsas de plástico a lo largo de los bancales, débilmente sombreados por los árboles, y al mediodía corrían hacia el riachuelo, allí llano, donde se refrescaban antes de la pausa de la comida en cualquier lugar de mullida hierba. Y ahora que volvían a verse desnudos.

Alba observó que habían adelgazado durante el invierno.

—Se te marcan todas las costillas, Dídac. Con las comidas que hacemos y con lo que has crecido...

—¿He crecido? Yo no lo noto.

—Es natural. Debemos haber crecido los dos.

—Tú tienes los pechos más grandes, ¿eh?

—Quizá sí. O quizá lo parecen porque estoy más flaca. Mientras no pillemos una anemia...

Pero ambos se sentían fuertes, y después volvían a ponerse la camisa para estar bajo el sol y seguían trabajando hasta su puesta.

Y a finales del verano la muchacha estaba tan morena que un día Dídac le dijo:

—Ahora casi eres tan negra como yo...

—Es que tú lo eres poco.

—¿Y cómo hay gente negra y gente blanca?

—Por un pigmento de la piel. He leído que se llama melanina.

—A mí me gustaría más ser blanco.

—¿Por qué? El negro es muy bonito.

—Pero en el pueblo los chicos se burlaban de mí. Y algunos mayores también.

—Ahora no te ocurrirá más. Solamente estamos tú y yo.

—¿A ti no te importa que yo sea negro?

—Ya sabes que no. ¿Y a ti no te importa que yo sea blanca?

—¡Oh, no!

—Somos la última blanca y el último negro, Dídac. Después de nosotros, la gente no pensará más en el color de la piel.

Y se quedó pensativa, porque aún no se le había ocurrido que, si por azar no quedaba nadie mas el mundo futuro podía ser totalmente distinto.

Capítulo 2
Cuaderno del miedo y de lo extraño

Alba, una muchacha de quince años, virgen y morena, se quedó inmóvil al borde de los matorrales que acababa de separar y, sin volverse, dijo:

—Mira, Dídac.

El muchacho saltó a su lado y también se detuvo.

—Una masía...

Se hallaban a unos tres kilómetros de la cueva, siguiendo el bosque hacia el norte, paralelamente al roquedal, y nunca se habían aventurado tan lejos. La casa estaba inmediatamente debajo, en la hondonada de tierras de cultivo que interrumpía la loma, y detrás había un camino.

A continuación de la construcción principal, demolida, se veía una especie de cobertizo largo y más bajo cuya techumbre apenas había sufrido daños. Delante, cerca del pozo donde colgaba un cubo, había una máquina de segar y trillar. Dídac miró a la muchacha.

—¿Bajamos?

Ella, sin moverse, olisqueó, pero no se notaba ninguna clase de hedor, pese a que el aire soplaba hacia ellos. Quizás era debido a que los muertos estaban muy sepultados bajo los escombros. Dijo:

—Probémoslo.

Y no había nadie, ni vivo ni muerto. Fueron acercándose a través de lo que había sido la era cuando aún se batía con animales, hicieron una pausa cerca del pozo, y entonces, tras unos cuantos pasos más, se plantaron donde había estado la puerta. Aún estaba, pero los escombros, dentro, formaban una montaña que había hecho saltar las bisagras sin llegar a abrirla, porque los batientes estaban unidos por la cerradura. Alba murmuró:

—No lo entiendo... Como no sea de noche, en las masías siempre tienen la puerta abierta.

Dieron la vuelta a la construcción por el lado opuesto al cobertizo y, olisqueando de nuevo, se metieron por un agujero. La nieve, las lluvias y las heladas habían completado la obra destructiva, pero no se veía ningún miembro humano que sobresaliera por entre los escombros ni se sentían olores de descomposición. En el momento de la catástrofe, la casa estaba deshabitada.

Y al salir de nuevo afuera comprendieron que no podía haberlo estado, ya que no muy lejos había dos gallinas que, al verles, huyeron alborotadamente. De noche se debían cobijar en el corral, en cuyo gallinero había montones de trocitos de cáscaras de huevo; seguro que se los comían.

En una jaula cercana contaron siete esqueletos de conejo que aún conservaban parte de la piel. A Alba le pareció que, para una casa de campo, eran pocos, y entonces atinó:

—Ya lo sé: ¡habían ido al mercado! Aquel día había mercado en Vilanova.

La ausencia de animales de tiro parecía confirmarlo; en aquel tiempo aún había muchos payeses en las masías que iban al mercado en carro.

Y en el cobertizo, cuya puerta tuvieron que forzar, se encontraron con un tractor y con multitud de ristras de ajos y sacos de patatas que se habían agrillado y que solamente eran aprovechables en parte.

El vehículo no funcionaba pese a que aparentemente se veía en buen estado y el depósito estaba lleno. Alba preguntó al muchacho:

—¿Serías capaz de repararlo?

—Creo que sí. ¿Pero para qué lo queremos?

—Para irnos de aquí, Dídac.

Las ruedas eran macizas y, con él, no tendrían problemas de neumáticos. Y podrían desviarse por los campos, si encontraban las carreteras obstruidas.

—Tienes todo un año para estudiar qué es lo que le falla.

—¿Quieres decir que nos quedaremos aquí?

—Si el agua del pozo es buena, sí. Estaremos mejor que en la cueva, ¿no?

Y el pozo estaba lleno de agua clara y fresca que, al probarla, les gustó; una tela densa, de cedazo, había impedido que cayeran en él animales o porquerías, pese a que en el pozal se veían excrementos de pájaros y de gallinas. La familia que había ocupado la casa debía ser ordenada y limpia, como lo corroboraba también el pequeño pajar al otro lado de la era; pese a que apenas debían haber acabado de trillar, ya se habían preocupado de enfangarlo y, debajo, la paja era blanca y bien conservada.

Sacaron un poco para hacer una yacija a cubierto y los dos se revolcaron en ella, juguetones, antes de dormirse para pasar su primera noche en la nueva casa.

Y a la mañana siguiente, a primera hora, volvieron a la cueva para ir transportando sus bienes: la comida que aún les quedaba, las armas, los fármacos, la ropa y las herramientas. Emplearon para ello cuatro jornadas completas, y la última tarde se bañaron por última vez en la cascada del riachuelo. Dídac hubiera querido decirle adiós al Peque, pero hacía tiempo que no lo veían y Alba suponía que debía haber muerto. Aquella noche, al llegar a la masía, pudieron salvar el primer huevo.

Y a la mañana siguiente les despertó la lluvia, puesto que en el cobertizo había goteras y caía un buen chaparrón. Lo aprovecharon para apoderarse de las gallinas, acobardadas, y las encerraron en una de las jaulas de los conejos que la muchacha limpió con unos puñados de paja mientras Dídac sujetaba las aves por las patas, cabeza abajo.

No se explicaban como aquellos animales habían podido vivir tanto tiempo sin disponer de agua con regularidad, y ahora les colocaron un pote lleno y las alimentaron con espigas de las que habían segado hacía tiempo; había que quitarles la costumbre de comerse los huevos.

Y aquella misma semana, al cesar la lluvia, que duró un par de días con breves interrupciones, reforzaron la techumbre del cobertizo con tejas recuperadas de los escombros de la masía.

Fue mientras lo hacían cuando a Alba se le ocurrió que sería conveniente limpiar toda la casa, convencida como estaba de que encontrarían muchas cosas que podrían aprovechar.

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