Bar Domingo
Barrio de la Rondilla
«La cuestión aquí, como siempre, es qué gano y qué pierdo», se cuestionaba Bragado mirando los hielos del cubata que estaba a punto de sustituir por otro. El cementerio de colillas de Winston denotaba que no era una pregunta que acabara de hacerse; sin embargo, todavía no había sido capaz de tomar una decisión al respecto.
«Si entrego al puto niñato, me va a resultar complicado explicar cómo llegué hasta él. ¿Cómo justificar que fui el encargado de resolver el papeleo para borrar el historial de la criatura de la faz de la tierra? Mejía no pararía de tirar del hilo hasta destaparlo todo, aunque fuera lo último que hiciese antes de irse al otro barrio. ¡Maldito seas, no seré yo quien te ponga en bandeja la oportunidad de hundirme de nuevo! Además, seguro que Travieso se pondría la medalla de la detención; al fin y al cabo, yo estoy en la sombra. Solo soy un exinspector jubilado a la fuerza antes de tiempo. Una palmadita en la espalda antes de echarme a los perros en cuanto se descubriera todo. No, no. No me voy a dejar enterrar por ese atajo de políticos que no tienen ni la más remota idea de lo que se sufre en la calle».
—Domingo, ponme otra —dijo antes de sorberse con estrépito.
El bar Domingo era todo un clásico en el barrio de la Rondilla. Estaba especializado en rones, pero se jactaba de tener todas las marcas de licores existentes expuestas en el interminable botellero que nacía en la puerta de entrada y moría en la de los servicios. Si Domingo no lo tenía, era porque no existía.
«Quizá el pequeño Gabriel, o Gregorio, o Augusto, o como quiera que se llame ahora, quiera financiar mi retiro a algún país donde el sol y las chicas de piel morena consigan hacerme olvidar su nombre. ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar? Más bien, ¿cuánta pasta puedo pedirle? Con trescientos mil euros, podría vivir unos cuantos añitos como Dios manda. ¡Qué coño, solo eso es lo que debe de valer el bonito chalé que heredó del Emperador! Eso no es más que perejil por mi silencio. Seiscientos mil es la cifra que va a tener que desembolsar ese niñato, eso es. Venderé la casa de La Cistérniga y me marcharé tan lejos como pueda. ¡Quién lo diría! Tan calladito, tan discreto y tan observador. Siempre pegadito a su papá, juntitos a todos los sitios. ¡Manda cojones, quién lo diría! Al final, ya ni me molestaba su presencia en todas aquellas charlas que mantuvimos. Pues vas a tener que rascarte el bolsillo, niñato malcriado, porque el tito Jesús tiene preparada una sorpresita que no te esperas».
—Cámbiame para tabaco, anda —le pidió tirando un billete de cincuenta euros arrugado encima de la barra.
—¿Otro regalito para el pulmón, Chuchi?
—Los que hagan falta, hoy estoy de celebración.
—¿Ah, sí? ¿Y qué celebramos? ¿Los cinco chicharritos que le clavó el Barça al Madrid?
—Cinco hostias tendría que darte ahora mismo, jodido culé de mierda. Celebro que, dentro de poco, no tendré que ver más tu cara de artista arruinado ni beberme tu maldito garrafón. Vete poniendo un par, que hoy cerramos juntos.
A punto estuvo de romper contra la barra el vaso de tubo que acababa de dejar huérfano de contenido antes de dirigirse a la máquina de tabaco. Cuando regresó a su sitio, ya tenía claro lo que debía hacer. Solamente se trataba de despejar el cuándo de la ecuación.
«Paciencia, Jesús. Hay que ser paciente y encontrar el momento. No puedes precipitarte ahora. No va a ser fácil entrar en la casa; prácticamente, no sale más que para ir a correr y de fiesta algún fin de semana. Tengo que elegir bien el momento. Necesitaré unos minutos para encontrar algo incriminatorio, aunque sea falso, ese será mi seguro de vida. Todo va a salir bien, Jesús, es tu momento. Solo tienes que esperar. Todo va a salir bien. Ahora tienes que relajarte: unas copitas y de camino a casa me alquilo una porno en la máquina del Canal Ocio de la calle Canterac. ¡Qué cojones! Seguro que Miguel tiene el dos por uno y hoy es una noche muy especial».
Restaurante El Caballo de Troya
Zona centro
La elegancia de la juez Miralles hacía juego con el porte que había adoptado durante la cena con el inspector Sancho, a mitad de recorrido entre la seriedad y la comprensión. El céntrico y acogedor restaurante de comida castellana estaba siendo el escenario de una conversación que podría definirse como el tipo de cocina: suculenta.
Aurora Miralles era de esas mujeres que jamás dan su brazo a torcer; seguía a pies juntillas el lema que defiende que la mejor forma de alcanzar un objetivo es seguir un único camino, y que normalmente es el que está delante y suele ser recto. Sancho había depositado sus esperanzas de continuar al frente de la investigación en la juez; cuando se vio engullido por las arenas movedizas, no se le ocurrió mejor persona a la que pedir que le echara un cable. Aurora Miralles confiaba en el inspector sin motivo aparente, quizá porque ese pelirrojo tan sencillo y cercano le recordara a ella misma o quizá porque el tejemaneje político le generaba un profundo rechazo. Lo cierto es que no lo dudó un instante cuando el inspector le propuso tener una conversación tranquila.
—Bueno, Sancho. Permíteme que haga un resumen de la situación y de lo que me estás pidiendo que haga por ti.
—Por el bien de la investigación —la corrigió el inspector.
—No insultes a mi inteligencia. Aquí hay más ingredientes personales que enebro en este helado de enebro. Déjame aclararte algo: si decido intervenir, cosa que no tengo aún decidida, no será precisamente pensando en tu futuro.
El tono de voz de la juez hizo que Sancho tuviera la certeza de que no era el momento de argumentar.
—Vuelvo al punto anterior, resumen de la situación. —La juez leyó las notas que había ido tomando durante la cena—: Tenemos un sospechoso identificado del cual se pierde toda pista en el momento en que es adoptado y del que solo tenemos una descripción física que, según tu criterio, nos perjudica más de lo que nos ayuda. Tenemos dos de los seudónimos bajo los que ha actuado, Gregorio Samsa y Leopoldo Blume, ambos personajes principales de obras literarias de renombre,
La metamorfosis
, de Kafka, y
Ulises
, de James Joyce. Tenemos tres poemas y una carta que, de momento, hemos conseguido que
El Norte
no saque a la luz, pero que no sabemos hasta cuándo podremos sostener, por lo que no sería descabellado pensar que pronto habremos de enfrentarnos a una gran alarma social.
La juez disparaba palabras con la cadencia de un arma automática y la precisión de un francotirador. Hizo una pausa para terminarse el vino mientras Sancho seguía jugando con su barba.
—Así pues, nos enfrentamos a un psicópata organizado, capaz de violar nuestros sistemas, de falsificar documentos, de adoptar distintas apariencias físicas y… ¡coño!, hasta de escribir poesía. Según nuestro especialista en asesinos en serie, mata sin seguir un patrón previsible motivado por una especie de reto personal. Es decir, que estamos asistiendo a una macabra partida entre un asesino y un policía en un tablero cuyas casillas son nuestras calles y las fichas son vidas humanas. Por mi parte, sabes perfectamente que no puedo dictar ningún auto de procesamiento con lo que tenemos, y no tendré más opción que archivar el caso si no le damos de comer al fiscal. Además, nuestro oponente marca las reglas y juega con un dado más. ¿Estamos de acuerdo hasta aquí?
—Lo estamos, solo que yo no elegí jugar. Me ha tocado.
—No lo pongo en duda. Sigamos. Nuestro principal jugador está en tela de juicio y se valora la posibilidad de que sea sustituido por otro, y lo que me estás pidiendo es que yo intervenga para evitar que eso suceda. ¿No es así?
—Así es.
—Bien, y ahora te pregunto yo a ti: ¿Qué pasa si decido no hacerlo o si no consigo que reconsideren apartarte del caso?
La nuez del inspector subió al primero para volver a la planta baja antes de contestar.
—Preferiría no valorar esa opción. No obstante, pediré el traslado a otro destino para quitarme de en medio definitivamente y dejar trabajar a otros si eso sucede.
—Ahora, el quid de la cuestión. Si te mantienes al frente de la investigación, ¿qué vas a hacer que no hayas hecho ya para ganar la partida?
—Jugar.
—Explícate, por favor.
—Como tú has dicho antes, ha sido él quien ha puesto las normas del juego hasta el momento y, por tanto, lo único que hemos podido hacer es aprender a jugar, pero estoy en disposición de tirar los dados y es mi turno. Él está esperando a que lo haga.
Aurora Miralles escrutó cada uno de sus gestos, analizó pormenorizadamente cada una de sus palabras y se mordió el interior de los carrillos antes de responder.
—El lunes te llamaré a primera hora para comunicarte mi decisión. Si finalmente continúas al frente de la investigación, vas a tener que aguantarme. Seré consecuente con la decisión que tome.
—Tienes mi compromiso.
Sancho alargó el brazo para hacerse cargo de la cuenta, pero la mano huesuda y firme de la juez lo interceptó a mitad del trayecto.
—Ni lo intentes, mi precio no es una cena. Es tu compromiso, y eso ya me lo has dado. Tú pagas el café y la copa.
No hubo café.
No hubo copa.
Solo hubo una llamada inesperada.
Sancho se subió al coche sin apenas despedirse de la juez en dirección a Castrillo de la Guareña, un pueblo zamorano con ciento treinta y cinco habitantes censados hasta hacía unas horas; ahora tenía uno menos: Raimundo Sancho.
Exterior de Cáritas Diocesana
Calle José María Lacort (Valladolid)
21 de diciembre de 2010, a las 10:37
E
n ocasiones, el río de la vida conduce a los individuos por cauces insospechados. En el caso de Mario Almeida, se había dejado arrastrar por los rápidos hasta el mar de la droga y la indigencia. Pasó de apuesto triunfador a apuesta perdedora en tan solo tres años, y de dominador de varios instrumentos a dominado por un único instrumento: el émbolo de la jeringuilla. Había pasado la noche entre cartones y, como cualquier otro día desde hacía más tiempo del que era capaz de recordar, comenzaba su escalada hacia la conquista del «pico» más alto. Con el estómago lleno y con las venas tan vacías como los bolsillos, se encaminó hacia ningún sitio maldiciendo su suerte.
Todavía guardaba intacto en su memoria el recuerdo de la despedida que le brindaron sus colegas en el Barrister Bistro Bar la noche antes de volar a Europa. Con el pasaporte español en una mano y su guitarra Bella en la otra, se marchó en busca de una oportunidad que impulsara su carrera de cantautor. No le resultó nada complicado convencer a su familia para que juntaran los diez mil pesos que necesitaría para comprar el pasaje de avión y para sobrevivir las primeras semanas. Tenía muy fresco el momento en el que, justo antes de entrar en la zona de embarque del aeropuerto de Ezeiza, la abuela Adela le entregó su medalla de oro de San Cristóbal y le dijo: «Nene, tené
pasiensia
, que con tu facha y tu talento, los éxitos vendrán antes o después. Será solo cuestión de tiempo». Se repitió a sí mismo el final de esa frase tantas veces que terminó por perder su significado; más aún cuando la abuela Adela murió a los seis meses de su partida.
¡Lo que daría en ese momento por poder volver a Belgrano y contar cómo se torció todo! A las dos semanas de llegar a Madrid, el agente con el que había contactado por Internet y que le había asegurado que le ayudaría a lanzar su música como un cohete ya le había dejado sin dinero y sin maqueta. Así, en vez de surcar los cielos, se vio bajando a los infiernos, y lo poco que conseguía tocando en el metro no le daba apenas para comer ni para pagarse el cuchitril de Entrevías en el que maldormía. Necesitaba dinero con urgencia, y trabajar de noche poniendo copas en la zona de Malasaña no le pareció mala opción. Al principio, solo fue alcohol y alguna que otra raya los fines de semana; luego, dejó de beber, dado que no podía componer durante el día estando resacoso. Aunque pueda resultar paradójico, lo cierto es que Mario terminó en los brazos de la coca por culpa del alcohol. Poco después, el trabajo de camarero dejó de ser suficiente y su don de gentes le sirvió para que un cliente se fijara en él y le ofreciera la oportunidad de ganar mucha más plata. La primera semana colocó cinco gramos y se metió casi doscientos euros, cien para el bolsillo y cien por la nariz. La segunda fueron ocho, y la tercera diez, manteniendo siempre el mismo salomónico reparto.
Así transcurrieron los meses, cubriéndose de polvo como lo hacía Bella en la esquina más recóndita de su habitación. Para Mario, todo iba a pedir de boca, o de nariz, hasta que llegó aquel nefasto mes de julio en el que detuvieron a su proveedor dos días antes de que a él le pillaran trapicheando en el baño y le largaran del bar. A esas alturas, necesitaba casi dos mil euros al mes, cien para comer, trescientos para pagarse un techo y el resto para tabicarse la napia. Ingresaba cero. Entonces, volvió a recurrir a Bella. Con los sesenta euros que le dieron por ella y por la medalla de San Cristóbal de la abuela, pudo fumarse su primer chino. No pasaron muchos meses hasta que dio con sus huesos en la Cañada Real Galiana, donde compartió cobijo y jeringuilla con Marisa, la
Buñuelo
, una politoxicómana con mucha clase y sin dientes que cubría sus necesidades y las de Mario gracias a todas las veces que permitía que la rellenaran. Su chabola estaba más transitada que un paso de peatones en Tokio gracias a su virtuosismo y a su capacidad para abrir su mente tanto como sus piernas. Siempre en su papel de dómina, practicaba la dominación en todas sus modalidades y vertientes:
bondage
, flagelación,
spanking, fisting
, cera, pinzas y un largo etcétera. Un día que llovía mucho, Mario se la encontró tirada en un hoyo, tiesa y sucia como el palo de un gallinero. Sobredosis y a volver a empezar de nuevo con tan solo los doscientos veintitrés euros con noventa céntimos que encontró en el bolso de Marisa. Fue entonces cuando decidió quitarse, y lo consiguió; un día entero. A la semana siguiente, ya le llamaban Mario, el
Buñuelo
, debido a que demostró tener un talento similar al de su predecesora, pero en el rol sumiso.