—¡Ya empezamos! La verdad es que me alegro de oír de nuevo tu maldito acento eslavo.
—Yo también el tuyo. Oye, ¿me dejas que te haga una pregunta?
—Me la vas a hacer de todas formas.
—Tienes razón. Allá va, ¿qué es un pez en un cine?
Sancho enmudeció.
—Un mero espectador.
El inspector no reaccionó.
—Vaya, me temo que es muy complejo para un tipo de la meseta como tú.
La carcajada de Sancho obligó a Carapocha a apartar el teléfono de la oreja.
—Entonces, ¿lo has entendido?
—Sí, y me ha hecho gracia.
—Pues me alegro. Me enteré de lo de tu padre por la juez Miralles. Siento mucho tu pérdida. Si te sirve de consuelo, te diré que su legado siempre estará vivo en el refranero que tanto alimenta su hijo.
—Ya sabes, en casa del tamborilero, todos son danzantes.
—Ese me lo tienes que explicar.
—Cuando me expliques tú el origen etimológico de «gorrón».
La risa del psicólogo sonó como un aullido metálico a través del auricular.
—No quise llamarte para no meter el dedo en la llaga, y te confieso que ya he sobrepasado mi cupo de funerales con el de Martina… hasta que se celebre el mío. ¿Cómo estás?
—No sé muy bien qué decirte. Sigo aturdido. Demasiados golpes en tan poco tiempo, y Mejía empeora día tras día. Esta semana fui a visitarle al hospital; apenas podía hablar.
—Lo siento mucho. Como te decía, la juez Miralles me llamó. ¿Lo sabías?
—No.
—Te dije que podías confiar en esa mujer. Además de informarme del fallecimiento de tu padre, me pidió que redactara un informe psicológico sobre ti. Ya puedes imaginarte mis conclusiones: maniacodepresivo con tendencias suicidas.
—¡Loquero comunista…! Ahora en serio, muchas gracias por todo —dijo el inspector cambiando su tono de voz—. Ayer mismo me llamó la juez para decirme que habían reconsiderado retirarme del caso y que tu informe le había servido de mucha ayuda. El lunes termino mis vacaciones y retomo el mando. De todas formas, no he permanecido como un mero espectador, por si me lo decías con doble sentido.
—Lo hacía.
—¡Qué hijo de Putin!
Sancho se explayó en la carcajada, liberando toda la tensión que había acumulado durante las últimas semanas.
—Para que lo sepas, he estado en contacto con Matesanz y Peteira por si surgían novedades en la investigación.
—¿Y bien?
—Poca cosa. Mejor dicho, nada nuevo. Solo que Pemán vuelve a la carga con la idea de difundir el retrato robot y los seudónimos del sospechoso.
—Ese político me da bastante miedo.
—Como todos los políticos, pero bueno, tengo a la juez de mi parte y creo que conseguiremos ganar tiempo.
—Eso espero. Escucha, estaba pensando en bajar a verte unos días.
—¿En Navidad?
—Navidad para ti. Para mí, no es más que el final de un mal año y el principio de otro peor. Te apuesto los pulgares de mis pies al baño maría a que estás deseando verme.
—Tanto como las ganas de arrancártelos yo mismo con unos alicates, pero… ¡escucha!, este domingo a las doce y media se juega el derbi de rugby entre los dos equipos de Valladolid, y mi culo asistirá con total seguridad. Ya me perdí el anterior partido contra la Santboiana, joder, que les enchufamos treinta y cuatro puntos y les dejamos a cero. Además, tengo buenas sensaciones, vamos a ganar.
—Será un placer acompañar a tu pelirrojo trasero. Ya me dirás cuál es el otro equipo para prestarle todo mi apoyo desde la grada.
—Avísame cuando llegues a la estación para buscarme algún compromiso ineludible, ¿vale?
—Yo te aviso. Cuídate, Ramiro.
—Lo mismo te digo, Armando.
Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa
El olor a tabaco hizo que se dispararan las alarmas de Augusto justo antes de que una voz familiar le indicara que la siguiente escena se desarrollaría en el salón.
—Pasa, Augusto querido, te estaba esperando.
Augusto forzó un gesto de sorpresa e indignación antes de dirigirse al salón.
—¿Quién está ahí?
—No te alteres, chiquillo. Soy yo, Bragado. ¿Me recuerdas?
El exinspector estaba sentado en su sofá individual con sus embarrados y desgastados zapatos del número cuarenta y cuatro sobre la mesa. Sujetaba la pistola semiautomática con su mano derecha, y con la izquierda, el vaso de whisky con las últimas lágrimas de Chivas Regal reposando inermes en el fondo.
—¿Qué cojones haces tú en mi casa? ¿Cómo has entrado?
—Calma, niñato, calma —le contestó alargando todo lo que pudo la primera vocal—. Déjame que te explique. Siéntate, anda.
—¡No pienso sentarme! ¡Voy a llamar a la policía ahora mismo!
—Deja de vocear y siéntate de una puta vez —exigió Bragado señalando el biplaza con el cañón de la pistola.
«Eso es, Jesús, demuéstrale quién manda aquí».
Al endurecer el gesto, Bragado parecía mucho más peligroso que lo que daban a entender su escasa capacidad craneal y la simpleza de sus rasgos antropológicos. Apretó con fuerza los párpados antes de volver a insistir con la pistola. Augusto se sentó de visible mal grado.
—Quizá no te hayas percatado de esos dos objetos que he dejado encima de la mesa del comedor. Me los ha traído Papá Noel.
Bragado se sintió en ese momento como King Kong en lo alto del Empire State Building, y emitió un estentóreo y gutural rugido que habría sido la envidia del simio gigante. Augusto se giró para reconocer sus pertenencias interpretando la escena con una inexpresividad que bien hubiera firmado Clint Eastwood.
—No pareces muy sorprendido, niñato. —Bragado dejó el vaso sobre la mesa para presionarse los lacrimales.
—¿Qué es lo que quieres?
—Eso ya me gusta más —dijo bajando los pies de la mesa y señalando de nuevo a Augusto con la pistola.
—¿Te importaría no apuntarme a la cara con eso?
«Siempre funciona. Bien, Jesús, sigue acojonándole. ¿Por qué me pican los ojos? No importa, tú sigue acojonándole».
—Tranqui,
beibi
, no te pongas
nervi
. Aunque esta maravilla no tiene seguro, el gatillo posee un mecanismo de doble acción que hace que tu dulce cara de asesino esté a salvo a no ser que decida dispararte, cosa que haré sin dudar como vuelvas a tocarme las pelotas. ¿Te ha quedado claro? Eso es. Ahora, vamos a hablar de lo que quiero y de lo que tú vas a hacer por mí. ¡Quién lo diría, joder! Ese niño tan inseguro e indefenso víctima de malos tratos convertido años después en un asesino en serie.
Augusto se limitaba a examinar a Bragado sin perder detalle de la situación.
—Tu padre me enseñó a poner precio a las cosas importantes. Precio a los contactos, al valor, a la lealtad, al compromiso… pero, sobre todo, al silencio. Yo ya no necesito reconocimiento por parte de nadie, ¿entiendes? Lo que necesito es largarme de aquí si me lo permiten los malditos controladores aéreos, claro, y tú vas a proporcionarme el billete. Bueno, el billete y algo más. No creerás que iba a salirte tan barato, ¿no? Qué coño, tengo que asegurar el futuro de mi hija, que no tiene ni para dar la entrada de un piso de cincuenta metros cuadrados. Mi niña va a saber quién es su padre.
Bragado se frotó enérgicamente los ojos con la palma de la mano que tenía libre sin dejar de apuntarle con la otra.
«¿Qué coño te pasa, Jesús? Te has pasado con el Chivas, maldito borracho. Bueno, tranquilos todos. Tranquiiilos. Trata de que él no lo note, tú sigue hablando».
—¿Quieres saber el precio de mi silencio?
Augusto asintió con la cabeza y, sin modificar un ápice su gesto impasible, hizo sonar sus nudillos.
—Claaaro que sí. Los números nunca se me han dado bien, pero he hecho una cuenta muy sencilla. Mira, doscientos mil euros por cada una de las víctimas. Suerte que, de momento, solo son tres. ¿Eh, niñato?
Bragado notó que una neblina empezaba a invadir su campo de visión. Lo que antes era un picor se había convertido en cuestión de segundos en una gran molestia. Aquel hombre exteriorizó su inquietud agitando la cabeza con rudeza.
—Mucho whisky del bueno, ¿eh, Bragado? —preguntó muy despacio y bajando intencionadamente su tono de voz.
—Media botella, pero que no te siente mal, tómatelo como un pequeño anticipo de lo que me debes. Además, a tu padre nunca le gustó el whisky, era más de coñac. Mucho más refinado, claro. ¿Cuál era esa marca que bebía y que le tenían que traer de fuera? Espera, espera… Château Paulet —dijo al fin.
Augusto esperó el momento de dar la réplica.
—Tu padre sabía cómo tratar a sus amigos —quiso expresar Bragado, aunque sonó: «Tu-pa-dle-sa-bía-co-mo-tla-tar-asuss-ami-gosss».
—
Sható polá
—corrigió con perfecta pronunciación francesa—, y mi padre nunca te consideró su amigo, maldito ignorante. Te utilizó como a un mono de feria; como voy a utilizarte yo, y déjame decirte algo más: tu niña, Estela, ya no es tan niña y vive en casa de su novio, el tal Jacinto ese, que no tiene donde caerse muerto. Pero luego hablaremos largo y tendido de tu niña, que ahora tienes que descansar.
Bragado intentó levantar el arma, pero apenas podía sostener la pistola y, antes de darse cuenta, ni siquiera pudo mantener los brazos erguidos.
«El maldito whisky, Jesús, la has cagado con el whisky. ¿Tenías que beberte toda la botella? ¿Y por qué te habla de Estela? Maldita sea, se me cierran los ojos. ¿Qué me pasa? Maldita sea, Estela…».
Se reclinó a plomo sobre el sofá provocando que se iniciara un balanceo que terminó unos segundos después con el sonido que hizo la Glock 17 al caer. Antes de perder totalmente la consciencia, pudo escuchar las palabras que Augusto le susurró al oído:
—Mi padre siempre decía que eras un orangután previsible y descuidado. Fuiste descuidado al permitir que te viera espiándome desde tu Renault Laguna negro, matrícula 9714 FMG. Cuando supe a quién pertenecía el vehículo, imaginé que querrías algo a cambio de tu silencio, ya que, de otra forma, me hubieras entregado para ponerte las medallas. Fuiste previsible al entrar en mi casa justo en el momento en el que yo me marchaba tras dos días de autoforzada reclusión. Fuiste jodidamente descuidado al no reparar en que yo estaba en el jardín vigilándote, y entré en cuanto reconocí los primeros síntomas de somnolencia. Y fuiste estúpidamente previsible cuando te bebiste tu botella de Chivas Regal, a la que yo le había dado mi toque personal con Rohipnol
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, una dosis suficiente como para dejar fuera de combate incluso a un orangután codicioso, mezquino y corrupto como tú.
Los ojos de Bragado empezaban a cerrarse a pesar de los esfuerzos que hacía por mantenerse despierto.
«Estela…».
—Mi padre repetía mucho esta frase de Cicerón:
Stultorum plena sunt omnia
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. Razón tenía. Yo solo tenía que esperar al mío. Hoy tú y yo celebramos juntos la Nochebuena, amigo.
Residencia de Bragado
La Cistérniga
Las bofetadas no sonaron como hubiera deseado Augusto debido al efecto amortiguador de los guantes de vinilo, pero fueron eficaces para despertar al exinspector. Desorientado, Bragado trataba de enderezar el cuello y de procesar las imágenes que su retina iba captando. Tras unos instantes de confusión y a pesar de la poca luz, certificó con total seguridad que, como él le había anunciado, estaba en su propia casa.
—Mi sofá es mucho más cómodo, ¿no crees?
Augusto estaba sentado a horcajadas en una silla a unos dos metros frente a él. Con los brazos apoyados en el respaldo, sujetaba una escopeta de caza de corredera calibre doce.
—Mientras te vas recuperando, voy a contarte cómo se me ocurrió todo para que sepas a quién has intentado extorsionar. Cuando accedí a toda la información que necesitaba del propietario del vehículo, me vine a ver tu casa. Te confieso que me encantan estas casas tan rústicas, tranquilas, prácticamente aisladas y con su parcelita individual para meter el coche. Así nos dejan más tranquilos. Por cierto, he tenido que coger prestada tu carretilla para mover la tonelada que pesas. Mira, el esfuerzo ha merecido la pena. Ya estamos aquí, charlando de nuevo.
«Maldita sea, Jesús, la has cagado bien cagada. Maldita sea».
—¿Qué quieres de mí? —exigió saber tras emitir un molesto sonido con la laringe.
—Lo primero que quiero es que prestes atención a esta escopeta de caza que pertenecía a mi padre. No es la mejor de todas las que tenía, ni mucho menos, pero he elegido precisamente esta porque es la única que no está a su nombre. Totalmente limpia —mintió—. Tiene cinco cartuchos más el de la recámara, aunque solo me hará falta uno para volarte la cabeza a esta distancia.
Augusto hizo una breve pausa para que Bragado asimilara sus palabras.
—¿Ves esa botella de JB que tienes a tus pies? Quiero que la cojas y que empieces a beber mientras escuchas lo que tengo que contarte. Apretaré el gatillo sin dudarlo si haces alguna tontería, y te aseguro que lo siguiente será ir a visitar a tu querida Estela.
—¡Puto niñato! —dijo liberando todo su odio por la boca—. ¿Qué pinta mi hija en todo esto?
—Tú la has metido. ¡Cuando decidiste tratar de joderme! —voceó Augusto—.
Dente lupus, cornu taurus petit
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—Mi hija no tiene nada que ver en todo esto.
—Eso lo decido yo, maldito ignorante. Calle Tórtola, número dos. No me gusta nada la decoración, por cierto. Ni la zona, ni la casa, pero me va a resultar muy fácil entrar. Quizá les esté esperando cuando vuelvan de cenar esta noche en casa de sus suegros. El mismo procedimiento que cuando entré en casa de mi difunta madre, que en paz descanse. Bebe.
Bragado posó el dosificador en su prominente labio inferior e inclinó la botella. Mientras tragaba, no le pasó desapercibido ese brillo en los ojos. Lo había visto pocas veces, pero siempre le causaba el mismo efecto: pavor.
«Tranquilo, Jesús, no intentes nada hasta saber qué pretende. Tranquilo, no la cagues ahora. Bebe. Haz lo que dice, tienes que ganar tiempo. Hazlo por ella. Piensa solamente en ella. Traga».
—Supongo que eres consciente de que te va a ser imposible salir con vida de esta. Si no has llegado ya a esa conclusión, es que eres aún más estúpido de lo que pensaba. Sin embargo, puedes conseguir que me olvide de la dulce Estela; eso sí está en tus manos. De momento —apostilló.