Read Medstar I: Médicos de guerra Online
Authors: Steve Perry Michael Reaves
Quizá fuese hora de acelerar el plan. Después de todo, ni a Dooku ni a Sol Negro les convenía que sus manipulaciones salieran a la luz.
Columna asintió. Caminaba por una finísima cuerda floja que cruzaba un abismo más grande que el mismo tiempo. Pero el fracaso, ahora menos que nunca, no era una opción.
~
Barriss no recordaba haberse sentido nunca más impotente, más inútil.
Había salvado a Ii, y se había sentido orgullosa de hacerlo, pero lo único que había conseguido fue que se volviera loco y entrase en combate para que se lo llevara la muerte. Sí, había sido decisión suya, pero, aun así, la pregunta le asediaba: ¿podría haberle salvado? ¿Se habría esforzado más de ser alguien que le cayese bien en vez de alguien a quien detestaba? Se suponía que un jedi no debía involucrarse en nada de forma personal. Un jedi tenía que ser capaz de controlar sus sentimientos y hacer lo correcto por las razones correctas.
¿Podría llegar a actuar así alguna vez?
No había sido capaz de rechazar el ataque que había matado a Zan, ni siquiera lo percibió de antemano. Y cuando el pedazo de metralla se alojó en la base del cráneo del zabrak, tampoco pudo salvarlo, pese a utilizar todo el poder que se suponía que tenía.
Ni siquiera pudo aliviar el dolor de Jos por la muerte de su amigo. Y en caso de que él se lo hubiera permitido, ¿tendría ella esa capacidad? Unas horas antes no lo había dudado, pero ahora ...
De repente dudaba de todo. La inmensidad de la guerra le parecía más allá de las capacidades de los pocos Jedi que quedaban. Incluso aquella pequeña parte era más de lo que ella podía controlar.
Jos había conseguido sentarse, apoyado contra la pared del transporte que avanzaba a trompicones. Tolk, que le amaba, se arrodilló a su lado y le curó las heridas físicas, que no eran nada comparadas con el daño psíquico. Los médicos trataban esas cosas, habían estudiado para ello, pero no eran inmunes a los sentimientos personales. Zan Yant había sido buena persona, un cirujano entregado, un músico maravilloso, y ahora todo eso se había interrumpido. ¿Por qué?, se preguntó Barriss a sí misma. Porque dos facciones opuestas querían más poder y el control sobre los ciudadanos de la galaxia. ¿Había una actividad más terrible que la guerra? ¿El asesinato organizado de masas por razones que nunca parecían justificadas ni cuerdas?
Ella contempló a los médicos de la nave. A veces había que pagar un precio excesivo, y ella había jurado sacrificarse en caso de ser necesario. Pero también era curandera, alguien que podía emplear la Fuerza para curar a los enfermos o heridos. Pero en aquel momento se sintió como un grano de arena luchando contra una enorme marea lunar. Era todo tan ... absurdo. Tan abrumador. Y ella no podía hacer nada por impedirlo. Nada.
¿Cómo podría llegar a ser unaJedi sintiéndose así?
I-Cinco dijo:
—Entiendo hasta cierto punto las motivaciones de los seres biológicos, pero no puedo comprender cómo pueden desembarazarse de las consecuencias de algunos de sus actos.
—Bienvenido al misterio —dijo Barriss.
—Me parece que no seré yo el que lo resuelva. Ese último impacto parece haber afectado negativamente a mis circuitos de recuperación. Mi proceso heurístico de memoria ha dejado de funcionar.
Barriss utilizó la Fuerza, pero la mente del androide, como las de quienes eran como él, era impenetrable. A él tampoco podía ayudarle.
Llegar a ser una Jedi le parecía en ese momento algo tan lejano como Coruscant y los felices días de su niñez.
~
Den tomó muchos apuntes, registró con la grabadora, capturó imágenes.
Cuando finalmente llegaron a su destino, los androides comenzaron a montar el Uquemer, pese a ser noche cerrada. Los sonidos e imágenes de construcción se desarrollaron en la oscuridad caliente y húmeda, al áspero resplandor de la luz artificial que atraía a enjambres de insectos no pensantes.
El trauma por la muerte de Zan le aplastó como una ola oceánica, con un impacto fuerte, repentino y abrumador. Den se retiró a trabajar; era la misma táctica que utilizaban soldados, médicos y periodistas en toda la galaxia. Seguir moviéndose, no pensar en cosas que es mejor dejar para otro momento.
La gente y los androides hacían su trabajo, y él hacía el suyo. Iba de un lado a otro, fijándose en las reacciones, asimilando todo y registrándolo.
Se encontró con I-Cinco, que dirigía a otros androides en la colocación de pacientes en un pabellón recién terminado.
—Una pena lo de Zan —dijo Den.
—Una gran pérdida —dijo el androide—. Si te sirve de consuelo, su último momento fue feliz. Te vio salvar su instrumento. Su expresión de gratitud parecía auténtica y sincera.
Den se encogió de hombros.
—No me consuela mucho, amigo androide.
—Quizá, pero ¿no es eso mejor que ningún consuelo? Mi circuito emocional no es tan profundo como el tuyo, pero la tristeza que siento se mitiga al saber que el fallecimiento de Zan Yant fue tan rápido como carente de dolor. Además, a falta de un término mejor, estaba en estado de gracia. Tú acababas de salvar su posesión más preciada. Creo que si les dieran la opción, los seres con sentimientos optarían por morir en ese estado en lugar de hacerlo con miedo o sufrimiento.
Den no pudo evitar suspirar.
—Sí, supongo. Tampoco se puede elegir la forma de morir. Alguien como Zan no debería tener que decidirlo.
Pasó un par de androides que llevaba una pieza de construcción que Den reconoció como parte de la cantina. Bien. Cuanto antes la montaran, mejor.
—Ojalá nadie tuviera que tomar esa decisión —respondió I-Cinco—.
Pero ésta es la galaxia en la que vivimos, y hasta que los poderes fácticos se den cuenta de que la guerra es ineficaz y costosa en términos de vida y propiedad, siempre deberemos tomar esas decisiones.
Den negó con la cabeza.
—Sigo sin acostumbrarme a un androide filósofo. Eres muy especial, I-Cinco.
—Vete acostumbrando a ello. No creo ser el último androide de este tipo.
Si me lo permites, si los androides estuvieran al mando, la guerra no sería una actividad aprobada.
Den asintió. —Eso sería genial.
—Pero tú no tendrías trabajo como corresponsal de guerra.
—Ya encontraría otro. Créeme, merecería la pena.
I-Cinco regresó a la coordinación de pacientes, y Den se alejó. Cruzó el recinto, encontrándose con varios soldados que obviamente eran recién llegados... Aunque todos eran iguales, había una especie de inocencia en los nuevos que les distinguía de tropas más experimentadas. Charlaban animadamente; sin duda todo aquello les parecía increíblemente emocionante. ¿Había sido él así de inocente? De ser así, fue hace mucho tiempo y muchos planetas.
Echaría de menos a Zan Yant, su música, su chispa y su forma de jugar a las cartas. Pero I-Cinco tenía razón. Así era como funcionaban las cosas. Y no tenían pinta de cambiar.
Mientras tanto, él tenía trabajo que hacer.
—Disculpe, ¿podría decirme cómo se sintió como técnico durante el reciente ataque sufrido por el Uquemer ... ?
E
l Uquemer-7 se ubicó a ochenta kilómetros al sudeste del viejo asentamiento. Por fuera todo parecía más o menos igual. Los árboles estaban en sitios distintos, las pequeñas colinas tenían sombras distintas y las setas tenían otras formas, y hasta había otro campo de bota cercano. Seguían estando en un Uquemer, en un planeta maldito, sólo que Zan ya no estaba, y la guerra seguía presente, agazapada para abalanzarse como un monstruo desde alguna cueva oscura y sombría.
Jos se sentó en su nuevo catre, en el mismo cubículo que había compartido con Zan, mirando al infinito a través de la sólida pared.
Todo era igual, pero todo había cambiado.
Los androides podían ser mucho más de lo que él había pensado, y los clones no eran tan simples como a él le había convenido creer. El mundo estaba patas arriba, pero de alguna forma las cosas seguían cayendo sobre sus cabezas desde el cielo.
Seguía sin poder asimilar la muerte de Zan. No podía creérselo. Sabía perfectamente que su amigo había muerto, había ido a ese lugar del que no vuelve nadie. Pero, emocionalmente, Jos seguía esperando que la puerta se abriera en cualquier momento y Zan entrara por ella, arrastrando la funda de la quetarra, quejándose de la lluvia o riéndose de alguna tontería de la SO, antes de sacar el instrumento e interpretar alguna fuga clásica.
Pero eso jamás volvería a ocurrir.
Casi todos los días moría alguien en la SO, algunos en sus manos, mientras intentaba salvarlos frenéticamente, pero aquello ... Aquello no era lo mismo.
Zan era su amigo.
—¿Jos?
Alzó la vista.
Tolk estaba en la entrada. Llevaba el uniforme blanco. Su corazón se aceleró al verla ... , y luego se detuvo y se rompió. Su tradición, las centenarias costumbres de su clan le impedían estar con ella. Su familia, su historia y sus ataduras sociales especificaban que Tolk y él jamás podrían estar juntos. y él lo había creído hasta aquel momento, había pensado que todo aquello era cierto, lo había aceptado como había aceptado como anatema pensar en desafiar el canon.
Pero Zan había muerto. Y aquel hecho trágico y simple había hecho que Jos se diera cuenta más que nunca de lo cierto que era el viejo dicho que había oído durante toda su vida, que incluso se había dicho a sí mismo alguna vez, pero sin entenderlo de verdad:
La vida es demasiado corta.
Demasiado corta para gastarla en cosas que no fueran importantes.
Demasiado corta para desperdiciarla en algo que no beneficiara de una forma u otra a uno mismo o a sus seres queridos. Y demasiado corta para dejar que normas y tradiciones absurdas le dijeran lo que podía hacer, dónde podía vivir...
y a quién podía amar.
Allí estaba Tolk, frente a él. Jos la miró y sintió que se le agolpaban las lágrimas. Se levantó y abrió los brazos.
—Tolk ... —comenzó a decir.
Pero no necesito más. Ella corrió hasta él. Se abrazaron, se besaron, con ternura que se tornaba pasión, mientras descubrían el bálsamo más antiguo para los horrores de la guerra. La verdad conocida desde siempre pero siempre ocultada: que el pasado estaba congelado, el futuro sin formar y que la eternidad se hallaba en cada latido del corazón.
En la guerra, así como en la paz, era la única forma en la que se podía vivir.
El momento fue breve. El zumbido de las aeroambulancias lo rompió. Jos miró a Tolk un instante.
—Es hora de ir a trabajar —dijo ella suavemente.
El asintió.
—Sí.
Salieron juntos hacia la SO.
FIN