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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (37 page)

BOOK: Memento mori
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—Ya lo decía mi padre, bicho malo nunca muere.

—Sigo. Después de su estancia en Rusia formándose como agente, se encargó a Caridad Mercader acabar con el mayor enemigo político de la Unión Soviética: Trotski. El viejo ya había encontrado asilo político en México tras recorrerse medio mundo buscando un cobijo que ningún país estaba dispuesto a darle. Por cierto, durante su etapa como corresponsal de la
Gaceta de San Petersburgo
en Belgrado, Trotski se alojaba siempre en el Hotel Moskva, y en esa misma habitación reposaron estos huesos durante los largos meses que pasé en los Balcanes. Ya veo que la anécdota te ha dejado impresionado —ironizó.

—Por completo —completó.

—Capitalista analfabeto… Mientras, Ramón tuvo que infiltrarse en los círculos trotskistas de París bajo una identidad falsa, la de un periodista belga llamado Jacques Mornard. Allí conoció y se hizo novio de una de las secretarias personales de su objetivo, se llamaba Sylvia… espera.

—Gastas una memoria envidiable para la edad que tienes.

—No creas, es solo memoria selectiva. Recuérdame que te dé una patada en los testículos cuando termine de contarte la historia. ¡Ageloff, se llamaba Sylvia Ageloff! —gritó con acento ruso chasqueando los dedos y mostrando su sonrisa de hiena—. Ella vivía en Nueva York, y hasta allí se trasladó Ramón fingidamente enamorado de la joven norteamericana. ¡Ojo! Ramón era un joven muy bien parecido, de porte atlético, sereno y respetuoso, un auténtico
gentleman
que hablaba inglés y francés a la perfección. De hecho, Sylvia jamás le escuchó pronunciar una sola palabra en español. Pudo entrar en el país con pasaporte canadiense, como Frank Jackson, con la excusa de evitar ser llamado a filas por el ejército belga, país que acababa de ser invadido por los nazis. Por supuesto, toda su documentación fue obra de los servicios secretos soviéticos, pero hay que quitarse el sombrero ante la paciencia y premeditación con la que trabajaba el bueno de Ramón.

—Cualidades ambas que marcan nuestra idiosincrasia —certificó con acidez.

—Exacto. Prosigo. Con la excusa de tutelar una serie de negocios familiares, se trasladó a México D. F. otra vez bajo la identidad de Jacques Mornard. Previamente, Caridad le había preparado bien el terreno gracias a sus muchos contactos en el país. Trotski residía en una especie de mansión fortificada y custodiada por agentes americanos y mexicanos día y noche. El primer intento de terminar con él fue una chapuza. Ramón y otro comunista local, un artista apellidado Sequeiros, organizaron un asalto en el que participaron entre quince y veinte hombres. Consiguieron entrar en la mansión, pero eran matones de tres al cuarto que iban puestos hasta las cejas de tequila, por lo que lo único que consiguieron fue dejar la habitación de Trotski como un auténtico queso gruyere; se registraron más de doscientos impactos de bala, pero ninguno alcanzó su objetivo. Después de esto, Ramón decidió encargarse él mismo de la operación acercándose más al círculo íntimo de Trotski, y aquí es donde empieza lo realmente meritorio del agente. En ningún momento quiso tomar contacto con su enemigo; simplemente, se limitó a dejarse ver con Sylvia y a ser amable con todo el mundo para ir ganando confianza. Nunca se declaró trotskista ni pidió entrar en la casa hasta que fue invitado. Así pasaron las semanas hasta que cierto día consiguió hablar con él para que le ayudara con un artículo periodístico; este accedió. El día siguiente, un 20 de agosto de 1940, con este pretexto, consiguió quedarse a solas con él en su despacho. Se colocó a su espalda y, mientras Trotski leía el documento, eligió entre las tres armas que había conseguido colar envueltas en su gabardina: una pistola Shark, un cuchillo de treinta y cinco centímetros de hoja y un piolet al que le había recortado el mango.

—¿Y cómo es que eligió el piolet? —preguntó Sancho.

—Se supone que debía asesinarle, salir de la casa y huir en el coche en el que le esperaban su madre y el responsable del NKVD al mando de la operación. Los disparos habrían alertado a los guardias; por tanto, creyó que un golpe en el cráneo con el piolet sería la mejor opción para dejar en el sitio al viejo revolucionario. Se equivocó. A pesar de que penetró tres centímetros y medio en el cerebro, este se levantó para evitar que le diera un segundo golpe e incluso le mordió la mano. Es famoso el grito que dio entonces Trotski y que atormentó a Ramón Mercader durante el resto de sus días. Cuando entraron los guardias, le redujeron de inmediato y no lo mataron a golpes allí mismo porque el viejo bolchevique lo impidió para poder averiguar quién le había mandado. El camarada Trotski fue operado, pero no pudieron salvar su vida.

—¿Qué pasó con Mercader?

—Que demostró tener un buen par de pelotas.

—Como buen español —añadió en un alarde de patriotismo.

—Sí, sí. Pelotas tenéis para regalar, soberbia para donar y cerebro para comprar. El caso es que no pudieron hacerle confesar su verdadera identidad a pesar de los interrogatorios, exámenes psicológicos y demás tormentos. Él siempre alegaba que era un trotskista decepcionado por la traición de su líder al comunismo. Ni el propio Stalin, en sus sueños más húmedos, le hubiera dado un mejor final para sus intereses. No fue sino hasta su muerte, en 1953, cuando se conoció su verdadera identidad. Jacques Mornard era Ramón Mercader del Río. Se comió los veinte años de cárcel a los que fue condenado, tras los que volvió a una Madre Patria en la que ya nadie quería saber de él. Malvivió de un sitio para otro hasta que murió de cáncer en La Habana, en 1978. Ni siquiera pudo cumplir su deseo de morir en Sant Feliú de Guixols después de la muerte de Franco, como hubiera deseado.

—Interesante, en serio. Estoy pensando acogerte en mi casa de forma indefinida para que me cuentes historias de espías por la noche. Así solucionaría mis problemas de insomnio.

—Si follaras más, dormirías a pierna suelta, pero claro, con ese porte y esa gracia que tienes… Por cierto, ¿tienes pensado vaciar hoy tus testículos? —preguntó teatralizando una mirada lasciva.

—No sé muy bien qué plan hay. Está empeñada en darme unas explicaciones que yo no le he pedido.

—Quizá si le das algo para que se entretenga —propuso agarrándose sutilmente la entrepierna—, no hable tanto. Pero ten cuidado, no te haga la de Boris Becker, ¿eh? ¡Que el esperma pelirrojo se cotiza mucho!

Sancho desparramó una enorme carcajada que retumbó en el adoquinado de la plaza. El psicólogo se animó a seguir hablando:

—Si insistes, te regalaré un consejo profesional que te ayudará a orientarte. Por si no te has percatado todavía de ello, esa mujer tiene muchos atributos, pero la capacidad para simplificar las cosas no está entre ellos. Aporta tú ese ingrediente. Haz las cosas sencillas y sin rodeos. Si pretendes mantener un intercambio de pareceres sobre el amor verdadero con Martina, te va a romper las alas y le importará poco la cara de bobo que se te quede. Si lo que quieres es mantener con ella una relación basada en un intercambio esporádico de ideas y fluidos, es posible que tarde en darse cuenta de que, en realidad, estás tratando de llenar con ella ese gran vacío afectivo que tienes —aseguró golpeando al inspector en el pecho—, y eso habrás ganado.

Sancho procesó el consejo antes de abrir la boca.

—Cualquier cosa que te conteste va a dar pie a que me sueltes alguna frase ingeniosa que, casi con total seguridad, va a tocarme mucho los huevos. No voy a darte la réplica esta vez.

—Bien hecho, y ya que renuncias a tu turno, te voy a regalar un chiste. ¿Sabes qué le dice la compresa a la princesa?

—Sorpréndeme.

—«Azul, azul… ¡Hija de puta!». Se lo puedes contar a Martina como si fuera tuyo, el humor es el camino más corto para llegar a las bragas de una mujer.

—¡Dijo el doctor Amor desde su locutorio sentimental! Todavía no comprendo por qué no te persiguen decenas de mujeres para que las hagas partícipes de tu bolchevique miembro.

—Mira, muchacho, yo me he acostado con mujeres cuya falta de higiene en sus partes íntimas haría vomitar a una cabra, aunque precisamente ayer, como diría la cucaracha, me echaron un polvo que casi me matan.

No pudo evitar una nueva y sonora carcajada.

—Lo cierto es que para mí no ha habido ninguna otra mujer desde Erika —expuso Carapocha espirando cierto tufo a nostalgia que sonó bastante veraz—, pero esa historia ya te la contaré otro día que me prestes la atención que requiere, hoy tienes todas tus neuronas en posiciones muy meridionales.

—Cuán afortunado me siento. Me lo anoto.

—No obstante, supongo que antes de dejarme tirado te dará tiempo a invitar a este anciano a una última copa, ¿no? Este garito tiene buena pinta; La Comedia —leyó.

—Muy apropiado para gente de tu edad. Además, el anciano ya ha sido invitado a cenar por el portador del esperma pelirrojo, así que nos tomamos la copa, pero la pagas tú como que me estoy quedando calvo; como mi padre.

—Alguien dijo que la realidad es solo una alucinación fruto de la falta de alcohol. Veremos si aceptan mis rublos y conseguimos escapar de la realidad.

Residencia de Martina Corvo
Zona centro

La última vez que Sancho se miró en el espejo de ese mismo cuarto de baño tenía otra cara bien distinta. Había seguido el consejo de Carapocha; incluso, le había contado el chiste de la compresa y la princesa y había funcionado. Lo cierto es que todo había ido sobre ruedas. Escuchó atentamente el relato de Martina sobre una vieja relación que ella había dado por muerta pero que aún no sabía cómo enterrar. Intervino solo para recorrer su rostro con las yemas de los dedos, tan despacio como pudo. Después, las palabras se fueron disolviendo como una cucharada de sal en agua hirviendo dando paso al deseo. Esa vez, Sancho se aseguró de tener espacio en su disco duro para almacenar cada mordisco, cada partícula de olor que se escapaba de su cuerpo, cada gemido incontenido y cada mirada ávida de placer.

Archivando todo aquello al ritmo de la pausada respiración de Martina, sopesó que no le importaría llenar su vacío afectivo con más contenido similar al de esa noche.

Eran las 8:15, quería pasar por comisaría y aprovechar la relativa calma de los sábados para ordenar las ideas. Luego, se había propuesto ir a casa de Mejía a ver cómo estaba de ánimo tras la primera sesión de quimioterapia. Con el cuidado de un gato que camina por un alféizar, cogió su ropa, se vistió y se marchó. Una ráfaga de aire frío le dio los buenos días, pero no le pudo borrar la cara de estúpido adolescente con la que el inspector puso los pies en la calle. Se preguntó si sería o no conveniente llamarla a mediodía para invitarla a comer y pasar el sábado con ella. Una llamada previa a su consejero sentimental despejaría todas sus dudas.

SOLO HAY ARENA

Residencia de Martina Corvo
Zona centro
20 de noviembre de 2010, a las 10:26

N
o era nada habitual que Martina se levantara antes de las 12:00 en fin de semana. Sobre todo, si la noche anterior había dormido poco por el motivo que fuera. Sin embargo, se lo había prometido a Sancho. Le había dicho que revisaría ese maldito listado nombre por nombre por si alguno le llamaba la atención. Frotándose los ojos con cierto fastidio, se dirigió a la ducha con la idea de eliminar cualquier vestigio de somnolencia. Consiguió que empezaran a producirse las sinapsis entre sus neuronas con el primer café bien cargado. Se sentó en la mesa del salón y empezó por donde se empiezan las cosas que no se quieren empezar: por el final. Leyó en alto:

—«Zalama Merino, Carmen». Nada. «Sanz Arancíbar, Carlos Juan». Nada. «Pérez Galindo, César». Nada. «Pérez Aragón, Francisco Javier». Nada. «Otero Nieto, Patricia». Nada. «Monjas Ayuso, David». Nada. «Miñambres Pelotudo, Carlos Antonio». —Rio—. Nada. «Martínez de Luis, José Ignacio». Nada.

Siguió ascendiendo por la lista de nombres hasta que al café le quedaba un sorbo, y Martina no estaba dispuesta a dejar esos mililitros de cafeína. La taza se le quedó pegada en los labios cuando llegó a «Blume Dédalos, Leopoldo». Leyó tres veces ese nombre antes de saltar de la silla para agarrar su móvil y llamar a Sancho de inmediato.

Al quinto tono, una voz enlatada de mujer la hizo resoplar con cierta angustia. «Este es el servicio contestador de Ramiro Sancho. Deje su mensaje después de oír la señal.
Piiiii
».

—Mierda, Sancho, necesito hablar contigo cuanto antes. Es sobre ese listado. He encontrado algo. Bueno —rectificó—, yo diría que le he encontrado a él. ¡¿Qué coño?! Estoy segura de haberle encontrado. Llámame ya.

Martina dejó de dar vueltas en círculo cuando se acordó de que le había dicho que estaría en la comisaría. Buscó el número en Internet y lo marcó en su móvil. Una voz humana y muy masculina le contestó:

—Comisaría de Delicias.

—Buenos días. Soy la doctora Corvo, necesito hablar con el inspector Sancho.

—Hace unos minutos que ha salido. ¿Quiere dejarle algún recado?

—No, gracias, seguiré intentando localizarle en el móvil.

—De acuerdo. Buenos días.

En el momento en que estaba a punto de llamar de nuevo al móvil, sonó el timbre. Los pies descalzos de Martina corrieron hacia la puerta.

Voltios y amperios recorrieron su cuerpo antes de poder advertir que quien estaba en el pasillo ni era pelirrojo, ni era inspector de policía, ni siquiera pertenecía a la empresa de mantenimiento cuyo logotipo se mostraba en su mono de trabajo. Cuando golpeó el suelo con la cabeza, pudo escuchar un sonido muy parecido al que hizo la puerta al cerrarse solo un segundo después. Clavó la mirada en el techo mientras notaba que estaba siendo arrastrada por los tobillos.

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