Las consecuencias fueron nefastas para los testículos de su rival, quien ni siquiera pudo impedir que sus palabras fueran reabsorbidas por su esófago justo antes de doblar las rodillas con un gesto de dolor que haría saltar las lágrimas al más experimentado de los soldados de Esparta. Cuando el sistema nervioso del neonazi fue capaz de gestionar equitativamente el reparto del suplicio, Sancho ya había desaparecido en dirección al punto en el que había visto por última vez el envoltorio carmesí del fugitivo. Unos instantes después, percibió que otros dos agentes se unían a la persecución.
Cansado de hacer eslalon como señuelo, Augusto se arriesgó a invertir nueve segundos de su ventaja en una operación camaleónica: dos en quitarse la bolsa de deporte de la espalda y abrir la cremallera, tres en despojarse del plumas rojo, otros cuatro en hacerlo un rebujo y meterlo a presión en la bolsa junto con la gorra y las gafas de sol antes de lanzarse al adoquinado rojo de la plaza Mayor con la entereza y el porte de un torero durante el paseíllo. Administrando la tensión del momento, el prófugo no pudo evitar ser invadido por las historias que le contaba su padre sobre aquel conjunto arquitectónico que el conde Ansúrez preside desde el centro de la plaza. El Emperador siempre alardeaba, orgulloso, de que había servido como modelo para el diseño de otras plazas como la de Madrid o la de Salamanca, y maldecía la incomprensible decisión de Felipe II, como vallisoletano de nacimiento, de trasladar la corte a la actual capital de España. A unos metros, divisó a un grupo de turistas y, de inmediato, entró a formar parte del grupo como uno más. Cuando fue objeto de las miradas interrogantes del guía, reemprendió la huida dejando a su derecha el monumento al repoblador de Valladolid. En la despedida, Augusto le dedicó un gesto de complicidad poniéndose el índice sobre los labios sin dejar de caminar en dirección a la casa consistorial para después perderse por las estrecheces de la calle Jesús y aledañas. Por vías poco transitadas, retornó a la calle de las Angustias para montarse en su coche y dar por concluida una jornada que iba a unir para siempre los destinos de Sancho y Augusto.
Sancho desembocó en la plaza Mayor arrastrando una ostensible cojera como consecuencia de la inflamación de su empeine tras la patada defensiva. Parado a pocos metros del conde Ansúrez, en el mismo sitio por donde había pasado Augusto hacía un minuto y diez segundos, giró sobre sí mismo buscando una dirección en la que reemprender una persecución que su capacidad física desaconsejaba y que a su cerebro ya se le antojaba estéril. Tras unos instantes de negación, apareció la desolación. La deriva del momento le llevó a los pies de la estatua y, buscando una mirada, se encontró con la del noble. Desde su posición dominante y altiva, parecía querer hacerle entender que no siempre el azar es arbitrario y que en todas las batallas hay vencedores y vencidos. El inspector cerró con fuerza los puños y, con un alarido que provocó la estampida de las palomas y de los corazones de los desprevenidos turistas, se entregó a la desesperación.
Residencia de Ramiro Sancho
Barrio de Parquesol
21 de noviembre de 2010, a las 3:12
«M
enú principal. Para escuchar sus mensajes de voz, pulse uno. “Mierda, Sancho, necesito hablar contigo cuanto antes. Es sobre ese listado. He encontrado algo. Bueno, yo diría que le he encontrado a él. ¡¿Qué coño?! Estoy segura de haberle encontrado. Llámame ya”».
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Residencia de Ramiro Sancho
Barrio de Parquesol
22 de noviembre, a las 11:18
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Residencia de Ramiro Sancho
Barrio de Parquesol
23 de noviembre, a las 6:04
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Residencia de Ramiro Sancho
Barrio de Parquesol
24 de noviembre, a las 20:31
Carapocha se quitó el abrigo y lo tiró sobre el respaldo de una silla del comedor. Toda la casa era una prisión en la que se les había negado la libertad provisional al aire y las visitas a la luz. El psicólogo subió una persiana con la intención de ventilar la estancia y la claridad se abalanzó sobre la cara del inspector, que se arrugó instintivamente. El ruso adoptó una postura autoritaria respecto al inspector, que todavía luchaba por habituarse a la excesiva luminosidad. Sancho resopló por la nariz.
—¿Has conseguido dormir?
—Creo que sí —dudó Sancho—. Algo.
—¿Y qué vas a hacer?
—¿Qué se supone que tengo que hacer? —preguntó frotándose enérgicamente la barba.
—¿Ducharte?
—Mañana sin falta, después de recortarme esta barba. ¿Qué día es hoy?
—Hoy es san Crescenciano, patrón de la desgracia ajena y de la reconciliación con los difuntos. Se me ha aparecido esta noche para encargarme la misión de arrancarte a patadas de las garras de la apatía, el abandono y la desidia.
—Soy tu siervo.
—No me sirves para nada en las condiciones en las que estás. He visto celdas en lugares que no figuran en ningún mapamundi con condiciones de salubridad muy superiores a las de este salón.
Sancho no tuvo fuerzas para contestar. Carapocha miró en derredor.
—Apostaría mis riñones en salmuera a que te has sometido a un juicio sumarísimo por la muerte de Martina y te has declarado culpable.
Sancho desvió la mirada y Carapocha pronunció en ruso algunas palabras que sonaron a conjuro de invocación ancestral.
—¿Has comido algo hoy?
Sancho movió sus pobladas cejas en dirección a una bandeja de cristal que descansaba sobre la mesa del comedor. Los restos de lo que un día había sido un pez de tamaño considerable adornados con vestigios de una salsa con tonos marrones le provocaron una mordaz mueca de repulsa. Inhaló aire ya renovado para hablar.
—Cocina experimental. El domingo estaba inspirado, saqué esa merluza del congelador y la metí en el horno. No debí de controlar bien el tiempo, y cuando el olor a quemado me avisó, ya era algo tarde. Lo arreglé con ese bote de tomate frito y un poco de Jameson. Hoy he conseguido terminármela.
—Que no se entere Ferran Adrià de esa receta o se convertirá en el plato estrella de El Bulli.
—Merluza de pincho achicharrada sobre base de tomate frito a la irlandesa —completó Sancho sin pretender hacer un chiste.
—Así que has decidido refugiarte en la vieja Dublín —agregó señalando la botella verde que descansaba erguida sobre la alfombra.
—A casa quemada, no acudas con agua.
—Por supuesto, Ramiro. Te acompañaría con algo, pero ya veo que, aparte de la dignidad, también has perdido tu sentido de la hospitalidad.
—No tengo vodka —atajó Sancho con desgana.
—La vodka que tú conoces no es la
zhiznennia voda
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—pronunció en ruso—, esa agüita que nos ha calmado la sed durante siglos a los rusos. Lo que os llega a vosotros no es más que basura destilada con muchos más componentes que agua y etanol, que eran los que figuraban en la fórmula original de su padre y creador, Dimitri Mendeléiev.
—Pues yo tengo entendido que el vodka es de origen polaco —interrumpió malintencionadamente.
—Te mataría con mis propias manos si no estuvieras hecho una mierda, maldito ignorante. Lo único que han destilado bien los polacos es el queroseno. La vodka es rusa. Dentro de poco, se estudiará en los libros occidentales que fueron los refinados franceses quienes la inventaron con su Grey Goose o los insulsos nórdicos con su Absolut o Finlandia.
—Sí, sí…, lo que tú digas, camarada, pero Smirnoff es la marca de vodka número uno del mundo y muy rusa no es —aseguró Sancho que parecía haber recobrado aliento en aquella confrontación dialéctica.
—Mira, chavalote…, voy a sacar ahora mismo mi pene ruso y orinar en este asqueroso sofá imperialista. Déjame que te ilustre otro poco. Piotr Arsenievich Smirnov, traidor a la Madre Patria, se ayudó de Alejandro II, Alejandro III y Nicolás II para amasar una gran fortuna. Cuando llegó la gran revolución del diecisiete, su tercer hijo, Vladimir, amontonó sus rublos y se los llevó a Francia, donde le dijeron que se metiera su blanca e insípida bebida por su felón culo. Eso sí, sus herederos se cambiaron allí el apellido por Smirnoff, que sonaba menos revolucionario, antes de cruzar el Atlántico en dirección al país de las oportunidades. Serán los números uno del mundo en ventas, pero ni mucho menos son los que mejor vodka hacen.
—Gracias por la lección de historia. Y, según el experto, ¿cuál sería el mejor vodka? Lo mismo cambio de registro.
—Cualquiera que salga de la entrepierna de la Madre Patria. Jlebny Dar, Zhuravlí, Belenkaya, Yamskaya, Russky Standart o el Altai siberiano. Incluso, la Jórtitsa o la Nemiroff ucranianas son buenas vodkas.
Al escuchar los nombres de las marcas en su idioma original, ganaban en notoriedad, y Sancho parecía haberse arrancado por un momento la máscara de consternación.
—Me voy a anotar esas marcas para la próxima vez que baje al Mercadona, aunque me temo que no encontraré ninguna de esas «fabulosas vodkas» —dijo tratando de imitar el acento de Carapocha.
—Es igual, a mí no me gusta la vodka —reconoció—. Soy más de whisky y, si puedo elegir, prefiero Johnnie Walker etiqueta negra, pero me conformaré con ese irlandés que tú tomas.
Sancho tardó unos segundos en explotar con una gran carcajada que contagió al psicólogo, que estaba sirviéndose un trago largo de Jameson en un vaso con hielo.
—Bueno, querido amigo imperialista, he venido a ver cómo estás y por si necesitas algo.
Sancho se incorporó para alargar el brazo y arrebatar el vaso a su visita. Hundió su mirada en el color cobrizo del licor y se sinceró.
—Angustiado. Desorientado.
—La desorientación es consecuencia de la angustia, pero es siempre algo pasajero. Sin embargo, la angustia nace del miedo. ¿De qué tienes miedo, inspector?
Dio un trago por respuesta.
—Yo contestaré por ti: tienes miedo de no poder enfrentarte a ese sentimiento de culpabilidad que te está arrastrando hasta el fondo. Te ahogarás en tu dolor.
—Es posible.
—El sentimiento de culpabilidad es inherente al pasado, no es más que una reacción defensiva de nuestro subconsciente para evitar afrontar el presente. Es una forma de esconderse en uno mismo y, precisamente, no es eso lo que necesitamos ahora. ¿Entiendes?
Sancho aseveró con otro sorbo evitando los ojos del psicólogo.
—Quizá así lo entiendas mejor: durante la
mushtra
[54]
—pronunció Carapocha—, todos teníamos que pasar una prueba de orientación que, traducida, podría ser algo parecido a «el regreso». Tu padrino te daba vueltas durante treinta segundos en una silla giratoria antes de lanzarte a un tanque de agua con una profundidad de diez metros, vendado y con plomadas de quinientos gramos en brazos y piernas. No hace falta que te diga que el objetivo era ascender a la superficie. La dificultad radica en el estado de desorientación al caer al agua. No sabíamos en qué posición estábamos, por lo que había que luchar contra el subconsciente, que te empujaba a nadar hacia arriba de inmediato antes de que el peso te arrastrara hacia el fondo. El caso es que, si no sabes hacia dónde nadar, mueres. En realidad, era tan sencillo como esperar unos segundos antes de adoptar la verticalidad y, entonces, nadar con todas tus fuerzas en dirección contraria al fondo. Todos sabíamos cómo superar la prueba, pero no todos la superaron. Cuando llega el momento, un individuo puede actuar de forma muy distinta a como se espera que lo haga.
Carapocha hizo una pausa esperando alguna reacción de Sancho, que le miraba confuso.
—Tú acabas de caer en el tanque de agua y no tienes ni idea de dónde está la superficie, porque no has invertido esos segundos necesarios para advertir dónde está el fondo. Tus plomadas son el sentimiento de culpabilidad, y el miedo, tu venda. Lo primero que tienes que admitir es que no puedes quitarte las plomadas para salir a la superficie. El primer paso consiste en reconocer que tienes cierta responsabilidad en el asesinato de Martina. El segundo es darte cuenta de que no necesitas ver para saber hacia dónde nadar. Únicamente necesitas querer salir y fuerza para hacerlo. Yo te pregunto: ¿Quieres salir? Porque fuerza, tienes.
Sancho tardó en madurar su respuesta.
—Quiero salir, pero no sé en qué dirección nadar —reconoció en voz baja.
—En cualquier caso… ¡no necesitas esto! —suscribió dando un manotazo al vaso ya vacío que el inspector sostenía en la mano.
La trayectoria que describió el objeto antes de estrellarse contra el suelo fue tan fugaz como escasa de virtuosismo.