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Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Mediohombre (2 page)

BOOK: Mediohombre
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—¡En batería! ¡Poned el cañón en batería y apuntad alto! ¡Al palo mayor! —gritó Lezo.

—¡En batería! —repitió la orden el cabo.

Todos los hombres que servían en el cañón esperaron a que el que manejaba el atacador, lo extrajera y se hiciera a un lado. Cuando así sucedió, todos, al unísono, maniobraron el cañón y lo situaron en el lugar adecuado para disparar.

—¡Un poco más arriba! ¡Más arriba! —ordenaba el cabo—. Queremos desarbolar a esos hijos de puta.

Los hombres levantaron el cañón y lo sujetaron mediante palanquines y cabos para que no se moviera.

Lezo, que observaba con celo la maniobra, advirtió:

—El braguero. ¡Ajustad bien ese braguero si no queréis morir aplastados en el retroceso!

El cabo de cañón no dudó en convertir en orden la advertencia del guardiamarina:

—¿Estáis sordos o qué diablos os pasa? Hasta un inglés borracho se mueve con más agilidad que vosotros. ¡Rápido!

Los hombres ajustaron los aparejos y dieron un paso atrás. Entonces, el cabo, con un estrecho punzón, despejó el oído del cañón, llegó hasta la recámara y agujereó el cartucho de pólvora. Después, sacó el punzón y, con sumo cuidado, puso en el conducto una pólvora muy fina que guardaba en un cuerno que únicamente él estaba autorizado a manejar.

Cuando le alargaron el botafuego con la mecha encendida en un extremo, el cabo, con voz ronca, gritó: —¡Atrás!

Y acercando la mecha al oído del cañón, añadió: —¡Fuego!

Apenas hubo acabado de decirlo cuando el cañón golpeó con tal fuerza que casi rompe los aparejos. Por suerte, todos los hombres que servían en él sabían de sobra cuál era la distancia a la que debían situarse para no caer víctimas del brutal retroceso.

Lezo observó la trayectoria de la palanqueta. Había ordenado apuntar al palo mayor del navío de línea que disparaba frente a ellos, pero la palanqueta impactó sobre el bauprés. Vio cómo saltaban astillas y que parte del foque se rasgaba. No había sido un mal disparo, pero se lamentó de no haber disparado con bala. Si así lo hubiera hecho, a buen seguro que ahora el bauprés del navío inglés habría corrido la misma suerte que su pierna izquierda.

Primero el calor y luego la dentellada.

Lezo se giró y observó el lugar donde antes la muerte se le había aparecido. Ya no estaba allí y Lezo pensó que, si no fuera porque sabía que al final Dios nos reclama siempre, podría jurar que se había marchado para no regresar jamás.

CAPÍTULO 2

16 de marzo de 1741

Lezo sabe que algo va mal. Tiene cincuenta y dos años y está cojo, manco y tuerto. Apenas es poco más que la mitad de un hombre. Por eso la chusma bajo su mando, cuando él no escucha, le llama Mediohombre. Porque le falta casi todo y quizás más. Años de dar la espalda a la muerte en la cubierta de un navío. Años de no arredrarse y mantenerse erguido cuando los demás bajan la cabeza. La lluvia de balas te la puede arrancar de cuajo, pero algo así carece de importancia cuando te llamas Lezo. Cojo, manco, tuerto y, si es necesario, descabezado, pero siempre en pie sobre la madera hasta que alguien te obligue a doblar el espinazo.

Porque todo esto no llega de cualquier manera, Lezo sabía que algo no marchaba bien. Habían avistado las primeras naves inglesas tres días atrás. Los primeros exploradores llegaron a La Boquilla y fondearon a suficiente distancia como para mantenerse a salvo de las baterías cartageneras. Después, arribó algo de lo que jamás ojo humano había tenido noticia: una flota tan fabulosa y descomunal que, vista en la distancia, parecía un monstruo marino de cien bocas y cien tentáculos. Un monstruo dispuesto a
devorar
la ciudad en cuestión de horas y, con ella, a todos los que la habitaban.

Lezo fue convenientemente informado: el monstruo estaba formado por ciento ochenta y seis buques. Eso hacía, cuanto menos, cien tentáculos y una docena de bocas malolientes. Unos treinta mil hombres y dos mil cañones. Todos, con el ímpetu puesto en ellos. En Lezo y en lo que Lezo defendía: la Cartagena de Indias que se interponía entre los ingleses y su tan ansiado dominio de América.

Por su parte, Lezo tenía tres mil hombres, unos cuantos cientos de indios a los que habían adiestrado en el disparo con arco y seis naves. Sólo seis naves para hacer frente al monstruo de cien tentáculos.

Estaban todos muertos. De ello no le cabía la menor duda a nadie en Cartagena. Estaban todos muertos y sólo era cuestión de tiempo que alguien viniera y se lo dijera. De hecho, el momento había llegado: los ingleses habían echado varios botes al agua y se disponían a desembarcar en las playas de La Boquilla, a poco más de un par de leguas de la plaza.

Y rezaron, y rezaron, y se encomendaron a quien fuera necesario con tal de no acabar todos en el maldito infierno. Pero Lezo no hizo nada de eso. El almirante Lezo no rezaba jamás. No si la muerte no se le acercaba tanto como para poder sostenerle la mirada final. Algo que, a la vista de los acontecimientos, aún no había sucedido. Y no sucedería, no. No, de momento.

Con la intención de contener el desembarco en La Boquilla, Sebastián de Eslava, el virrey de Nueva Granada y, por lo tanto, primera autoridad en Cartagena, había enviado a tres compañías de granaderos bajo el mando del capitán de infantería Pedro Casellas. Conociendo bien dónde pisar, los hombres habían llegado en menos de dos horas a su destino. Se ocultaron en la maleza, fuera de la playa, y observaron en silencio. Cuando llegó Lezo, Casellas no tuvo mucho de qué informar:

—Reman despacio y con desgana —dijo.

Y Lezo supo que algo iba mal. Porque cuando tienes todo el poder del mundo reunido en la palma de tu mano, no remas como quien aguarda que el destino final le sea señalado. No, allí el destino estaba claro: la playa, la ciénaga, la plaza, el virreinato, América. Nadie reunía la flota más grande de todos los tiempos para, luego, desembarcar sin empeño. Lezo, en lugar del almirante inglés, habría lanzado, de una sola vez, miles de hombres sobre la playa. Morirían unos cuantos bajo el fuego de las baterías y los mosquetes, pero la fuerza bruta de mil soldados haciendo pie en la arena no podría ser detenida. Eso es lo que Lezo haría. Pero el almirante inglés había enviado media docena de botes con unos cuantos soldados a bordo.

—Demasiado lento —añadió, hablando entre dientes, Casellas.

De pronto, los hombres de los botes que venían en vanguardia dejaron de remar. Durante unos minutos, permitieron que el impulso les llevara y, después, se pusieron en pie. Se hallaban tan cerca que el propio Lezo escuchó que el oficial de guerra daba la orden de cargar los mosquetes y abrir fuego contra la playa.

—¡Disparan! —exclamó Casellas—. ¡A cubierto!

Lezo se hallaba en pie, miraba fijamente hacia el mar y no se movió cuando el resto de hombres echaron el cuerpo a tierra.

—Capitán, ordene que todo el mundo se mantenga en sus posiciones —dijo.

—Pero, señor, han disparado… —replicó Casellas.

—Disparan sin un objetivo claro. No pueden vernos. Y, además, están demasiado lejos.

Casellas, al escuchar a Lezo, experimentó cierta vergüenza y se irguió.

—¡Vamos, levantaos! —exclamó—. Temed antes a los mosquitos que a las balas inglesas.

Algunos hombres rieron nerviosamente, pero nadie dijo nada. Les bastaba con mantener la mirada fija en la playa. Eran hombres duros, buenos tiradores y entrenados en el combate cuerpo a cuerpo. Si alguien en toda Cartagena podía contener el desembarco inglés, sin duda habría que contarlo entre aquellos granaderos.

Los ingleses volvieron a disparar desde el bote. El resto de embarcaciones también se había detenido y ya todos los hombres se hallaban puestos en pie y preparándose para hacer fuego sobre la playa.

—No tiene sentido —dijo Lezo a Casellas—. Su movimiento es absurdo. Desde aquí, ocultos y fuera de su alcance, podríamos abatirlos con facilidad.

—Es lo que haremos en cuanto avancen un poco más, señor —repuso Casellas.

—No avanzarán más —sentenció, secamente, Lezo, mientras se pasaba su única mano por la barbilla—. A no ser…

—¿Qué, señor?

—A no ser que no tengan la menor intención de desembarcar.

El capitán no daba crédito a las palabras de su almirante.

—¿Y por qué iban a hacer eso, señor? Observe la flota que les respalda. Pueden desembarcar aquí y ahora y sin sumar excesivas pérdidas…

Lezo, por primera vez, volvió la cabeza hacia Casellas.

—¿Usted en qué bando lucha? —preguntó secamente.

Casellas titubeó antes de responder:

—Del nuestro, señor, del nuestro… Por supuesto… Pero, señor, mire cuántas naves…

—En la tarde de ayer contaron ciento ochenta y seis.

—Y nosotros sólo tenemos seis, señor…

Lezo volvió a mirar hacia la playa. En los botes, los ingleses habían vuelto a los remos y retomaban el avance hacia la playa. En poco tiempo, la alcanzarían y comenzaría el combate.

—De momento —dijo Lezo—, ahí no hay más que un puñado de hombres. Están a descubierto y la ventaja es nuestra. Así que hagamos lo que hemos venido a hacer y dejemos las elucubraciones para más tarde.

Casellas agradeció el aplomo del almirante:

—Sí, señor. Esperamos su orden.

—Que carguen las armas. Pero en silencio, sin descubrir nuestra posición.

Casellas, ágil, se movió entre los granaderos y les ordenó que cargaran los mosquetes y que aguardaran sin hacer ruido.

—Estamos listos —avisó el capitán cuando hubo comprobado que todos sus hombres tenían las armas listas.

Lezo ya había tomado su decisión. Aquella era su playa y no iba a permitir que nadie la pisara sin su permiso. Los treinta mil hombres en el estómago del monstruo que, manso como una tortuga, permitía que la leve brisa de poniente le acunase, podrían venir y ajustarle las cuentas. Podrían situar frente a él, de una vez por todas, una muerte digna de llevar tal nombre: le miraría a los ojos, le sostendría la mirada y le llevaría con él para siempre.

Pero no ahora. Ahora sólo había unos cuantos casacas rojas tratando de tomar su playa. Al descubierto y sin el arrojo necesario en los que están llamados a ganar la batalla. Así que aguardó pacientemente a que la distancia fuera la adecuada para que sus tiradores hicieran blanco seguro y dio la orden sin dejar de observar los movimientos del enemigo:

—Primera compañía: fuego sobre sus cabezas.

Casellas obedeció de inmediato y ordenó a sus hombres ponerse en pie, dar dos pasos al frente, abandonar la protección de la maleza y, tras apoyar los mosquetes en el hombro, abrir fuego.

—¡Atrás! ¡A resguardo! —gritó Casellas después de que la compañía disparara.

Los ingleses comenzaron a remar con mayor ímpetu, siempre en dirección a la playa. Parecía como si el ruido de las balas silbando unos palmos sobre sus cabezas les hubiera infundido el valor que a todos se les suponía pero del que, hasta el momento, no habían dado muestras.

—¡Avanzan, señor! —exclamó Casellas.

—Segunda compañía: fuego sobre sus cabezas —respondió Lezo sin inmutarse.

—Pero, señor… —protestó el capitán—, ¡avanzan! Tomarán la playa si no se lo impedimos.

—¿Debo repetir la orden? —preguntó Lezo volviéndose hacia su oficial.

—¡No, señor!

—¡Pues disparen de una maldita vez!

Casellas no veía lógica alguna en la decisión del almirante. Disponían de una ventaja más que importante sobre el enemigo y, si disparaban con presteza y acierto, podían causar muchas bajas entre los hombres de los botes. Después, una vez en la playa, el resto sería pasado a bayoneta sin dificultad. En una carga ordenada sobre la playa, a los ingleses únicamente les restaba morir.

Pero Casellas obedeció:

—¡Segunda compañía! ¡Dos pasos al frente y fuego sobre sus cabezas!

La segunda compañía puso los pies en la arena de la playa y disparó sobre las cabezas de los casacas rojas. Uno de los granaderos no apuntó bien y su tiro resultó tan bajo que arrancó casi por completo la oreja derecha de un soldado inglés.

Casellas trató de disculparse ante Lezo:

—No ha podido apoyar en firme, señor. La arena…

Sin embargo, a Lezo se le había iluminado el rostro. Observaba atentamente los botes y esperaba una reacción por parte de los que los mandaban. En ningún momento había creído en firme que aquel desembarco fuera en serio y ahora disponía, de improviso, de una oportunidad para comprobarlo.

Los gritos del hombre herido regocijaron tanto como preocuparon a los granaderos españoles. No convenía enlajar al monstruo, pues su reacción no podría ser otra distinta a abrir su fenomenal bocaza y engullirlos a todos de un solo bocado, pero… ¡qué diablos! Un perro inglés aullando de dolor como una mujer mientras la sangre manaba a borbotones de su oreja no era un espectáculo en modo alguno desdeñable.

Lezo no perdió el tiempo y mandó formar a la tercera compañía:

—Apuntando al pecho. Que cubran al resto.

¡Por fin! Iban a tomar posiciones de defensa en la playa. Casellas estaba satisfecho. Notó que el corazón comenzaba a latirle con fuerza y procedió a disponerlo todo como Lezo había ordenado. La tercera compañía de granaderos dio dos pasos al frente, se echó los mosquetes al hombro y encañonó a los ingleses.

Mientras tanto, las otras dos compañías corrieron hacia la orilla. Echaron una rodilla a tierra y cargaron sus armas. Los botes estaban tan cerca de ellos que podían oler el sudor de los hombres a los que, más pronto que tarde, iban a enviar al otro mundo. Desencadenarían una batalla sin precedentes, pero al infierno con todo: si morir allí era el destino que Dios les había reservado, morir llevándose por delante a unos cuantos perros ingleses volvía la posibilidad un poco más dulce. Como si la muerte, de algún modo, mereciera la pena.

—¡Quietos! ¡Que nadie se mueva! —ordenó Lezo.

E hizo algo que hasta a Casellas sorprendió: con la torpeza del que, a cada paso, hunde su pierna de madera en la arena, caminó por la playa hasta situarse junto a sus hombres en la orilla. Tenían a los ingleses a tiro y sus navíos estaban demasiado lejos como para que el fuego de cañón les alcanzara.

—¿Acabamos con ellos, señor? —preguntó, impaciente, Casellas.

—No —respondió Lezo tras una breve pausa—. Dejémosles ir.

No había terminado de decirlo cuando los botes ingleses comenzaron a virar en redondo.

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