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Authors: Manuel de Pedrolo

Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil

Mecanoscrito del segundo origen (2 page)

BOOK: Mecanoscrito del segundo origen
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Calle tras calle, de un extremo al otro del pueblo, Alba y el muchacho, cogidos de la mano, fueron explorando un escenario que se repetía sin imaginación y por el cual, de vez en cuando, dejaban oír la llamada de sus voces trémulas por si había alguien, agonizante o simplemente atrapado por los escombros, que pudiera dar señales de vida. Y siempre les contestaba el silencio, únicamente perturbado por el silbido de los surtidores que regaban la calle.

Y Alba se sorprendió de la forma en que se había producido la destrucción. Porque poco a poco fue observando que, con escasas excepciones, donde quedaba un trozo de pared erguido o los restos de una techumbre que se mantenía en equilibrio inestable sobre el vacío, la acción que deshizo las casas había obrado uniformemente; por todas partes, los pisos bajos se hubieran salvado sin el peso de la caída de los superiores, que reventó los techos y los inundó desigualmente de escombros, según la altura del edificio o la resistencia que los mismos techos podían ofrecer.

Incluso a sus ojos inexpertos, aquello parecía el resultado de una vibración lo suficientemente poderosa como para agrietar las paredes superiores y en consecuencia abatirlas, pero demasiado débil como para sacudir los muros más próximos a los cimientos, donde los daños habían sido ocasionados por el material caído de arriba. Sin embargo, ¿qué tipo de vibración podía haber sido aquella que golpeó a las personas y las abatió con tanta unanimidad? ¿Y por qué había respetado a los insectos y a las aves?

Y las preguntas se fueron multiplicando cuando desembocaron en la carretera que atravesaba los arrabales de Benaura y vieron los coches y los camiones que debían haberse inmovilizado en seco y tras cuyos parabrisas había todo tipo de personas desconocidas que jamás debían poder imaginar que morirían en aquel pueblo para ellos extraño.

¿Quizás el destino del pueblo había sido compartido por otras ciudades del país? ¿Se hallaban ante una catástrofe más intensa de lo que creían, total? El propio Dídac hizo eco a su angustia preguntando:

—¿En todas partes ha ocurrido lo mismo, Alba? Tenía el rostro como estrangulado por el miedo, y la muchacha se dio cuenta de que su cuerpo desnudo sangraba por numerosas huellas rojas, los rasguños que había recibido. Y el de ella también. Dijo: —Pronto lo sabremos. Pero primero vayamos a vestirnos.

Y volvieron a la plaza, donde, bajo los porches, había una tienda en la que vendían ropas de todas clases y a la cual pudieron entrar por uno de los escaparates. Dentro, el dueño, la dependienta y dos clientes ocupaban lugares casi simétricos a un lado y otro delmostrador, sobre el suelo de baldosas amarillas, y al fondo había un gato blanco con el cráneo partido por un cascote del techo.

Alba tomó unos pantalones para el muchacho, unos shorts para ella, dos camisas de colores chillones y una toalla. Se quitó los harapos que apenas cubrían su vientre y los dos se lavaron en un surtidor que se alzaba entre dos piedras. Ni el uno ni el otro se avergonzaban de su desnudez, él porque era inocente y la muchacha porque siempre había sido honesta y en su casa le habían enseñado a carecer de hipocresía.

Después se vistieron con la ropa limpia y se calzaron unas alpargatas de entre el gran montón que llenaba aquellos mismos porches, un poco más abajo, donde el alpargatero siempre colgaba una gran cantidad en dos hierros que ponía y quitaba cada día.

Y seguidamente entraron en la armería por un agujero de la parte de atrás, donde el hombre y alguien más yacían bajo los escombros con los pies fuera, sumergidos en un charco de agua; tomaron unos prismáticos y se fueron hacia un cerro de las afueras, no más elevado que la casa más alta del pueblo, donde estaban los depósitos, ahora muy bajos de nivel, puesto que el agua escapaba por las grietas e inundaba los campos vecinos.

Desde allá arriba, Alba confirmó que su pueblo no había sido escogido al azar o favorecido especialmente. A cuatro metros de distancia, el pueblo vecino, que de hecho estaba a seis kilómetros, se había convertido también en un laberinto de escombros. Y más lejos, a doce kilómetros, aún pudo ver, si bien no con tanta precisión, la antigua colonia fabril que con los años se había transformado en un pueblo grande. últimamente habían construido allí un modesto rascacielos, de seis pisos, y también sobresalía la torre del campanario; ahora, sin embargo, no estaban, y ningún tejado brillaba bajo el sol.

Dídac, que estaba a su lado, dijo con voz muy tenue:

—¿No hay nadie, Alba?

Ella bajó los prismáticos y le apretó la mano.

—No, Dídac, no hay nadie.

Y al cabo de veinte minutos ya sabían también que los teléfonos no funcionaban, que no había electricidad, y que las emisoras de radio habían enmudecido, puesto que ninguna de ellas, ni del país ni extranjeras, acudió a la cita de su búsqueda en el transistor que encontraron en un rincón del dormitorio de una casa de la Calle Ancha, donde tan sólo se había salvado una mesilla de noche y el aparato.

Dídac, cuyo rostro se veía cada vez más demudado, gimió:

—¿Qué vamos a hacer, Alba?

Ella pasó un brazo por sus hombros en un gesto animoso y, sin abandonar la pequeña radio que pensaba llevarse, le dijo:

—Saldremos de esta, Dídac; no te desanimes.

—¿Pero qué podemos hacer, solos?

—Muchas cosas. Para empezar, comeremos.

No tenían hambre, pero Alba sabía que les esperaba una jornada muy dura, y estaba dispuesta a luchar; siempre había sido una muchacha decidida.

Y comieron en una tienda de comestibles de la esquina de la Calle Mayor, entre los anaqueles llenos de frascos y latas de conserva y bajo una vara larga, cargada de jamones y de muchas clases de embutidos, que por un extremo se había desprendido de su soporte y colgaba sobre la báscula.

Comían poco a poco, por obligación, y los bocados se atoraban en su boca, necesitaban hacer un esfuerzo para tragárselos, incluso cuando abrieron una botella de agua mineral para facilitar la deglución. Ambos tenían el estómago revuelto y el corazón comprimido.

A Alba, ahora que se había concedido un momento de descanso, le preocupaba sobre todo lo que siempre había oído decir a la gente del pueblo: que después de las guerras y los desastres, siempre se producen epidemias de gripe, tifus, quizá de cólera...

Los muertos, reflexionó entonces. En Benaura había más de cinco mil cadáveres, una buena parte de ellos sin enterrar, y se irían pudriendo, fermentando; durante días y días, meses y meses, el aire estaría impregnado por el hedor de los cadáveres, saturado de gérmenes pestíferos que ellos inhalarían si no se decidían a huir muy lejos de los lugares habitados, puesto que por todas partes debía ser igual.

Y Alba tomó un trozo de papel de estraza y una punta de lápiz que encontró en el mostrador y comenzó a escribir, con la espalda apoyada contra la pared. Dídac le preguntó:

—¿Qué anotas?

—Estoy haciendo una lista de cosas. Porque tenemos que irnos.

—¿A dónde?

—Lejos. Al bosque.

Era el lugar más indicado. Empezaba a cinco kilómetros del pueblo y se extendía, casi en llano, hacia las montañas del fondo, donde los árboles cedían su lugar á la piedra. Había estado dos veces allí, de excursión, y recordaba que había un riachuelo. Tendrían, pues, el agua asegurada durante todo el tiempo que fuera necesario, quizá dos o tres años.

—Allí estaremos seguros. Entre los muertos no se puede vivir, ¿sabes?

—¿Iremos en coche?

—Con tal de que podamos ponerlo en marcha...

Dídac se animó:

—Yo sé hacerlo. Lo he visto muchas veces en el garaje de Josep, debajo de casa.

Y cuando hubieron comido, regresaron a la carretera, sacaron el cadáver de una mujer de detrás del volante de un Chevrolet, y Dídac subió al coche para ponerlo en marcha. Pero ya lo estaba. Lo estaban todos y, debido a ello, no funcionaban. El muchacho se sorprendía:

—¡Es extraño! Lo estoy haciendo bien...

—Quizá los aviones estropearon los motores.

—Si supiera un poco más de mecánica... Sé donde hay un libro.

Pero no podían demorarse, porque Alba quería llegar al bosque aquella noche y ya eran las tres de la tarde. Dijo:

—Cuando veníamos hacia aquí he visto dos carretones de mano en el almacén del maestro de obras; nos servirán.

Dídac dejó los coches a regañadientes y la siguió.

Y sacaron de entre los escombros los dos carretones, que habían servido para transportar tablones y materiales de construcción, y se dirigieron en primer lugar a la ferretería más grande de Benaura, un local que no tenía pisos encima y tan sólo había perdido la techumbre y una pared.

Con cuerdas hicieron un entramado en la parte de atrás y de delante de los pequeños vehículos de dos ruedas para que no se cayera nada, y cargaron en ellos dos cubos, dos sierras, una azada, una azadilla, dos martillos y muchos clavos; unas sartenes, unas parrillas, dos ollas, dos potes, cuatro vasos, seis platos, todo de aluminio, cubiertos de acero inoxidable y cuchillos y tijeras. En el último momento añadieron dos hachas.

Y en el cuartel de la guardia civil, entre el río y el cementerio, un enorme caserón con planta y piso donde había un agujero que, desde el patio, los llevó hasta la armería,

se apoderaron de dos máusers y dos armas cortas; pero después tuvieron mucho trabajo en encontrar las municiones, que estaban sepultadas bajo un tabique, tras el despacho donde el teniente se había quedado con la cabeza reclinada sobre los brazos apoyados en la mesa, como si durmiera.

Y en la tienda de comestibles, a donde volvieron, cogieron conservas de todas clases, dos jamones, un cesto de embutidos, seis quesos, una caja de jabón, leche en polvo, mermeladas, botellas de licor, aceite, sal y fruta. También se llevaron el lápiz con el que Alba había confeccionado su lista, un bolígrafo que les apareció en un cajón, y un montón de bolsas de plástico.

Y la siguiente parada fue ante la farmacia vieja, a la cual tuvieron que descolgarse por el techo y no sin peligro de quedar sepultados, con objeto de hacer acopio indiscriminadamente de un montón de medicinas que Alba dijo que estudiaría con ayuda de un recetario que descubrió en el armarito de la trastienda, donde también había un diccionario de medicina, grueso y repleto de ilustraciones.

Y camino de la tienda de electrodomésticos, se les ocurrió entrar en el estanco, ante el cual pasaban, y allí se proveyeron de cajas de cerillas y de encendedores y llenaron dos bolsas con una previsora cantidad de paquetes de tabaco, porque Alba sabía que el humo aleja a los insectos, y el bosque estaría lleno de ellos. También tomó de allí otro bolígrafo.

Y al establecimiento de electrodomésticos no pudieron entrar de ninguna manera, ya que se hallaba en los bajos de una de las casas más altas de Benaura y estaba totalmente invadido por los escombros; pero no muy lejos había una lampistería que les permitió proveerse de linternas eléctricas de mesa y de bolsillo y de un buen puñado de pilas de recambio que metieron en otra bolsa de plástico.

Y entonces se fueron a la tienda de ropas donde unas horas antes se habían vestido, y de las bien colmadas estanterías fueron sacando todo lo que necesitarían: mantas, camisetas, bragas, calzoncillos, camisas, calcetines, pañuelos, pantalones, jerseis, dos chaquetas, un impermeable y una gabardina para cada uno... Afuera, cogieron más calzado de la alpargatería y dos pares de botas de agua.

Y para entonces los carretones estaban ya tan llenos que Dídac, pese a que para sus años era un muchacho robusto, no podía arrastrar ninguno de los dos. Alba se situó, pues, entre las varas, y así fueron llevándolos uno tras otro hasta la salida del pueblo, donde los dejaron para ir a buscar aquel libro de mecánica. Pero por el camino Dídac dijo:

—También quiero al Peque.

La muchacha, que temía que pudiera afectarle ver de nuevo a su madre, aprovechó que ya estaba oscureciendo para contestarle:

—Es muy tarde, Dídac... Si acaso, para ganar tiempo, haremos una cosa: tú vas a buscar el libro y yo al Peque.

Y de esta forma Alba pudo ir sola al vecindario donde había vivido siempre y donde ahora reposaban los suyos.

Tomó la jaula donde el Peque se estaba adormeciendo, acarició la fría mejilla de Margarida como despedida y, al salir, hizo una pausa delante de su perdida casa. Apretó suavemente la mano plana contra la cerradura, como si la acariciara y, anegada por un sentimiento de ternura y de pesar, murmuró:

—Adiós, queridos míos...

Y después de haber reordenado la carga, que lo necesitaba, cuando ya casi eran las ocho emprendieron el camino hacia el bosque, donde no llegarían aquella noche, ya que era un camino de carro lleno de roderas, en las cuales, durante las tres horas siguientes, se hundieron más de una vez. Ella delante, tirando, y Dídac detrás, empujando, hicieron avanzar sucesivamente los dos carretones de kilómetro en kilómetro, a fin de alejarlos del pueblo, a donde ni Alba ni el muchacho querían regresar.

Con la llegada de la noche, el cielo se encendió en dos lugares distintos, donde debían estar ardiendo pueblos, y aquello hacía más salvaje la oscuridad por la cual avanzaban en silencio, concentrados en un esfuerzo tan insostenible que, al final, hacia las once, los músculos, rebeldes y demasiado doloridos para responder a la voluntad, les obligaron a detenerse al pie de un cerro donde, bajo unos árboles, había una extensión de hierba.

En aquel momento estaban a tres kilómetros de Benaura.

Y sentados en una ribera, con los pies desnudos y llagados de haber caminado por entre escombros, comieron queso y manzanas de los alimentos que llevaban, y Dídac dijo:

—¿Crees que ha sido un castigo de Dios, Alba?

—¡Por supuesto que no, Dídac! ¿De dónde has sacado esa idea?

—Como que a veces, en el púlpito, el cura decía que en el pueblo había muchos pecadores y que Dios los castigaría...

—¿Eso predicaba?

—Sí. Como tú no ibas a misa... ¿Por qué no ibais vosotros? Alba, cuyo padre había estado incluso en prisión, pese a no haber asesinado, ni robado ni estafado nunca a nadie, contestó:

—Quizá por eso, Dídac, para no tener que escuchar esa clase de prédicas.

—¿Qué quieres decir?

—Que no puede ser que tú y yo seamos los únicos justos, Dídac.

El muchacho calló, meditabundo.

Y extendieron una manta al borde de la ribera, donde el suelo era llano bajo la hierba, se tendieron uno al lado del otro, y se cubrieron con otra manta a fin de protegerse del frescor de la noche. Pero a Alba le costó dormirse. Dentro de ella latía un dolor intenso que ahora la hallaba sin resistencia y la obligaba a preguntarse qué pretendía con aquella idea de ir al bosque y si no era ridículo que ella, una chica, quisiera seguir viviendo cuando todo el mundo había muerto y no le esperaba ningún futuro.

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