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Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Mediohombre (4 page)

BOOK: Mediohombre
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—¿Y cuántos recomienda enviar?

—Ninguno, señor.

Eslava se echó las manos a la cabeza, se tiró de las orejas y buscó nerviosamente entre sus ropajes un pañuelo con el que secarse el sudor.

—¡Cómo que ninguno! —exclamó—. Dios santo, Lezo, volverán, usted mismo dice que volverán y que tomarán la ciudad en cuanto lo deseen.

—Exacto. Eso mismo es lo que pienso.

—¿Y no propone enviar un solo hombre para defender la playa?

—Ni uno solo.

Si no fuera porque Eslava conocía demasiado bien a Lezo, habría creído que le estaba tomando el pelo. Pero en el rostro de Lezo no se abría ningún atisbo de sonrisa. Al contrario: estaba crispado e inmóvil, como si de pronto el intenso calor lo hubiera convertido en mineral.

—En ese caso —continuó Eslava—, ¿cuál es su propuesta? Creo que si tiene algo que decir, es el momento de hacerlo. No nos sobra…, tiempo…

Eslava balbuceaba cuando se hallaba a punto de perder los nervios. Y en ese instante, lo cierto es que lo estaba. Y no era para menos: se encontraban a punto de invadir su ciudad, de conquistar el virreinato al frente del que el rey le había situado y, de esta forma, España perdería todo el dominio sobre el continente.

Por si esto no fuera preocupación suficiente, tenía a Lezo. A ese maldito trastornado que, si bien sabía guardar en todo momento las formas adecuadas, no reconocía autoridad alguna ni sentía ningún tipo de respeto por Eslava.

Y eso Eslava lo sabía. Estaba convencido de ello. Bien, a pesar de todo, en una situación como la presente, convenía ser prácticos. Lezo era lo que tenía y con Lezo debía sumar esfuerzos. No se fiaba de él pero su carrera había sido impecable: si Lezo perdía Cartagena, sería su primera derrota en décadas de servicio a la corona.

—Maldita sea, Lezo —recompuso su discurso Eslava—. Tenemos que hacerles frente y nuestro flanco más débil está en La Boquilla. Apenas disponemos de baterías en aquella zona. Si yo fuera inglés, Dios me libre, invadiría la ciudad por allí.

—No tenemos baterías suficientes, pero tenemos espesura, mosquitos, distancia y calor. Suficiente para que los ingleses reconsideren sus planes de ataque.

El virrey titubeó mientras trataba de dar una réplica adecuada a Lezo. —Sin embargo…

—Entrarán por mar —cortó su discurso Lezo—. Golpearán con saña nuestras defensas y penetrarán en la bahía. Irán asentando posiciones y avanzando despacio, sin correr riesgos excesivos. Tienen naves de sobra para hacer algo así. Pueden cañonearnos durante días o semanas, y luego desembarcar para contar los cadáveres.

—¿Y perder un buen número de buques en el ataque? No lo sé, Lezo, no lo sé…

—¿Y perder miles de hombres en un desembarco errado? En tierra podemos hacerles frente. Nuestros hombres conocen el terreno, están perfectamente aclimatados y son menos vulnerables a los mosquitos. Quizás los ingleses acabarían imponiéndose, pero, para entonces, sus filas habrían resultado seriamente diezmadas.

Eslava apretaba con fuerza los dedos en el interior de las palmas de sus manos mientras escuchaba a Lezo.

—Una flota intacta sin hombres que la tripulen no sirve de nada —concluyó Lezo—. Por eso estoy seguro de que preferirán sacrificar unos cuantos navíos a perder miles de hombres.

Eslava no las tenía todas consigo. La idea de desproteger La Boquilla para centrar todos sus esfuerzos defensivos en Bocachica le parecía poco menos que una locura. No obstante, Lezo casi nunca se equivocaba en sus pronósticos:

—¿Está seguro de lo que dice, almirante? Lezo no titubeó ni un instante.

—Absolutamente seguro, señor.

Eslava se había ido encorvando a lo largo de la discusión y, entonces, bajo el aplomo de Lezo, pareció darse cuenta de la escasa dignidad de su actitud. De un golpe de espalda, se irguió y tensó los hombros y el cuello.

—¿Qué tenemos en Bocachica?

—Cuatro naves bloqueando el paso, señor: el Galicia, el San Carlos, el Neptuno y el África. He dispuesto que unan con cadenas proas y popas. De esta forma, si desean penetrar en la bahía, tendrán que enviarnos antes a pique.

—¿Y perder cuatro de nuestros barcos…?

Lezo, por primera vez, crispó el ceño. Sin embargo, bajó levemente la voz para responder:

—Si lo prefiere, puedo enviarlos fuera de la bahía y luchar en mar abierto. Si somos rápidos, dispondremos de tiempo suficiente para disparar dos andanadas antes de que den buena cuenta de nosotros.

Eslava prefirió no darse por aludido e ignoró la insolencia de Lezo.

—¿Soportarán las cadenas los embates de los navíos ingleses? —preguntó.

—Por supuesto que no, señor —replicó Lezo sin inmutarse—. Pero nos ayudará a ganar tiempo.

—¿Ganar tiempo? ¿Para qué diablos queremos ganar tiempo?

Lezo golpeó tres veces en el suelo con su pierna de madera antes de responder:

—Para vencer, señor. Por supuesto que para vencer.

La expresión de Lezo había sonado a insolencia en sus labios; Al menos, es lo que le pareció a Eslava. ¡Vencer, vencer…! ¿Pero alguien en su sano juicio era capaz de afirmar que, sin lugar a duda, disponían de una sola posibilidad de salir con éxito de aquella? ¿Podrían rechazar a los ingleses? ¿Darles lo suyo, lograr que dieran media vuelta y regresaran, humillados, a Jamaica? ¿Acabar de una maldita vez por todas con sus sueños de grandeza en las Indias?

—Lezo, no tengo el ánimo para bromas de mal gusto — dijo, finalmente, Eslava. Había vuelto a encorvar la espalda y parecía que el desánimo más absoluto se había adueñado de él—. Es imposible repeler a la flota que está ahí fuera. ¡Imposible!

Lezo no dijo nada. Ni siquiera se movió ni hizo sonar su pata de palo sobre el piso de madera.

—¿O acaso no piensa así, almirante?

—Desde luego que no, señor.

Lezo no perdía más tiempo del estrictamente necesario en explicaciones. Fuera uno de sus subordinados el que tuviera delante o el mismísimo virrey de Nueva Granada.

—¿No? —titubeó, una vez más, Eslava.

Lo ya respondido, respondido estaba. Lezo no abrió la boca.

—En ese caso —continuó Eslava sin mirar a Lezo—, tengo que poner en marcha el plan de defensa de la plaza. Sí, eso es lo que tengo que hacer…

Lezo observó que el virrey comenzaba a mordisquear las uñas de su mano izquierda. Si de él dependiera, habría mandado azotar allí mismo al cretino que tenía frente a sí. Al tipo nervioso y llorón al que se le había encomendado el gobierno de una ciudad que, ahora, conduciría a la destrucción.

—Si me lo permite, señor —interrumpió Lezo las divagaciones en voz alta de Eslava—, he de ir a supervisar nuestra defensa de Bocachica.

Eslava lo miró como si no comprendiera qué le estaban diciendo.

—Bocachica… ¿Y no sería mejor enviar más hombres a La Boquilla? Si dejamos desguarnecidas las playas…

—Creo que eso ya lo hemos discutido antes, señor —interrumpió Lezo. Sí, lo habría mandado azotar allí mismo por incompetente, por imbécil y por cobarde.

—¡No quedará nada de nosotros, Lezo! —gritó Eslava perdido, definitivamente, cualquier atisbo de decoro—. ¡Nos reducirán a cenizas con sus cañones!

Lezo, harto, dio dos enérgicos pasos hacia el virrey. Cuando lo tuvo a menos de un palmo de su rostro, le habló sin miramientos:

—Si actuamos con rapidez, tenemos una posibilidad de vencer. No es una gran posibilidad, pero es una posibilidad clara. Son muchos más que nosotros y están infinitamente mejor dotados. Pero cuento con un puñado de buenos hombres dispuestos a dar la vida por defender esta plaza. Dispuestos a morir con gloria y honor.

Dicho esto, el almirante retrocedió hacia una posición más respetuosa.

—¿Da su permiso para que organice la defensa de Bocachica?

Eslava lo miró con ojos asustadizos. El sudor empapaba sus ropajes y había perdido, por completo, el control del movimiento de sus manos. Con el rostro hundido en el pecho, respondió:

—Adelante…

Lezo, de inmediato, abandonó la estancia. No se molestó en despedirse, no cerró la puerta tras de sí ni volvió la vista atrás. Si lo hubiera hecho, habría observado que Eslava alzaba lentamente la barbilla y dirigía en su dirección una mirada difícil de interpretar. Odiaba con todo su corazón a ese en quien depositaba toda su confianza y suponía su única esperanza.

Y odiar en quien has de confiar resulta, se mire como se mire, la peor de las opciones. Porque el odio nubla la objetividad en las decisiones y la confianza se rompe. Odias más, confías menos y el ánimo se quiebra por momentos. Algo similar es lo que le sucede a Eslava: que no puede luchar con Lezo ni contra Lezo; que ha de admitir que el almirante sea quien lleve la iniciativa en la defensa de Cartagena; que lo hace y de buen grado ordenaría lo contrario; que si no lo hace, la perdición es segura.

¿No ha dicho que disponen de una posibilidad de salvarse? ¿Ha sido una más entre las bravuconadas que Lezo acostumbra a lanzar o realmente la razón está de su parte? Veamos: ¿cuántas veces ha errado Lezo en su juicio a lo largo de su carrera? Ninguna, eso es seguro. ¿Cuántas veces ha actuado imprudentemente y poniendo en peligro y sin necesidad su vida y la de sus hombres? Siempre, sobre esto tampoco cabe duda. Entonces, ¿qué hacer? ¿Se le sigue la corriente a un loco porque está loco o porque sólo desde su locura puede alcanzarse la genialidad?

De acuerdo, le dejaría hacer. El habría preferido defender La Boquilla en lugar de Bocachica, pero haría caso a Lezo. Aceptaría su criterio. No tendría por qué, dado que Eslava y sólo Eslava podía determinar la estrategia final para el gobierno de la plaza, pero, por esta vez, daría su brazo a torcer. En cualquier caso, sabía que las posibilidades de salir airosos de este trance eran pocas fuera cual fuese el plan de defensa de la ciudad.

¿Resulta más adecuado perder la plaza y entregar las llaves de la ciudad al enemigo tras haber obligado a todos a obedecer cada una de tus órdenes hasta el desastre final o, por el contrario, es mejor que otro cargue con la culpa de la rendición? Sobre todo cuando el otro no importa en absoluto. Sobre todo cuando el otro es Lezo.

CAPÍTULO 4

20 de marzo de 1741

Nada en el mundo causa más placer que tener razón. Aunque tener razón suponga que, al amanecer, una magnífica escuadra de navíos de línea se halle en perfecta disposición para cañonearte durante horas, días o semanas. Convirtiendo en escombro tus defensas. Matando a todos y cada uno de tus hombres. Enviando al infierno cada una de tus expectativas de éxito.

Por eso, sólo por eso, a Lezo se le iluminó su único ojo. Fue una luz desdibujada, sorda, casi un esbozo de lo que si aquel fuera otro hombre y aquella otra circunstancia, podía haber sido. Pero, a fin de cuentas, su mirada brilló. Él tenía razón y el cretino de Eslava no. Los ingleses habían abandonado todo intento de tomar la ciudad por La Boquilla y se disponían a desgastar sus defensas desde el mar para, así, abrir una brecha en ellas, penetrar en la bahía y hacerla suya.

A una escuadra de doce buques bajo el mando del vicealmirante Ogle le había sido encomendado el trabajo sucio: cañonear a discreción contra baterías intactas y hombres frescos. Y exactamente era lo que se disponía a hacer. Había situado los navíos de línea en posición de combate, popa junto proa, antes del amanecer y ahora sólo restaba dar la orden final y comenzar a disparar contra Tierra Bomba.

Las órdenes de Lezo no ofrecían duda: tenían que aguantar en las baterías de Tierra Bomba cuanto tiempo pudieran. Soportando el cañoneo enemigo y, al tiempo, disparando contra los navíos desde los que provenían las balas. Sin cuartel. Sin descanso. Hasta que sintieran que todo estaba perdido. Entonces, debían lanzar una andanada completa más. Dos, si el valor no les había abandonado por completo. Después, si aún conservaban piernas y aliento suficientes para caminar, estaban autorizados a emprender la retirada hasta el fuerte de San Luis.

Poco más de una hora después del amanecer, Lezo cabalgó hasta la batería más cercana a la fortificación. Allí, el capitán de fragata Lorenzo Alderete, le recibió sorprendido:

—Señor, este no es lugar para usted…

—Váyase al infierno, capitán —atajó Lezo—. Mi lugar está donde se encuentre uno de mis hombres dejándose el pellejo. ¡Informe!

Alderete y los pocos oficiales que se encontraban en la batería se miraron entre sí sin saber qué decir. Para todos, no había existido una ocasión anterior en la que el almirante se les dirigiera personalmente.

—Capitán —insistió Lezo—, ¿va a ser tan amable de informarme o aguarda a que esos hijos de puta de ahí abajo nos metan una bala por el culo?

Lezo no se andaba por las ramas cuando no había tiempo de andarse por las ramas. En realidad, haciendo honor a la verdad, Lezo no se andaba nunca por las ramas. Desde luego, no con todos aquellos con rango inferior al suyo.

—Por supuesto, almirante —repuso Alderete tratando de que su voz se escuchara con claridad—. Suman doce naves en total y están situados en posición de ataque desde el alba. De hecho, no sé a qué aguardan para comenzar a disparar, señor…

—Aguardan a que Dios parta el cielo en dos, se deje caer por la grieta y les asegure que todo va a ir bien. Esos malditos perros están hechos de puro miedo, capitán. No disparan porque ni siquiera están seguros del lugar exacto desde donde nosotros podemos darles réplica.

Lezo caminaba a paso ágil sobre el estrecho espacio que los hombres dejaban en la batería. El golpeteo de su pierna de madera en el suelo de piedra impresionaba tanto a los cañoneros, que en ese mismo momento podría aparecérseles una legión de ángeles blancos a sus espaldas y ellos no volverían la mirada.

—¿Cuántos hombres sirven en esta batería, capitán?

—Cien, señor. Contando los oficiales.

—¿Y cuántos de estos cien hombres tienen miedo?

Alderete titubeó:

—¿Cómo… cómo dice, señor?

—Que cuántos aquí tienen miedo. Dicho de otro modo: ¿a cuántos de sus hombres les preocupa la más que cierta posibilidad de que de aquí no salgan con vida?

Lezo hablaba casi a voz en grito. Lo hacía para que sus preguntas resultaran retóricas. Se dirigía al capitán porque un almirante, ni siquiera el almirante Lezo, no acostumbra, en condiciones normales, a hablar directamente con la chusma. Pero, en realidad, sus palabras estaban destinadas a los artilleros. Y los artilleros, consciente o inconscientemente, lo sabían.

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