Read Medstar I: Médicos de guerra Online
Authors: Steve Perry Michael Reaves
Los rayos láser asaeteaban a uno y otro bando, que ahora se encontraban a apenas unas decenas de metros de distancia. El vapor emanaba de los disparos perdidos que paraban en la vegetación, encendiendo pequeñas hogueras aquí y allá. Los soldados caían, chamuscados y humeantes, y los androides de combate se detenían de repente, soltando chispas por las quemaduras relucientes de sus chasis de metal blanco, puntos por donde los había perforado los disparos láser.
Reinaba un silencio sepulcral, ya que ningún ruido llegaba a aquella altura, mientras el piloto aminoraba para que ella pudiera obtener una visión más prolongada.
Parecía que las fuerzas de la República ganarían ese encuentro. Los dos bandos perdían combatientes al mismo ritmo y, en esos casos, la victoria está del bando más numeroso, aunque fuera una victoria cara. Una unidad que perdía a ocho de diez soldados sólo era ganadora en un sentido técnico.
—No podemos quedarnos mucho más —dijo el piloto—. Los filtros se pondrán rojos en unos quince minutos, y todavía faltan cinco para llegar a Uquemer-7. Me gusta contar con un margen de error.
La nave aceleró, y dejaron atrás la batalla.
Barriss pensó en lo que había contemplado mientras la nave volaba a toda velocidad sobre vegetaciones de llanura y pantanos vaporosos y asfixiantes. No sabía lo que le depararía el resto de la misión, pero estaba claro que no sería aburrido.
~
Jos estaba robando unos momentos preciosos de sueño en el cubículo que compartía con Zan cuando oyó que la nave se acercaba.
Al principio, medio dormido, pensó que se trataba de otra aeroambulancia con más heridos, pero luego se dio cuenta de que aquel ruido tenía un tono distinto.
Será el nuevo médico, pensó. Nadie en su sano juicio tomaría tierra en Drongar a menos que se lo ordenaran.
Se abrió campo por el campo osmótico que cubría la entrada del cubículo. Lo habían instalado para que el aire circulara libremente sin dejar entrar a los insectos de doble ala y ocho patas apodados picotones que zumbaban constantemente por la unidad. Tenía entendido que los nuevos modelos de tienda venían con una cobertura entrópica que extraía energía de las moléculas del aire cuando éstas traspasaban la barrera selectiva, lo cual reducía la temperatura interior en unos diez grados. Había solicitado una provisión de ellas y, con suerte, llegarían uno o dos días antes de que acabara la guerra.
Contempló cómo el transportador bajaba hacia la pista, pestañeando por la intensa luz de Drongar Prime. Vio a Zan, a Tolk y a algún otro saliendo a su vez de la SO. Pasaban una temporada de relativa tranquilidad en Uquemer-7, lo cual significaba que los pacientes no tenían que esperar para ser operados o recibir tratamiento, y que los cirujanos no tenían que salvarlos en una carrera a vida o muerte contra reloj. Estaban disfrutando del respiro mientras durase.
Un par de técnicos bothanos se acercaron rápidamente a la nave y pulverizaron el exterior con desinfectante de esporas. Jos sabía que ese lote concreto de desinfectante les duraría un mes más; justo lo que necesitaban las dichosas esporas que atacaban las junturas de las naves para desarrollar una inmunidad a la sustancia. Entonces habría que alterar varios precursores químicos y variar las configuraciones moleculares lo suficiente como pan generar un nuevo tipo de tratamiento que volviera a ser efectivo... por un tiempo. Un baile constante entre los mecanismos controlados de la ciencia y el ciego oportunismo de la naturaleza. Jos se preguntó, y no por primera vez, qué posibilidades tendrían las esporas de mutar en un agente patógeno más virulento que pudiera destrozar un par de pulmones en cuestión de segundos, y no de horas.
Entonces se abrió la puerta de la nave, y con ella la boca de Jos, por la sorpresa.
El nuevo médico era mujer. Y además Jedi.
El sencillo atuendo oscuro de la Orden era inconfundible, así como el hecho de que la silueta que envolvía era femenina. Había oído que el último fichaje del equipo era una mirialana, lo cual era casi como decir humana, un miembro de su misma especie, cuyos antepasados se habían dispersado en distintas diásporas por la galaxia, colonizando planetas como Corellia, Alderaan, Kalarba y cientos más. Los humanos eran ubicuos de un brazo a otro de la espiral galáctica, así que no era ninguna sorpresa ver llegar a otro, fuese hombre o mujer.
Pero ver a una Jedi, allí en Drongar... eso sí que era para sorprenderse.
Jos, como casi todos los seres lo bastante inteligentes como para acceder a la HoloRed, había visto las últimas imágenes grabadas de los Jedi en la batalla de Geonosis. Y las había visto antes de que los deberes de la Orden la dispersaran por la galaxia. Pero, aun así, uno de ellos había sido asignado allí, a Uquemer-7, una unidad médica militar venida a menos en un planeta tan alejado de las rutas espaciales conocidas que casi ningún cartógrafo galáctico habría conseguido acertar su ubicación con un margen de error de pársec.
Se preguntó qué hacía allí.
El coronel D’Arc Vaetes, el comandante humano de la unidad, recibió calurosamente a la Jedi mientras desembarcaba.
—Bienvenida a Uquemer-7, Jedi Barriss Offee —dijo él—. Creo que hablo por todos al decir que espero que su estancia...
Pero antes de que pudiera terminar la frase, Vaetes se detuvo al oír un ruido procedente del aire denso y húmedo. Un sonido que todos los habitantes de Uquemer-7 conocían bien.
—¡Llegan aeroambulancias! —gritó Tanisuldees, un soldado raso dresseliano. Era el ayudante de campo de Filba, el hutt responsable del aprovisionamiento. Señaló hacia el Norte.
Jos alzó la vista. Sí, se acercaban, desde luego. Cinco puntos negros recortados contra el cielo, que, a esa hora del día, eran de un apagado tono verde grisáceo, como las algas que recubrían la superficie del Mar de Kondrus. Cada aeroambulancia podía transportar unos seis hombres heridos, clones y otros posibles combatientes. Eso significaba que había al menos treinta heridos, puede que uno o dos más.
Al tomar conciencia de la situación, cada uno comenzó a moverse con un objetivo claro, preparándose para lo que se avecinaba. Zan y Tolk se dirigieron corriendo a la SO. Jos iba a seguirles, pero en lugar de eso dio media vuelta y se acercó rápidamente hacia la Jedi, que parecía algo confundida.
Vaetes cogió la mano a la mujer y señaló a Jos.
—Jedi Offee, éste es el capitán Jos Vondar, mi cirujano jefe. Él la informará de todo y la preparará para lo que se avecilla —el coronel suspiró—. Desgraciadamente, es algo a lo que ya estamos acostumbrados todos. Y lo más triste es que usted también se acostumbrará a ello, y más rápido de lo que cree.
Jos no estaba seguro de cuál era el protocolo adecuado a seguir para saludar a una Jedi, pero no le parecía momento para preocuparse por eso.
—Esperemos que la Fuerza esté contigo, Jedi Offee —dijo él, alzando la voz para que se le oyera a pesar del creciente ruido de los retropropulsores—. Porque va a ser un día largo y va a hacer mucho calor.
Se encaminó hacia el área abierta en el centro del campamento, donde ya se anunciaban los diagnósticos provisionales mientras se bajaba a los heridos de las aeroambulancias.
Barriss Offee apretó el paso para mantener el ritmo de Jos, que esperaba de todo corazón que ella estuviera preparada para lo que fuera. Es una Jedi, se dijo, seguramente tendrá lo que hace falta.
Así lo esperaba, por el bien de la mujer, y por el de las tropas.
E
l almirante Tarnese Bleyd tenía atenuada la luz de espectro completo de su despacho, ya que, al ser sakiyano, podía ver mejor en los infrarrojos que la mayoría de los seres, y prefería no soportar la intensa luminosidad que necesitaban muchas de las especies de la galaxia para poder ver. Casi todos los seres se consideraban iluminados en mayor o menor medida, pero para quienes podían ver las cosas como realmente eran, el resto de la población galáctica iba a tientas por la vida. Por desgracia, los que podían ver solían estar disminuidos por la ceguera de las masas.
Bleyd frunció el ceño. Sabía que era uno de los mejores almirantes de toda la República: inteligente, hábil y competente. De haberse dado las circunstancias propicias, podría haber ascendido sin problemas a la cima de la cadena de mando del ejército en poco tiempo. Ser, como mínimo, comandante de flota, puede que hasta Sumo Comandante del Sector de Prioridad; pero, en lugar de eso, sus superiores habían considerado oportuno relegarlo a esa roca perdida, olvidada por el Hacedor, en medio de ninguna parte, para presidir la administración de un MedStar de segunda, una fragata médica que cubría a las unidades de Uquemer cargadas de clones parcheados y recolectaba una planta autóctona.
Temió por la estabilidad de un sistema capaz de tomar decisiones tan mal tomadas.
Bleyd se levantó y se acercó al enorme ventanal de transpariacero. Drongar ocupaba un cuarto del firmamento que tenía “bajo” él. El planeta parecía vil y pestilente incluso desde esa órbita elevada. Sabía que, desde la superficie, el cielo tenía un tono parduzco y enfermizo debido a las nubes de esporas que flotaban constantemente por la atmósfera superior y a la vegetación desenfrenada y casi virulenta que lo cubría todo.
Se estremeció y se frotó los brazos. Su piel era del color y la textura del bronce oscuro y pulido, lo cual no significaba que no sintiera el frío de vez en cuando. Aunque la temperatura estuviera graduada a unos cómodos treinta y ocho grados.
Las únicas partes del planeta que le recordaban remotamente a las sabanas de su planeta natal, con sus vastas selvas y zonas húmedas casi continentales, eran los escasos parches aislados en los que crecía la bota. Ni siquiera podía verlos estando en órbita. Los campos más grandes se hallaban en Tanlassa, el mayor de los dos continentes del hemisferio Sur. El frente jasserak, única zona de conflicto activo que tenía de momento el planeta, estaba en la costa Oeste de Tanlassa.
Bleyd se alejó del puerto e hizo un gesto. Una representación holográfica apareció ante él, mostrando una imagen translúcida del planeta en rotación. Datos alfanuméricos caían en cascada a ambos lados de la imagen del globo. El almirante estudió las estadísticas. Se las sabía casi todas de memoria, pero a menudo se sentía obligado a repasarlas. De alguna forma, le era reconfortante conocer todo lo referente al planeta que le haría rico.
Según el equipo explorador de Nikto que había descubierto el sistema unos dos siglos antes, Drongar era un mundo relativamente joven con un radio de 6.259 kilómetros y una gravedad estándar de 1,2. Tenía dos lunas pequeñas; poco más que asteroides capturados, la verdad. En el sistema había tres planetas más, gigantes gaseosos que orbitaban en las zonas externas, lo cual protegía a Drongar de impactos de meteoros y cometas. Drongar Prime era aproximadamente del tamaño de Coruscant Prime, pero mucho más cálida, lo cual explicaba la localización climática, casi tropical, en que se encontraba Drongar. Pero la falta de una luna que compensara su elipse implicaba que, en varios cientos de millones de años, Drongar sería una “bola de nieve” tan fría o más que Hoth.
Bleyd hizo otro gesto y el holo se desvaneció. Pensó en Saki, su planeta natal. Sí, también era tropical, con grandes extensiones de selva y pantanos, pero no era como Drongar. Ni siquiera Neimoidia y Saki juntos rivalizaban con Drongar en fetidez y ruido.
Saki también tenía bosques, sabanas, lagos..., pero, al contrario que Drongar, tenía un eje estable, anclado por la gravedad de una única luna enorme. Por tanto, los cambios de estación en Saki eran suaves, el aire era dulce y la caza era abundante. Saki Prime era una vieja estrella de espectro virado al rojo. Desde la superficie del planeta parecía una joya de arrebatado color escarlata colgando en el azul del cielo.
Bleyd había oído decir alguna vez que los sakiyanos eran demasiado insulares, que tendían a quedarse en su planeta en lugar de aventurarse por la galaxia a jugar con los mayores. Él nunca respondía a semejantes acusaciones. Estaba seguro de que si la mayoría de los seres que afirmaban esas cosas pudiera pasar un día en Saki, entenderían por qué sus pobladores eran tan reacios a marcharse.
Sí, él se había ido, pero sólo porque las circunstancias le obligaron a buscar fortuna en otros mundos. Su padre de clan, Tarnese Lyanne, había invertido mucho en operaciones de mercado negro y contrabando, demasiado. Situ el Hutt, un vigo de Sol Negro, había traicionado a Lyanne, arruinando al clan Tarnese y obligando a Bleyd a buscar trabajo en el ejército de la República.
Pero algún día regresaría. Eso jamás lo dudó. Y regresaría por la puerta grande.
Los sakiyanos eran una raza orgullosa de depredadores. Los antepasados de Bleyd eran legendarios cazadores. Su monthrael era ser tan leyenda como ellos.
Bleyd se dejó de ensoñaciones. En ese momento no podía permitirse tal desconcentración. Debía tomar una decisión, una decisión que podría determinar el resto de su vida.
Pero lo cierto es que sólo había una opción. Si la República no podía o no quería reconocer sus habilidades, peor para la República, no para él. Después de todo, siempre había sabido que sólo dependía de él poder salir de esa guerra siendo más sabio, y más rico.
Mucho más rico.
Si reunía los créditos suficientes, Bleyd podría reclamar las posesiones del clan. Ya era tarde para llevar a cabo su pospuesta venganza contra Shiltu. El viejo corrupto había muerto diez años antes por hemorragia celular masiva, una especie de embolia corporal completa que había acabado con la vida del hutt de un modo mucho menos doloroso y prolongado de lo que le habría gustado a Bleyd.
Pero resultaba bueno no tener esa tentación. Sabía que la venganza era un lujo caro y peligroso. Retirarse de la guerra como un hombre rico sería la mejor venganza contra un estamento militar demasiado imbécil para darse cuenta de lo valioso que era él.
Si Filba seguía portándose...
Bleyd no era ajeno a la enorme ironía que suponía tener que confiar en otro hutt para volver a tratar con Sol Negro. Era arriesgado, muy arriesgado. Aliarse con Sol Negro era como apostar con un wookiee: a veces conviene dejarse ganar por él, aunque sepas que está haciendo trampas. Pero había demasiado en juego para cortar. Podría convertirse en un potentado con los créditos que esperaba ganar, quizás hasta podría entrar en política. Cerró los ojos mientras se lo imaginaba. El acaudalado senador de Saki con su propia cúpula palaciega en Coruscant, influyendo en las vidas de billones de seres con sus órdenes... Podría acostumbrarse fácilmente a ese tipo de vida.