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Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Mediohombre (8 page)

BOOK: Mediohombre
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Los buques ingleses abrieron fuego sobre el fuerte de San Luis. Sin duda, consideraban prioritario romper las baterías del fuerte y hacia él dirigieron toda su potencia artillera. Sólo tres fragatas se acercaron hasta los navíos de línea españoles y abrieron fuego contra ellos. Con escaso acierto para los ingleses: si bien en estos primeros instantes de la contienda una bala llegó a impactar directamente sobre la cubierta del Galicia y otra sobre la del África, el fuego contra los navíos no hizo demasiado daño. No había heridos ni daños excesivos, y sí unas enormes ganas de enviar perros ingleses al fondo del mar.

—¡Fuego! —ordenó un oficial a bordo del Galicia.

Los cañones del buque insignia dispararon de uno en uno y desde proa a popa. Cada cañón estaba servido por ocho hombres que sabían perfectamente cuál era su cometido. Los primeros disparos son siempre los mejores: aún nadie ha muerto y cada acción se ejecuta por los brazos a los que ha sido encomendada. La carga se hace rápido, la colocación de la pieza en la batería es casi inmediata y los disparos son certeros. Todos hacen lo que deben y hasta el muchacho que se encarga de traer cartuchos de pólvora de la Santa Bárbara cree que la mole de madera y hierro ha sido domesticada.

Sin embargo, a un cañón de a treinta y seis libras no lo domestica nadie. Es un animal salvaje que tiene vida e intenciones propias y que, en cuanto los que lo manejan se descuidan, lanza un zarpazo mortal y engulle la pierna de un artillero, un brazo, la vida entera si se le ha hecho enfadar demasiado.

Pero en el Galicia, en el San Carlos, en el Neptuno y en el África todavía las tripulaciones se hallaban intactas y la moral alta.

Tras tres o cuatro andanadas, una de las fragatas inglesas comenzó a mostrar problemas. Las balas provenientes del San Carlos y del África habían dañado seriamente su casco y había perdido gran parte de la arboladura. La fragata viró y desde el África escucharon cómo los oficiales de guerra ingleses se desgañitaban sobre la cubierta para que los artilleros continuaran disparando.

Desde el San Carlos le enviaron una nueva andanada y al menos tres balas impactaron en el casco y una en el palo de mesana. Aquello era más de lo que la fragata podía soportar y su capitán comenzó a retirarse muy despacio.

Mientras tanto, en el fuerte de San Luis no estaban teniendo tanta suerte. El castigo de los cañones ingleses estaba siendo muy duro y se hallaban bajo una continua lluvia de balas y metralla que causaba bastantes heridos.

Desnaux rezaba para que la noche se les echara encima y los ingleses les dieran un respiro. Cierto era que en ningún momento habían dejado de disparar, pero la mayor parte de las veces sus balas no hacían blanco y caían al mar. Por algún motivo, la fortuna no les estaba sonriendo.

—¡Un herido! ¡Médico! —se oía gritar entre el polvo.

—¡Otro herido aquí! —gritaban por otro lado.

A última hora de la tarde el caos reinaba en las baterías del San Luis. Demasiados heridos y demasiado polvo. Un olor intenso a pólvora quemada y la mayor parte de los cañones servidos por dotaciones incompletas. Desnaux ordenó que dejaran de disparar. En aquellas condiciones, lo único que lograban era gastar munición inútilmente. Aguantarían como pudieran confiando que el fuego lanzado desde los navíos de línea contuviera el ataque enemigo.

Cuando por fin oscureció, Desnaux comprobó que los ingleses no tenían intención de retirarse. Aun en completa oscuridad, iban a seguir disparando durante toda la noche.

* * *

Lezo aprovechó un momento de cierta calma para tomar un bote y desembarcar en el fuerte de San Luis. Se había dado cuenta de que, desde hacía un buen rato, sus baterías habían enmudecido y quería conocer de primera mano el motivo por el que algo así había sucedido.

Que dispararan sin cuartel. Esa había sido su única orden. No pidió otra cosa. Disparar y disparar, y demostrar a los ingleses que si querían conquistar la plaza, no les resultaría fácil. Había que trabajar duro y de continuo para que no quedara duda de su talante en esta batalla. ¡Muertos o vencidos, pero nunca rendidos!

Y ahora en el San Luis ya no disparaban. De lo cual Desnaux debía responder ante Lezo. Hecho que, por cierto, el coronel sabía que sucedería desde el preciso instante en el que detuvo las baterías.

—Sé de sobra cuál era su orden —trató Desnaux de convencer a Lezo cuando se entrevistaron en una estancia situada al norte, lejos de los disparos enemigos— pero, dada nuestra incapacidad para hacer blanco en el enemigo, consideré que lo más oportuno era ahorrar munición. Además, señor, ni siquiera disponía de los hombres necesarios para disparar los cañones. Tenemos muchos heridos y es necesario recomponer la disposición de los artilleros en las baterías.

Lezo escuchaba con su solo ojo puesto en Desnaux. No parpadeaba, no respiraba, no se movía uno solo de los músculos de su rostro.

—Creí que detener los disparos constituía la mejor opción dadas las circunstancias, señor —concluyó Desnaux—. Y es lo que hice.

El coronel no mostraba signos de amilanarse ante la presencia fantasmal de un Lezo iluminado a la luz de las velas. Había luchado muy duro durante muchas horas junto a sus hombres. Hombres valientes a los que no había arredrado lo imposible de la misión encomendada. No, al contrario. Todos y cada uno de ellos lo habían ofrecido todo en la batería. Todo y sin descanso. Hasta que una bala o un trozo de metralla los había dejado malheridos. Incluso, Dios no lo quisiera, a esta hora, muertos.

No iba a disculparse por tomar una decisión sensata y acorde a lo vivido cuando fue tomada. Ni se arrepentía ni pensaba pedir perdón. Su grado era de coronel y, en ausencia de Lezo o del mismísimo virrey, él era la autoridad en el fuerte de San Luis. Podía tomar decisiones siguiendo su propio criterio, incluso cuando esas decisiones contravinieran las órdenes dadas. Siempre y cuando, por supuesto, existiera razón suficiente para ello.

Algo que Desnaux creía que había sucedido pero que Lezo, desde luego, no.

—¡Yo no he ordenado que se deje de disparar! —rugió el almirante—. De hecho, mi orden suponía todo lo contrario. Fuego sin descanso contra el enemigo.

—Tomé esa decisión porque nuestra situación en el momento de tomarla así lo recomendaba. Era lo mejor que podíamos hacer. Parar y recomponer nuestra defensa.

—Parar no es una opción. Debemos disparar siempre. Siempre que haya un navío inglés a tiro. Me da igual si las balas les pasan por encima. Quiero que sepan que estamos dispuestos a hacer fuego siempre. Siempre significa siempre.

Desnaux no iba a ceder. No, al menos, tan pronto.

—No nos sobra munición, señor —argumentó.

—Todavía no hay un solo casaca roja en tierra, de manera que podemos ser aprovisionados desde la plaza.

El coronel hizo un gesto de desaprobación.

—Eslava no nos dará todo lo que le pidamos.

Lezo golpeó con fuerza el suelo con su pata de palo.

—¡Eslava hará lo que yo le diga! ¡Por mis muertos que sí! La defensa de la plaza la dirijo yo. Nadie más que yo. La estrategia la trazo yo y la conveniencia de los aprovisionamientos la decido yo. Mientras nadie me releve de mi puesto, así es y así será. Y usted está bajo mi mando, de manera que obedecerá mis órdenes, incluso si no le parecen adecuadas.

—Con el debido respeto, señor, el San Luis se halla mandado por mí. Yo tomo las decisiones en esta fortificación. Y así lo haré guiado por Dios y mi conciencia.

—Deje a Dios fuera de todo esto, Desnaux. El no bajará a disparar los cañones. Este es un trabajo que debemos realizar nosotros.

La blasfemia de Lezo no impresionó a un hombre tan duro y tan experimentado como el propio almirante. Ambos se sostuvieron la mirada con dureza. Todavía se escuchaba el ruido de las bajas enemigas, aunque, por suerte, tanto la frecuencia de disparo como el acierto en sus objetivos habían menguado considerablemente.

—Dios no es inglés —dijo Desnaux.

—No lo sé, coronel, no lo sé —repuso, más calmado, Lezo—. De lo que sí estoy seguro, completamente seguro, es de que Dios no acudirá en nuestra ayuda. Quizás tampoco en la de ellos. Desconozco de qué parte está, pero lo que sí sé es que no nos dará nada que no logremos por nuestros propios medios. Me basta con que no se inmiscuya y me deje hacer mi trabajo.

Nuevamente, el tono desafiante de Lezo dejó indiferente a Desnaux. Todos estaban demasiado cansados. Incluso el propio Lezo daba muestras de agotamiento.

Un oficial abrió la puerta de la estancia, solicitó permiso para entrar y se acercó a los dos hombres.

—Los navíos ingleses se están retirando. Parece que finalizan la campaña por hoy.

Lezo respiró con cierto alivio. Si los ingleses volvían hacia mar abierta, podía dar por zanjada la discusión con Desnaux sin capitular él ni obligar al coronel a hacerlo. Mejor así. Sabía de sobra que Desnaux era un hombre fiel y que su criterio, por lo general, resultaba acertado. No le faltaba experiencia y se había batido con honor en decenas de ocasiones. Pero no era un estratega. Si lo situaba al frente de un par de regimientos de infantería sería capaz de abrirse paso hasta el mismísimo infierno. Pasando a bayoneta a cada demonio que hallara en su camino. Sin descanso, hasta la muerte o la victoria final. Sí, sus hombres le seguirían fielmente porque Desnaux no era un imbécil. Y algo así no pasa desapercibido para la tropa. Se sabe cuándo quien te guía lo hace con conocimiento de causa y cuándo te envía a una carnicería absurda. Habitualmente, a la mayor gloria del cabrón que empuña el sable y ostenta el mando.

Sin embargo, Desnaux carecía de visión global en la batalla. Eso era, al menos, lo que Lezo opinaba. Su visión no era de pájaro, sino de jabalí. Si te enfilaba con sus tropas, podías darte por muerto. Pero no sabía contemplar la magnificencia de una batalla desde todos los puntos de vista.

—Parece que, por fin, dispondremos de algo de calma —dijo Lezo.

—Los hombres necesitan descansar. Llevan más de dos días trabajando sin respiro.

—De acuerdo —convino Lezo—, que duerman unas horas. Quiero las mentes despejadas a primera hora de la mañana. Los ingleses se han retirado para recomponer sus filas, eso es todo. No pueden remplazar sus navíos dañados en la oscuridad de la noche.

Desnaux aprovechó el comentario de Lezo para relajarse:

—No me negará que esos malditos bastardos han recibido su parte… Llevan al menos dos navíos seriamente dañados. Tan dañados que dudo mucho que puedan volver a entrar en batalla. Y, según me han informado, hemos causado numerosas bajas entre sus tripulaciones.

Lezo casi sonríe:

—Un hombre debe decir siempre la verdad. Y aunque un militar no esté, necesariamente, obligado a ello, le seré sincero: estoy orgulloso del comportamiento de mis hombres. Nadie ha flaqueado en el San Luis ni en nuestros navíos. Y algo así servirá para que esos perros orgullosos conozcan la medida justa de aquellos a los que se enfrentan.

—Seguro que creían que nos rendiríamos en cuanto los viéramos —rió Desnaux.

—Desconozco por completo qué pasa por la cabeza de un inglés. Y le aseguro que llevo toda mi vida preguntándomelo.

Un sirviente entró en la estancia. Traía una bandeja con comida y bebida para los dos hombres.

—¿Cuáles son las órdenes para mañana, señor? —preguntó Desnaux mientras observaba cómo le llenaba la copa.

—Seguir descargando sin cuartel contra todo lo que entre en nuestra línea de tiro —respondió, tajante, Lezo—. Y una cosa muy importante.

—¿Qué cosa, señor?

—No descuidar nuestra retaguardia. En cualquier momento, los ingleses pueden desembarcar y asentar tropas en Tierra Bomba. Ahora que sus baterías han sido destruidas, no les será difícil conseguirlo.

—¿Está seguro de que ese será su plan, señor?

—Es lo que yo haría. Y es lo que Vernon hará. Continuará atacando el fuerte por mar y tratará de emprender una estrategia envolvente atacando con la infantería desde el norte.

Desnaux había comenzado a comer con apetito. Lezo miró la comida, pero no la tocó.

—Envíe patrullas hacia el norte. Pocos hombres. Que se muevan rápido y con sigilo. Debemos saber en todo momento qué se mueve a nuestras espaldas. Si hay casacas rojas pisando nuestro suelo, quiero saberlo. No me gustan las sorpresas. No me gustan.

A nadie le gustaban.

CAPÍTULO 6

22 de marzo de 1741

La idea de que sus hombres abandonaran el fuerte no satisfacía a Desnaux. Por ello, se acostó rumiando la posibilidad de pedir a Lezo que reconsiderara su decisión. ¿No quería el almirante que el San Luis escupiera fuego en todo momento? Pues eso sólo se conseguía con hombres. Con todos los hombres disponibles. Que no eran demasiados, por cierto.

Al despertar, cuatro horas después de haber conciliado el sueño, Desnaux seguía siendo de la misma opinión. ¡Enviar sus hombres a explorar Tierra Bomba! Ahí fuera sólo había manglar, espesura, mosquitos y enfermedad. ¿Por qué tenía que enviar a sus hombres a un lugar así cuando, precisamente, eran más que necesarios en el interior del fuerte?

Sin embargo, una orden es una orden. Y una orden dada por Lezo, algo más: un mandato que debe seguirse al pie de la letra pues, de lo contrario, el propio Lezo vendría, le enfilaría con su único ojo y te obligaría a darle toda clase de explicaciones acerca de los motivos que te habían llevado a incumplir dicha orden. La noche anterior había tenido buena muestra de ello.

Por eso, Desnaux desechó la idea de solicitar a Lezo que reconsiderara su decisión y se dispuso a cumplir el mandato dado. Ordenó llamar al capitán Juan de Agresot y cuando lo tuvo frente a él, le encargó que eligiera veinte hombres y saliera de patrulla por Tierra Bomba.

—Con mucho cuidado. Sin heroicidades —dijo.

—¿Nos envía de paseo con toda la faena pendiente en las baterías? —preguntó, extrañado, Agresot.

—Exactamente. Y no discuta las órdenes, capitán. Tome veinte hombres y patrulle hasta la caída del sol. Si ve algo extraño, regresa y me informa. ¿Entiende?

—Perfectamente, señor.

—Entonces, retírese. Y suerte.

Que Desnaux tuviera que soportar los cuestionamientos de Lezo era algo implícito en el rango: Lezo era teniente general y él coronel, de manera que no le quedaba más remedio que obedecer y callar más de lo que sería su gusto. Pero Agresot sólo era un capitán y no tenía por qué darle ningún tipo de explicación. Por eso lo despachó de malos modos. Por eso y porque, todo había que decirlo, se había levantado de un humor de perros.

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