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Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Mediohombre (6 page)

BOOK: Mediohombre
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—¡Vamos, un médico! ¡Aquí hay heridos! ¡Algunos de mis hombres están heridos! ¿No tenemos un maldito médico en esta fortificación, Desnaux? ¿Sí? ¿Pues a qué diablos espera para presentarse aquí y cuidar de mi gente? Necesito que todo el mundo esté en condiciones de luchar mañana por la mañana en cuanto el sol se levante. Esos malnacidos no nos van a dar ni un minuto de tregua. No, por Dios que no.

Desnaux dio las órdenes precisas y mandó que los dos médicos disponibles en el fuerte de San Luis se personaran para hacerse cargo de los heridos.

—Y dígame, Alderete —continuó Lezo—. ¿Cuáles son nuestras bajas?

—Bastantes, señor, me temo. Ha muerto una cincuentena de hombres y me he visto obligado a dejar atrás a cinco heridos que no se valían por sí mismos para retroceder hasta el fuerte. Tratamos de ayudarlos, pero estaban demasiado mal. Lo lamento mucho, señor, me habría gustado que…

—¡No hay nada que lamentar! —atajó Lezo—. Cuando la lucha se desarrolla con honor, cada muerto en la batalla es una victoria para nosotros. Aprenderemos de ellos y de la lección que nos han dado. Ruego a Dios para que acoja a cada uno de los hombres que he perdido en la lucha. ¡A todos y cada uno de ellos, maldita sea mi pata coja!

—Ahora deberíamos enviar una patrulla a rescatar a los heridos —intervino Desnaux.

—Sin duda, Desnaux —respondió Lezo—. Encárguese de ello inmediatamente. Y dese prisa porque la noche no lardará en caer. No descarto que esos bastardos se amparen en la oscuridad para reptar hacia lo que ya creen conquistado.

* * *

No hubo que aguardar a la noche. Los bastardos ya reptaban entre la maleza de Tierra Bomba mientras Lezo consideraba la simple posibilidad de que lo hicieran: eran ingleses, no estúpidos de remate.

Lestock había seguido diligentemente el plan previsto y había logrado, con un navío, alcanzar la costa de Tierra Bomba sin dificultades. Cinco lanchas desembarcaron un centenar de hombres armados con mosquetes y la compañía se puso, de inmediato, rumbo a las baterías que ni dos horas antes lograron acallar descargando sobre ellas más de dos mil balas.

Los casacas rojas tuvieron que desbrozar bastante terreno antes de alcanzar la primera de las baterías. El camino no era fácil, pero, tras observar que nadie repelía el desembarco, fueron adquiriendo confianza y avanzaron cada vez más deprisa.

Tenían orden expresa de no entrar en combate si no resultaba estrictamente necesario. Quedaba muy poco para que anocheciera y, entonces, su posición se tornaría demasiado vulnerable.

—Reconozca el terreno, alcance las baterías y establezca una posición en ellas sólo si no existe peligro alguno — había indicado Lestock al oficial al mando de la compañía de reconocimiento—. Si alguno de sus cañones se encuentra en buen estado, ordene su inmediata inutilización. Y si no hay riesgo visible, sitúe un campamento en la más resguardada de las baterías. Trate de buscar un punto en el que no exista posibilidad de fuego directo desde el fuerte de San Luis. Guardias de veinte hombres turnándose cada dos horas. No quiero sorpresas.

El talante de Lestock era bastante más conservador que el de Vernon. Y, por supuesto, mucho más que el del temerario Wentworth. Una cosa es hablar desde la seguridad de una cámara en un navío protegido en retaguardia y otra bien distinta situarse en primera línea de fuego. Además, los que desembarcaban eran sus hombres. Tipos que llevaban años sirviendo bajo su mando. No quería perderlos por precipitar un desembarco sin la suficiente cobertura desde el mar.

Las baterías habían sido reducidas a añicos. Los cuerpos de los soldados muertos se apilaban en los extremos de los recintos. Parecía claro que, a medida que cayeron, sus compañeros los trasladaron hasta esa zona para que no entorpecieran el manejo de los cañones.

Sólo hallaron a cinco hombres que todavía respiraban. El oficial al mando no dudó y los tomó como prisioneros. Era el procedimiento a seguir: a cada hombre que cayera en sus manos y no presentara resistencia, debía serle respetada la vida y otorgada la condición de prisionero. Lo cual no era, en sí, gran cosa, pero garantizaba una serie de cuidados y atenciones esenciales que, dada la precariedad de su estado actual, quizás podría salvarles la vida. O quizás no. Pero ese, desde luego, ya no suponía un problema para nadie. Excepto, claro está, para el que partía hacia el otro mundo.

Estaban disponiéndolo todo para, primero, asegurar la posición y, después, enviar a un pequeño grupo de hombres de regreso a las lanchas con los prisioneros a cuestas, cuando oyeron ruidos en la maleza.

El oficial mandó callar. Silencio absoluto. Que nadie respirara. Sí, estaba claro que alguien se acercaba a las baterías. ¿Quiénes? ¡Españoles, sin duda!

¿Qué hacer en tal situación? Lestock lo había dejado claro: no exponerse en vano y regresar de inmediato al menor indicio de peligro. Dicho y hecho.

Cuando la patrulla enviada por Lezo al rescate de los heridos llegó al lugar donde se suponía que debían hallarse, no encontraron más que cadáveres. Cadáveres, escombro, sangre y polvo. Todos muertos. Muertos sin la menor duda, pues se tomaron el tiempo necesario para comprobarlo uno por uno.

—Aquí no queda nadie con vida —anunció un soldado.

—Les quedaría un suspiro y no han conseguido aguantar —dijo otro.

Para entonces, los ingleses, con los cinco prisioneros españoles a cuestas, habían alcanzado sus lanchas y remaban como alma que lleva el diablo en dirección al navío de Lestock, casi invisible en la primera oscuridad de la noche.

CAPÍTULO 5

21 de marzo de 1741

Los hombres de Lezo durmieron poco aquella noche. Parecía claro que, con las primeras luces del alba, los ingleses lanzarían un ataque definitivo contra todo lo que en Bocachica se resistiese a la toma completa de la bahía interior. De manera que, dadas las circunstancias, echarse a dormir era lo último en lo que Lezo estaba pensando.

Ya había caído por completo la noche cuando, desde el fuerte de San Luis, se trasladó hasta el Galicia, su buque insignia. Allí, sobre la cubierta, observó al resto de navíos que, junto al Galicia, cerraban la bocana de la bahía: el San Carlos, el Neptuno y el África.

Su idea de cerrar el paso con una cadena a cualquiera que pretendiera entrar sin permiso le había parecido una extravagancia al virrey Eslava. ¿Una cadena? ¿Se puede impedir el paso de la flota más grande jamás reunida con una simple cadena?

Sí, si se sabe situar adecuadamente. No, no por tiempo indefinido. Lezo podía resultar imprevisible en sus decisiones, pero no idiota. No, al menos, hasta el extremo de ocupar el tiempo de sus hombres en procederes completamente inútiles. Había dicho que la cadena protegería la bahía e impediría el paso de los navíos ingleses. Lo haría hasta que el enemigo lograra cortarla o enviarla por completo al fondo del mar. Mientras tanto, mientras un simple trozo de cadena uniera dos de sus navíos, resultaría efectiva y los ingleses no podrían pasar.

De manera que ordenó a sus hombres que la cadena fuera extendida y en ello ocuparon gran parte de la noche. A pesar de Eslava, a pesar de Desnaux y a pesar de todo aquel que fuera tan estúpido de juzgar errónea su estrategia mucho antes de haber podido comprobar su auténtica eficacia.

Los herreros trabajaron duro durante más de seis horas y fueron necesarios más de cincuenta hombres en las labores de despliegue y sujeción de la cadena, pero, cuando ya amanecía, los fuertes de San Luis y de San José, cada uno a un lado del acceso al fondeadero, se hallaban sólidamente unidos. Y, tras la imponente cadena, los cuatro navíos de Lezo situados en posición para hacer frente a los invasores y con todos los cañones disponibles montados en una sola banda.

Vernon subió a cubierta del Princess Carolina antes siquiera de tomar el primer bocado del día y pidió que le trajeran su catalejo. El navío se hallaba anclado lejos de la costa para, de esta forma, mantenerlo fuera del alcance de los cañones españoles. Aun así, mantenía visibilidad suficiente sobre Bocachica.

—Pero qué demonios… —comenzó a decir mientras observaba por el catalejo.

Cuando Vernon se movía, al menos media docena de oficiales lo hacía con él. Y a su lado, como si de su sombra se tratase, Washington engrasaba la suave maquinaria de la perpetua adulación.

—Han cerrado el acceso a la bahía con una cadena, señor —explicó el capitán.

—¡Ya veo que han cerrado el acceso a la bahía! —exclamó, entre sorprendido y encolerizado, el almirante—. ¡Con una cadena, ni más ni menos! ¿Se han vuelto locos los españoles? ¡Una cadena…!

—Con la intención de que impedir nuestro paso, sin duda, señor —añadió Washington.

—¡Por supuesto que lo han hecho con la intención de impedirnos el paso! ¿Por qué otro motivo iban a hacerlo?

Washington se sorprendió ante la reprimenda que Vernon acababa de lanzarle. Por lo general, el almirante era cordial y amable con él y en contadas ocasiones le había visto perder los estribos. Desde luego, jamás con él de interlocutor.

—Pero señor… —quiso aplacar la cada vez más creciente ira de Vernon—, sólo es una cadena. Nada más que una cadena.

—¡Una cadena que nos intercepta el paso!

Vernon jamás había contemplado algo semejante en ningún mar conocido, pero disponía de la suficiente experiencia como para caer en la cuenta de que aquello no constituía sino una mala noticia para ellos.

—Haremos que la corten y… —continuaba, sin saber demasiado bien adonde quería llegar, Washington.

—¡No se puede cortar! Es una cadena. ¡Una cadena! ¿Y ve lo que hay detrás de la cadena?

—¿Detrás…, detrás de la cadena, señor?

—¡Sí! ¿Está ciego, Washington?

—No, señor, pero no entiendo a qué puede referirse cuando dice que…

—Los malditos cuatro navíos de línea españoles apuntando hacia todo lo que quiera acercarse a ellos.

—Oh, sí, señor, los navíos de línea españoles…

—Están apuntando hacia nosotros, con todas sus baterías dispuestas y sin intención alguna de salir a mar abierto. Observe que se hallan fondeados detrás de la cadena, no delante.

—Los enviaremos a pique sin dificultad, señor.

—¿Y las baterías de los fuertes? ¿Qué cree que harán las baterías del San Luis y del San José en cuanto nos situemos a la distancia adecuada?

—¿Dispararnos, señor?

—Demonios, Washington, es usted un tipo inteligente. Sin duda alguna, lo es.

Vernon parecía haber aplacado su ánimo. Al menos, eso fue lo que le pareció a Washington. No así al resto de oficiales que les acompañaban: aquello no suponía más que un pequeño remanso de paz antes de la tempestad definitiva.

—¡Griffith! ¡Quiero ver de inmediato a Griffith! ¡Que se presente ante mí!

Thomas Griffith era el capitán del Princess Carolina. No formaba parte del círculo cercano a Vernon y se limitaba a cumplir con su trabajo capitaneando el navío. Cuando supo que Vernon requería su inmediata presencia, casi le da un vuelco el corazón.

—A sus órdenes, señor —saludó al presentarse al almirante.

—Capitán —dijo Vernon—, sea tan amable de tomar un catalejo y observar en dirección a Bocachica.

Griffith hizo lo que Vernon le ordenaba y se demoró un buen rato tratando de comprender la envergadura de lo que estaba contemplando.

—¿Y bien, capitán? —preguntó por fin, un cada vez más impaciente Vernon.

—¿Señor? —repuso Griffith sin haber desentrañado el sentido de la pregunta del almirante. Había bajado el catalejo y lo sostenía un tanto dubitativamente sujetándolo con ambas manos.

—Le pregunto qué le parece lo que acaba de ver.

—Algo inaudito, no cabe duda, señor.

—¿Ha visto alguna vez algo como lo que esos tarados españoles han preparado mientras todos dormíamos?

—Le doy a usted mi palabra de honor de que no, señor.

—Entonces, estamos de acuerdo. Ahora quiero formularle una pregunta y quiero que sea completamente sincero.

—Desde luego, señor.

—Bien, así me gusta. Veamos… Si el viento nos es favorable, ¿podría uno de nuestros navíos atravesar esa barrera?

Griffith respondió de inmediato pues, a pesar de lo sorprendente de la estrategia defensiva puesta en práctica por los españoles, conocía de sobra la respuesta:

—Sin la menor duda, no, señor. Ningun navío, ni siquiera uno de tres puentes, sería capaz de atravesar esa barrera. Si hiciéramos algo así, no contribuiríamos sino a obstruir más el paso hacia la bahía interior. Nuestro navío quedaría enganchado en la cadena o en los navíos españoles y no habría salida posible.

—En ese caso, es usted de la opinión de que si no logramos despejar la bocana, jamás entraremos en la bahía.

—Me temo que sí, señor.

A Vernon se le habían quitado ya las ganas de desayunar. Miró a Washington y al resto de oficiales presentes y, de nuevo, se dirigió a Griffith:

—Una cosa más, capitán. No quisiera hacerle perder más tiempo, pues estoy seguro de que son muchas y cruciales en nuestra empresa las tareas que le ocupan, pero me gustaría que me trasladara un parecer más.

—Lo que usted diga, almirante.

—No dudo en absoluto de su buen juicio. No en vano le mantengo al mando del buque que porta mi insignia. Quiero decir con esto que no pretendo ofenderle con mi próxima pregunta.

—Por favor, señor, no…

—Bien, bien —interrumpió Vernon—. Mi pregunta es: si en este momento no me estuviera dirigiendo al capitán del Princess Carolina sino a cualquier otro capitán de esta escuadra, ¿cree que su respuesta sería idéntica a la que usted me acaba de proporcionar? Townshead, Hemmington, Hervey, Norris…, cualquiera de ellos: ¿está seguro de que respaldarían su punto de vista?

Griffith sintió la tentación de sonreír, pero se contuvo pues la sonrisa habría sido tomada como una insolencia. Por ello, se limitó a contestar con el semblante sereno:

—Estoy seguro de que todos y cada uno de los capitanes de esta escuadra son de mi opinión, señor. Esa defensa es infranqueable. Si queremos pasar, se hace preciso, en primer lugar, despejarla.

Vernon convocó su consejo militar a mediodía. Acudieron, como era norma, el vicealmirante Ogle, Gooch, Wentworth, Lestock y Washington. El ataque definitivo contra Cartagena iba a ser lanzado esa misma tarde. Vernon lo había decidido y el resto del consejo supo leer en su actitud que tal decisión se hallaba tomada y era irreversible.

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