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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (34 page)

BOOK: Memento mori
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Tal y como le había dicho, el psicólogo le acompañó a Gernika para ver aquel partido de rugby entre el Bizkaia Gernika RT y el Cetransa El Salvador. Durante las tres horas y media que duró el viaje por carretera, el tema principal de conversación fue, como no podía ser de otra forma, la investigación. Carapocha le relató otros casos con los que, según él, había cierto paralelismo y le habló de cómo trataba de superar la enorme frustración que suponía el fracaso cosechado en muchos de los sucesos en los que había intervenido en el pasado.

Las tonalidades amarillas, marrones y ocres de la planicie castellana se fueron transformando en una interminable gama de verdes en relieve a medida que ganaban kilómetros en dirección al norte. Una vez en la población vizcaína, ya no volverían a tocar el asunto; ni siquiera en el viaje de regreso a Valladolid. Comieron «de potes», y fueron tomando contacto con el ambiente que se vivía en la población antes de dirigirse al campo. Carapocha estaba ensimismado por la atmósfera festiva de la grada de Urbieta, pero sobre todo por la posibilidad de seguir bebiendo cerveza.

Durante el calentamiento, Sancho le hizo un resumen de la trayectoria de ambos equipos. El conjunto local había ascendido hacía solamente dos años, pero contaba con un equipo muy fuerte en delantera y un espíritu muy combativo que había sabido transmitirles su entrenador, un argentino llamado Jorge Giménez. El Salvador, tras hacer una primera vuelta desastrosa de la mano de otro tipo que, en palabras de Sancho, «sabía menos de rugby moderno que yo de cocinar con la Thermomix», estrenaba técnico: Juan Carlos Pérez. Dado que el inspector era seguidor del equipo visitante, Carapocha se hizo repentinamente hincha incondicional de los locales. Durante la primera parte, el inspector se dedicó a exponerle los aspectos clave del juego mientras Carapocha escuchaba con la misma atención con la que bebía. De vez en cuando, le hacía alguna pregunta sobre una acción concreta del juego o se levantaba de su asiento para aplaudir alguna jugada de «los suyos». Estaba disfrutando del partido como un aficionado local más.

En el transcurso de la primera parte, ya se había quedado con los nombres de los jugadores locales más destacados —los argentinos Negrillo, Zabaloy, Bruno Mercanti o Poki Coronel y los de casa: Magunazalaia, Martitegui o los hermanos Urrutia—. De los franjinegros, preguntó los nombres de aquellos que más le llamaron la atención: el samoano Joe Mamea, el medio melé Pablo Feijoo, el calvo Murré y otro de grandes proporciones al que llamaban, indistintamente, Nava o Navas. El marcador parcial favorecía a los visitantes por 6 a 10. Carapocha, sin embargo, se imponía en latas vacías a Sancho por un claro 4 a 2. Cuando se reanudó el partido, ya sabía lo que era una patada a seguir, una
touch
o un
maul
, y distinguir entre un
ruck
y una melé. También le quedó claro que no se podía increpar al árbitro en el rugby, lo que aceptó a regañadientes. El partido se resolvió en los instantes finales por 14 a 13 a favor de los locales para júbilo de Carapocha, que también consiguió la victoria en cervezas frente al inspector por 6 a 4. Cuando el inspector le explicó en qué consistía el tercer tiempo
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, el psicólogo le confirmó que, a partir de ese momento, el rugby se había convertido en su deporte favorito; por delante, incluso, de la gimnasia rítmica. Ya en la sede del club, Sancho se encontró con ilustres veteranos y excompañeros, con quienes compartió mesa y bebida. Mientras, su acompañante aparecía y desaparecía entre la muchedumbre departiendo con los parroquianos sobre quién sabe qué. Incluso, se encontró con un vecino suyo de Plentzia que resultó ser el gerente del club y que le aseguró que algún día el nombre de Gernika se pasearía por Europa. Luego insistió en que se quedaran a cenar con ellos y no supieron decir que no. Aguantaron hasta las tres de la mañana, momento en el que tuvieron que batirse en retirada después de haberse dejado llevar por los excesos. Eso sí, se fueron sin hambre y sin sed.

El domingo, Carapocha insistió en enseñar a Sancho todos los recovecos de su Plentzia, alternando conversaciones sobre el rugby y la idiosincrasia y gastronomía vascas con preguntas sobre las relaciones amorosas de Sancho. Nagore y Martina subieron a la palestra para bajar de ella con distinta suerte. En el viaje de vuelta, el psicólogo se adentró en los dominios de Morfeo cuando aún no habían salido de Gernika. El policía condujo dando rienda suelta a sus cavilaciones y antes de llegar a Burgos ya había llegado a la conclusión de que no recordaba un fin de semana tan bien aprovechado y divertido en los últimos años.

Sancho volvió al presente rescatando su mirada, que tenía perdida en el monitor, para repasar las últimas anotaciones que acababa de hacer en su cuaderno. Tenía que reflejar los escasos avances de la investigación en el informe que iba dirigido a Mejía y Travieso. Nada se sabía del origen de la pistola Taser, y las averiguaciones sobre el proceso de adopción de Mercedes Mateo estaban en punto muerto. La principal línea de avance en el caso se centraba, en ese momento, en la detención de un sujeto cuya descripción plasmada en un retrato robot había sido corroborada por un vecino como la del operario que había sido visto merodeando cerca de la casa de la segunda víctima.

Sin embargo, la realidad era bien distinta, pero no la dejaría por escrito en un equipo al que tenía acceso el principal sospechoso. Peteira había elaborado un listado con cuarenta y tres nombres a partir de la información proporcionada por la central de Correos. Se les había requerido información sobre los propietarios de apartados de correos en Valladolid que hubieran recibido algún envío procedente de los veinticuatro países en los que se podía comprar, vía Internet, una pistola Taser X26. Esos nombres se cruzaron posteriormente con la base de datos de fichados, y se habían obtenido cinco resultados. Por su parte, Matesanz había conseguido averiguar en el Registro Civil que Mercedes Mateo Ramírez y Santiago García Morán habían tenido un hijo el 22 de marzo de 1978: Gabriel García Mateo. En el Juzgado N.º 1 de Valladolid, encontró documentación con fecha 17 de septiembre de 1984 sobre la retirada de la custodia y patria potestad a la madre por malos tratos. Cuando leyó que el niño tenía lesiones en las manos causadas por alfileres, acudió al segundo poema y encajó las piezas.

Tropiezo en mi vida, cuando era niño,

me mató tu aguja, tu odio con saña.

Enterraste mi alma; yo, mi cariño.

Tenía muy claro que Gabriel García Mateo era Gregorio Samsa, pero la pista del niño se perdía con la adopción y no encontraron nada sobre sus padres adoptivos. Era como si se lo hubiera tragado la tierra. Mientras se preguntaba quién podría hacer desaparecer no solo archivos electrónicos, sino también físicos sobre una adopción, sonó su teléfono móvil. No tenía el número registrado, pero algo le hizo aceptar la llamada.

—Sancho.

—Soy Bragado. —Acto seguido, se autentificó con un sorbido nasal.

El inspector maldijo en el acto haber hecho caso omiso a su presentimiento.

—Bragado. ¿Qué tripa se te ha roto ahora?

—Vamos a dejarnos de tonterías, por favor. Necesito hablar contigo, estoy donde Luis.

—¡Joder, Bragado!, ¿no te dejé claro que te quería fuera del caso? No tengo tiempo para darte más explicaciones. Ya sabes, a buen entendedor…

—Pocas palabras bastan —completó su predecesor—. Ya me lo conozco, pero vas a tener menos tiempo aún si hago una llamadita a mis amigos de la prensa para contarles que tenemos un posible asesino en serie en la ciudad.

La amenaza no encontró respuesta.

—No pretendo dificultar las cosas. Creo que ya te he demostrado que solo quiero ayudar, nada más.

—¡Una puta mierda, Bragado, tú siempre buscas algo a cambio! ¿Qué quieres de mí?

—Quiero demostrar al cuerpo en general, y a Mejía en particular, que se confundieron conmigo. Sigo muy jodido por todo aquello. Únicamente te robaré unos minutos. Vamos, Sancho, me la debes.

—¡Yo no te debo absolutamente nada! —voceó justo antes de advertir que tenía la puerta abierta—. Bragado, dame quince minutos.

—Aquí te espero.

Sancho golpeó el móvil contra la mesa y se masajeó las sienes con los ojos cerrados. Se levantó maldiciendo y se dirigió al despacho de Mejía. A los ocho minutos, salió de allí compungido, cariacontecido y con un nudo marinero por estómago. El comisario le había comunicado con aparente sosiego que tenía que ingresar en el hospital Río Hortega al día siguiente para someterse a un tratamiento de quimioterapia y radioterapia por unas manchas en el pulmón que le habían detectado hacía un par de semanas y de las que ya tenían el veredicto: cáncer de pulmón en estadio IIIA extendido por los bronquios y el diafragma. Nunca sabía qué decir en ese tipo de situaciones, pero consiguió balbucear:

—Antonio, no te preocupes por nada de lo que ocurra aquí dentro, solo concéntrate en salir de esta.

Cuando le estrechó la mano para despedirse, Sancho percibió algo distinto en la mirada de ese hombre que acumulaba sudor frío en las palmas y al que le temblaba el pulso. Era miedo.

Antes de entrar en El Mesón Castellano, tradicional centro de operaciones de los tiempos muertos de los habitantes de la comisaría, se prometió que no le contaría nada a Bragado sobre la enfermedad de Mejía. Apenas hubo empujado la puerta, el olor de la tortilla de patatas y el de los torreznos hicieron que su estómago se activara. Apalancado en la barra pudo distinguir el volumen de ese hombre con apariencia de homínido dispuesto a amargarle los siguientes minutos de vida. Bragado estaba enterrando su penúltima colilla entre los cadáveres de lo que, hacía menos de cuatro horas, había sido un paquete de Winston. La barba sin afeitar de casi una semana y reconocer la misma ropa que llevaba puesta el día en que le destapó lo de Samsa fueron alarmas que obligaron a Sancho a guardar una más que prudente distancia de seguridad olfativa.

—Gracias por venir. ¿Qué vas a tomar?

—Café solo. Todavía no sé qué hago aquí, pero estoy seguro de que, cuanto más tiempo pase contigo, más probabilidades tengo de meterme en un gran lío. Te agradecería que fueras muy concreto, no tengo mucho tiempo.

—Mira, a mí me retiraron antes de lo debido, lo sabes. Necesito que comprendas que he dedicado toda mi vida al cuerpo, y que es lo único que sé hacer. Llevo años levantándome por la mañana sin saber a qué coño dedicar las horas. Mi hija voló del nido hace ya tiempo, y con mi ex no tengo más trato que la llamada mensual para recordarme que le haga el ingreso de la pensión.

Sancho le escuchaba atentamente, sin interrumpirle, tratando de detectar algún signo que le indicara si estaba siendo sincero o no. Hasta el momento, no pudo apreciar nada delatador.

—Es cierto que me salté ciertas normas en mi última etapa como inspector, pero, sobre todo, me salté a Mejía —confesó—. Desde que se plantó con su saco de huesos y su cara amarillenta en el despacho del comisario, trató de imponer sus normas, pero ya había unas normas, y funcionaban.

«
Bragado's rules
», pensó Sancho.

—Siempre fue muy burocrático, seguía el maldito manual de procedimientos punto por punto, y eso ralentizaba mucho el avance en mis casos. Los primeros meses conseguí amoldarme a duras penas, pero fue a los dos años cuando tuvimos el primer desencuentro importante en un caso muy claro de violencia doméstica en el que no éramos capaces de encontrar el arma del crimen para incriminar al marido. Te aseguro que era tan culpable como la peste bubónica. Al poco tiempo, apareció la maldita arma en un contenedor de obra a tres calles del domicilio del matrimonio.

—¿Apareció?

—Apareció, sí. El caso es que el marido terminó confesándolo todo, y nos indicó dónde la había tirado. Una figura de bronce con la que le abrió la cabeza por tres sitios.

—Confesó. Ya me han hablado de tus métodos en los interrogatorios.

—Confesó y punto —precisó aspirando el contenido de su nariz—. Era culpable y no podía permitir que se fuera de rositas, ¿vale?

—Y Mejía se enteró.

—Así es. Puso el caso en manos de Asuntos Internos, pero yo tenía un buen amigo ocupando un alto cargo político que consiguió que solamente me abrieran expediente disciplinario.

—Muy bien, Bragado, pero ¿qué tiene que ver este caso con rencillas del pasado entre Mejía y tú?

—Mejía es un hombre muy testarudo, ya le conoces. No pararía hasta que consiguiera largarme y, al final, lo consiguió. De no ser así, todavía me quedarían tres años de servicio y estaría al frente del caso más importante al que me hubiera enfrentado en toda mi carrera. ¿Lo entiendes? —Agitó su paquete vacío y alargó la mano para coger un Camel ajeno que reposaba desprevenido en la barra—. Solo quiero ayudar, sentirme partícipe de la investigación, aunque sea
off the record
.

—¿Crees que vas a conseguir algo amenazándome con ir a los medios? —cuestionó Sancho estrechando la distancia de seguridad y verificando que el del tabaco no era el único olor que despedía Bragado.

—Siento haberlo hecho, pero necesitaba hablar contigo. Dime a quién estamos buscando y no te molestaré más. Yo me moveré al margen, te aseguro que me quedan muchos contactos en la calle que podrían ayudarnos.

Escuchar a Bragado expresarse en la primera persona del plural le produjo un escalofrío que le obligó a encogerse de hombros. El inspector inspiró al tiempo que se frotó con saña la barba antes de contestar. Valoró la probada capacidad de su predecesor como investigador frente a los riesgos de hacerle partícipe del caso.

—Dos normas: solo hablarás conmigo y me contarás al instante todo lo que averigües. ¿Está claro?

Bragado asintió. Sancho terminó su café y pagó.

—Vamos a dar una vuelta.

Una vez fuera, Sancho le contó, mientras trataba de no meter el pie en alguno de los charcos que había dejado la lluvia caída esa mañana, que habían comprobado que, efectivamente, Gregorio Samsa era una identidad falsa y que estaban seguros de que la descripción física no se ajustaría a la del sospechoso. Casi tenían la absoluta certeza de que la segunda víctima era su madre natural, pero la pista del niño se perdía en el momento en que fue entregado en adopción. No le pasó desapercibida la expresión de Bragado cuando le reveló el nombre del niño, pero no entendería la razón sino hasta muchas semanas después.

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