Memento mori (47 page)

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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Memento mori
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—Dime qué coño quieres de una vez.

—Tienes razón. Bebe y vamos al grano. ¿Sabes cuál es el crimen perfecto?

—No hay crimen perfecto —aseguró antes de tragar.

—Claro que sí, hombre, claro que sí. Seguro que tienes algo ahí dentro, utilízalo —sugirió apuntando con la escopeta entre las cejas del exinspector.

—¿El que se queda sin resolver?

—No, maldito necio, el que se resuelve de forma equivocada.

Bragado empleó unos segundos en atar cabos antes de hablar.

—Imposible. Tienen la descripción de una persona que nada tiene que ver conmigo.

—¿De quién? ¿De ese drogadicto que ha estado ayudándote? ¿Te refieres a Gabriel García Mateo? ¿Ese niño víctima de los malos tratos que creció en los peores orfanatos y del que nunca encontrarán documentación alguna gracias a ti? ¿Ese al que utilizaste cuando se te ocurrió cometer el primer asesinato? Ya sé que se te fue de las manos. Una chica tan joven y tan atractiva en manos de un hombretón tan impetuoso… Un error lo tiene cualquiera. Encontrarán tres de sus brillantes pelos negros en tu sofá, que, dicho sea de paso, no puede ser más horroroso. Ya te dije que eras un tipo muy descuidado, Jesusín. Luego, cuando te encontraste con el marrón encima, decidiste utilizar a ese pobre desgraciado que te hacía las funciones de chivato, y fue cuando montaste todo el tinglado de Gregorio Samsa. Tus excompañeros atarán cabos porque quieren atarlos. ¡Qué casualidad que te dieras cuenta tú solito de que era un testigo falso! ¡Impresionante! El exinspector conseguía así meterse dentro de la investigación y controlarlo todo desde dentro, como siempre había sido. De eso presumías tanto con mi padre, ¿no?, de tenerlo todo bajo control.

—¡Maldito enfermo! —injurió entre dientes Bragado intentando levantarse de la silla.

—¡Si vuelves a interrumpirme, te volaré esa estúpida cara de orangután! ¡¿Me has entendido?! —gritó Augusto rojo de ira—. ¿Creías que podías jodernos? ¡Puedes apostar la honra de tu hija a que haré de tripas corazón para follármela bien follada antes de acabar con la estirpe Bragado! ¡¡Vuelve a interrumpirme una vez más!! ¡¡¡Te reto, maldito estúpido!!!

Bragado tragó flema y azufre antes de sentarse de nuevo.

«Puto niñato, está desquiciado pero te tiene bien agarrado por las pelotas. Piensa en Estela. Hazlo por ella, Jesús. Bebe».

Bragado bebió.

—Te voy a demostrar que tengo mis capacidades intelectuales intactas. No vuelvas a interrumpirme —le conminó algo más calmado—. Las deudas siempre se pagan, deberías haber aprendido eso de mi padre. Gabriel te pidió que te hicieras cargo de su madre, esa zorra que le jodió la vida para siempre y que le empujó a ser un pobre drogadicto sin un sitio donde caerse muerto. Gabriel no tenía arrestos para acabar con la vida de su madre, pero su amigo exinspector sí. ¡Ese sí tiene cojones suficientes! Ese que le debía un favor y que tenía contactos en todos los tugurios de la ciudad y que se relacionaba con lo peorcito de cada casa. Expertos en falsificación de documentos, piratas informáticos… ya sabes. Se lo debías y no podías arriesgarte a fastidiar todo el plan. Te resultó francamente sencillo entrar en su casa y acabar con esa anciana, ¿eh? Los testigos que vieron merodear al operario de mantenimiento darán la descripción de Gabriel, tú nunca te dejarías ver. Por último, el asunto de Martina. Te enteraste de que había una especialista trabajando codo con codo con la policía y supusiste que ella sola podría descubrir a Leopoldo Blume. No podías consentirlo, pero claro, al ser tan descuidado olvidaste la carpeta que dejó Sancho y mandaste a Gabriel a por ella. ¿Cómo ibas a prever que se daría de bruces con el inspector encargado del caso?, ¿verdad? Menos mal que consiguió escapar. Si no, lo habría estropeado todo. Como ves, las piezas van encajando.

Bragado daba la impresión de ir asumiendo su derrota y de querer ahogarla en licor. Durante la explicación de Augusto, vació un cuarto de botella sin pestañear, le ardió la garganta. Nunca un trago le supo tan amargo.

—Había llegado el momento de deshacerte de Gabriel y todo habría concluido. Eso pensaste, ¿eh? ¿Ya lo has adivinado? Veo que sí. Pronto encontrarán su cadáver en ese vertedero que se puede ver desde la ventana de tu salón. Me hubiera gustado llevarme algún recuerdo de él, seguramente su lengua, pero no disponía del tiempo necesario y no quise arriesgarme. Por cierto, ¿por qué tuviste que ensañarte con su cara? ¡Menos mal que llevaba encima su DNI caducado! Te confieso que me esmeré mucho en su elaboración. Envejecer el plástico fue lo más complicado. Luego, puse una foto mía de hace por lo menos diez años, la retoqué un poquito y listo. Estoy tan orgulloso de ese trabajo que me masturbaría aquí mismo si no tuviera tu cara de simio delante.

Augusto levantó las cejas buscando la reacción de Bragado, que seguía atónito e inmóvil en su silla. Bragado bebió.

—Los psicólogos lo justificarán como un trastorno depresivo, consecuencia de tu traumática salida del cuerpo de Policía. Tenías que demostrar que eras mejor que ellos, ¿y qué mejor forma de hacerlo que matando impunemente en tu ciudad? La policía encontrará tus huellas en la Taser, en el asa del maletín de herramientas y en la vaciadora cóncava. También encontrará tu impronta en el martillo con el que le machacaste la cara, por supuesto. Todo eso lo he hecho mientras estabas dormidito —reconoció forzando una expresión de niño malo—. También he traído unos cuantos de mis libros favoritos que he dejado en tu mesilla, entre los cuales no podían faltar
La metamorfosis, Ulises
, unos cuantos de poesía, de mitología griega y romana. No te creas, me ha costado mucho desprenderme de ellos, pero creo que la ocasión lo merece. Por último, descubrirán las cartas que pensabas dirigir al resto de medios de comunicación para dar a conocer tu obra poética al mundo y, como no podía ser menos en este último acto, encontrarán otro poema. Sé que eres adicto al mus y al julepe, así que he tenido la delicadeza de tenerlo muy en cuenta en tu despedida. ¿Quieres oírlo? Claro que sí. Lo he titulado
Fortuna
, que es la diosa romana del azar. Presta atención a la primera estrofa, es donde confiesas tus crímenes. Vamos allá.

Augusto recitó de memoria los versos:

El primero fue Cupido.

El segundo, por encargo.

El tercero fue querido.

La grande nunca descuido,

pienso con arte el descarte.

Si tú pasas, yo te envido.

Juega, que no me he rendido.

Tuya la chica, con pares

y juego ya te he vencido.

Sumando ya me he salido.

Se terminó la partida,

ganar yo nunca he sabido.

De rojo y bala el tapete he teñido.

Con este órdago, ya me despido.

—¿Sigues pensando que estoy enfermo? Seguro que no.

Bragado bajó la mirada y ni siquiera pudo hacer ruido nasal alguno. Tuvo un momento de claridad para reconocer que no había más salida que tratar de librar a su hija de ese monstruo.

—Vale. Has ganado, lo reconozco. ¿Cómo sigue esto?


Bibamus, moriendum est
[66]
, que dijo Séneca —le animó.

Bragado no comprendió; bebió.

—Eso es, Jesusín, ya casi has terminado. Lo siguiente que necesito es que hagas dos cosas para que me olvide de ti y de tu hija. Primero, quiero que orines en esa botella de plástico que tienes ahí, necesito que elimines de tu cuerpo los dos miligramos de flunitrazepam. Aunque mi experta colega dice que apenas deja rastro en la sangre, prefiero minimizar riesgos. Tú no lo entenderás, pero me gusta cuidar los detalles. Luego, quiero que te termines lo que queda de esa botella de JB. Seguro que eso no te va a costar. Después, quiero que cojas tu arma. Está ahí, cubierta por ese trapo, sobre la mesa —le indicó marcando el objetivo con los ojos sin mover la cabeza—. Para terminar, te la vas a meter en la boca, apretar ese gatillo de seguridad hasta el fondo y dejar tu impronta cerebral sobre esa pared.

«Estás bien jodido, Jesús, bien jodido. Se acabó. Pero espera…, espera un segundo. ¡Claro, joder! Podrías contarle todo lo que él no sabe. Podrías utilizarlo como moneda de cambio. ¡¡Mierda!! ¿Y cómo se lo demuestras, Jesús? No tengo forma de hacerlo. Imposible. Se creerá que le estoy tratando de tomar el pelo y puede que hasta consiga empeorarlo todo. Estás bien jodido, Jesús. ¡Qué hijo de puta!».

—¡Qué hijo de puta! —expresó con una entonación casi más de admiración que de insulto.

—Te aseguro que va a ser la única forma de salvar la vida de Estela.

—Alguien oirá el disparo.

—Sabes que no, la casa más próxima está tan lejos que si oyen algo les parecerá el sonido de los petardos que la gente acostumbra a tirar en Navidad. Por este camino, además, no pasa nadie. No te preocupes por eso.

—¿Y cómo puedo fiarme de ti?

—No puedes, pero sí podrías utilizar el poco cerebro que tienes. Si lo hicieras, entenderías que no pienso reabrir el caso matando a la hija del difunto asesino en serie si todo sale como te he contado. El exinspector Bragado, en un ataque de arrepentimiento y completamente borracho, se voló la tapa de los sesos. La única alternativa que se te plantea es tratar de hacer alguna estupidez y que tenga que dispararte. Luego, yo debería desaparecer, pero puedes estar seguro de que haría una parada en la calle Tórtola, número dos, antes de hacerlo. Tú eliges, papito.

«Mierda, Jesús, ¿qué tienes que pensar? No tienes posibilidad de salir de esta con vida; por lo menos, trata de salvar la de Estela. Bebe. ¿Cómo has dejado que te la jueguen así? Te va a colocar los tres asesinatos. ¡Joder, que tú nunca has matado a nadie! ¡Maldita sea! ¿Y qué más da? Estarás muerto para cuando tu nombre salga en los periódicos y habrás librado a Estela de este malnacido. Brinda por ello. ¿Cumplirá su palabra? Claro que sí, el niñato tiene razón. No tiene ningún sentido que la mate si me culpan a mí de todo, y para eso tengo que pegarme un tiro. En la boca. ¿Y si intento dispararle cuando agarre mi arma? Con esta borrachera y la puntería que tengo, no acertaría ni vaciando todo el cargador. No. Tienes que hacerlo como él dice. Si la cago otra vez, matará a Estela. Bebe, Jesús. No puedes permitírtelo. Estás jodido. Bien jodido, Jesús. Pero me llevaré mi secreto a la tumba. ¡Que se joda! El puto niñato nunca lo sabrá».


Tempus fugit
[67]
.

—Dame esa botella.

—Eso es, cógela despacio y trata de que no se caiga nada fuera. Como verás, tiene el cuello lo suficientemente ancho como para que atines dentro.

La botella de litro y medio se llenó hasta algo más de la mitad.

«Ya está decidido, Jesús. Esto terminará pronto. Piensa únicamente en Estela y en la vida que tiene por delante».

—Ahora viene la parte más delicada, no vayas a cagarla. Gira la silla y siéntate mirando a ese cuadro de mercadillo que tienes en esa pared.

Augusto no dejaba de encañonarle en ningún momento. Sabía que era prácticamente imposible que Bragado se girara y acertara en el blanco en el estado en el que se encontraba, pero toda precaución era poca en los instantes finales.

—Muy bien, Bragado. Eres diestro, ¿verdad?

—Sí.

—Muy bien. Extiende la mano derecha y coge tu pistola. Mantén la botella de JB en tu mano izquierda. Piensa solamente en Estela; ahora mismo, su vida depende exclusivamente de ti. No la cagues, Bragado. Si te sacas la pistola de la boca, te volaré la cabeza y luego iré a por Estela. No lo estropees ahora. Piensa solo en tu hija.

Bragado siguió las indicaciones al pie de la letra. Parecía calmado, entregado a su destino. A pesar de ello, Augusto guiñó el ojo izquierdo para apuntar con precisión a la cabeza.

—Dime que cumplirás tu palabra, niñato.

—Cumpliré mi palabra. ¡Que empiece el viaje ya!

Bragado se introdujo en la boca el cañón de su Glock 17, en diagonal y hacia arriba. Podía escuchar sus propios latidos como los de un animal desbocado mientras cogía y soltaba aire por la nariz a un ritmo frenético. Su pecho se movía al compás. Absorbió el contenido de sus fosas nasales como para coger fuerzas y cerró los ojos.

«Vamos, Jesús, demuestra a ese puto niñato que tienes lo que hay que tener. Se trata simplemente de apretar el gatillo y todo habrá terminado. Piensa en Estela. Solo cuenta Estela. Vamos, Jesús, tienes que apretar el gatillo. Hazlo ya. Estela. Hazlo por tu hija. Que se joda el niñato».

Augusto se contagió de la tensión del momento. Deseaba hacer crujir sus nudillos, pero no podía separar las manos de la escopeta. Su corazón bombeaba sangre a tal velocidad que el cerebro empezó a registrar las imágenes que captaban sus retinas a cámara lenta. Para tratar de administrar la tensión, empezó a recitar en voz baja unos versos en alemán:

Ein kleiner Mensch stirbt, nur zum Schein
.

Wollte ganz alleine sein. Das kleine Herz stand still für Stunden
.

So hat man
.

La detonación le robó el aliento durante unos segundos, los mismos que tardó en procesar el brusco retroceso de la cabeza y la nube roja que se estrelló contra la pared. El fugaz recorrido de la bala a través de la masa encefálica hizo que la vigorosa apariencia de Bragado se transformara en la de un enorme y endeble muñeco de trapo.

Augusto esbozó una sonrisa. Tocaba salir pitando de allí, pero de su interior nacía algo que le impedía irse así, sin más. No podía desaprovechar la ocasión, y se acercó al finado por delante para no pisar la sangre que había a su espalda. Se agachó a un metro escaso de su cara. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo y ligeramente inclinada hacia la izquierda, con la mirada vacía, perdida en el techo infinito. De su boca abierta brotaba un caudaloso afluente color escarlata. Tenía la expresión de un muñeco de cera al que le acabaran de dar un susto.

—Creías que eras más listo que este pobre niño adoptado, ¿verdad? ¿Que te ibas a salir con la tuya, Jesusín? ¿Que ibas a retirarte con el dinero del hijo del Emperador? Y después, ¿qué? ¿Pensabas esconderte en el culo del mundo? ¿Que no te íbamos a encontrar? ¿Que ibas a salir vivo y millonario de esta?

Augusto hizo el ademán de darle golpecitos en la cara con la mano extendida, pero sin llegar a tocarle. De improviso, se irguió y adoptó la postura de una madre riñendo a sus hijos, con los brazos en jarras, cargando el peso sobre la pierna izquierda y dando golpecitos con la punta del pie derecho en el suelo.

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