—Buenos días, inspector —le recibió Garrido.
—Buenos días. ¿Dónde está?
—En el salón. Están los de la científica con Matesanz. ¡Menudo panorama tenemos!
—Quiero que hagas algo. Llama a comisaría y que te den el número de teléfono que nos dejó Gregorio Samsa.
—¿El que encontró el cuerpo de la chica?
—Exacto. Quiero que le llames tú. Cítale con el pretexto de comprobar su declaración, para que la firme o lo que se te ocurra, pero no le asustéis, ¿de acuerdo? Necesito que me aclare algunas cosas.
—De acuerdo.
—Avísame cuando des con él. Voy para dentro.
Caminando por el pasillo, reconoció al final del mismo la voz de Matesanz entre las de los compañeros de la científica. No sabía qué se iba a encontrar allí, pero se había mentalizado para lo peor. Cuando entró en el salón, su mirada se topó con las espaldas de los tres compañeros que rodeaban a la víctima. Otros dos ya habían empezado a buscar huellas en la habitación. Un olor ácido y rancio de fluidos corporales dominaba la atmósfera de la estancia.
—Buenos días.
Matesanz le devolvió el saludo y se apartó para hacerle un hueco y permitirle examinar la escena. La víctima, una mujer, estaba sentada en una silla con las manos a la espalda y los pies atados a la silla. Tenía la cabeza cubierta con una bolsa de plástico semitransparente, el cuerpo ladeado hacia su derecha y la cabeza inclinada hacia abajo.
—Se trata de Mercedes Mateo Ramírez. Su abrigo y su bolso están en el perchero, y tiene toda la documentación. Corresponde, además, con el nombre que figura en el buzón. Todavía no la hemos tocado, hemos tenido que esperar a que trajeran otra cámara con tarjeta de memoria —apuntó Matesanz visiblemente molesto mirando a Mateo, de la científica.
—Ya he explicado por qué, ¿vale? —respondió este sin dejar de hacer fotografías.
—¿Quién la ha encontrado? —preguntó Sancho sin dejar de mirar el cuerpo.
—Una vecina. Hará una hora, más o menos. Según nos ha dicho, vio la puerta abierta y entró. Garrido y Botello están tomándole declaración. De momento, no hay más testigos.
—¿La ha tocado?
—Nos ha dicho que no.
—¿Nadie?
—Eso creemos.
—No me encaja —observó Sancho en voz baja—, esa bolsa tiene aire en su interior.
—Bueno, esto ya está —dijo Mateo—. Procedo a quitarle la bolsa de la cabeza para poder hacerle fotos de la cara.
—Adelante.
Mateo tiró de la bolsa y dio un salto hacia atrás con un «¡Hostias!». El inspector, que se había preparado para algo inesperado, no se movió del sitio. Se pasó la mano por la barba y confirmó:
—Se trata del mismo tipo, de eso no hay la menor duda.
Mercedes tenía los ojos entreabiertos y la lengua amoratada e hinchada; asomaba por su boca como queriendo escabullirse de unos labios que eran el vivo reflejo de la muerte. Sin embargo, eso no era lo que centraba la atención de los presentes. Los que todavía eran capaces de mirar a la cara de la víctima se preguntaban por qué tenía al descubierto el tabique nasal.
—¡Madre mía! Pero… ¡¡si le han pelado la puta nariz!! —exclamó el agente Botello con los ojos a punto de salirse de sus cuencas.
—Yo no lo hubiera definido mejor —aseveró Sancho—. Por la rigidez cadavérica, no parece que lleve mucho tiempo muerta, ¿no?
—No, no parece, pero seguro. Seguro que más de doce horas por el signo de Stenon Louis —certificó Salcedo, de la científica—: tiene las córneas opacas.
Un silencio cargado de interrogantes se hizo dueño del momento.
—Bueno, ya veremos qué nos dice el forense —concluyó Sancho.
—Inspector, Samsa no nos coge el teléfono —informó Garrido.
—Áxel, vete con Garrido a buscarle a su domicilio, y, si no le encontráis allí, id a su trabajo, pero, por favor, no me lo acojonéis. Me llamáis con lo que sea.
—Entendido, le invitaré a jugar un FIFA en la comisaría a ver si cuela —propuso el agente Botello con ironía—. También estamos con lo de la pintada.
—¿Qué pintada?
—La que hay en la pared exterior del portal.
—Yo no he visto nada al subir.
—Está en una de las paredes laterales del portal, si has entrado de frente puede que no la hayas visto, pero es bien hermosa y se lee perfectamente: «Muérete, vieja».
—No me digas que también se nos ha hecho grafitero.
—No. Según nos han dicho, esa pintada lleva ahí unos cuantos años. Lo estamos comprobando.
—¡Vamos, venga ya! ¿Una coincidencia? No me lo trago, aquí pasa algo. Si es cierto que lleva ahí años, que Garrido localice a quien la pintó para que me la dedique.
—Entendido. Nos vamos.
—Buenos días, señ… ¡Qué barbaridad!
La voz de la juez Miralles hizo a Sancho despegar su mirada de la cara del cadáver. La juez trataba de ocultar su malestar ante la visión del mismo.
—Buenos días, Aurora, no me diga que ha tenido la suerte de estar de nuevo de guardia esta semana.
—Así es, inspector.
—Antes de que proceda al levantamiento del cadáver, me gustaría hablar con usted un minuto.
—Sancho, que nos conocemos, no me hagas sentirme más vieja de lo que soy.
Aurora Miralles estaba en la frontera de los cincuenta, a punto de cruzarla o recién traspasada. Era una mujer elegante, y no solo por lo que concernía a su armario. De ojos ligeramente rasgados y sagaces, rebosaba carácter fuerte condimentado con ciertas dosis de ternura. Era firme y brillante. Lo primero se lo dejó bien claro a su marido cuando le puso las maletas en la puerta el primer día en que le levantó la voz más de lo que estaba dispuesta a consentir; lo segundo, se lo había ganado con su trabajo diario como titular del Juzgado de Instrucción N.º1 de Valladolid. Vestía un traje de chaqueta oscuro sobre blusa blanca, y usaba un perfume de esos que invitan a recortar distancias.
—Todo parece indicar que se trata del mismo hombre. Nos ha dejado otro poema.
—Sí, ya me han informado de camino.
—Me gustaría que Villamil hiciera la autopsia. Él llevó a cabo la de la primera víctima, y sería interesante conocer su opinión para dar con la impronta del asesino.
—Hablaré con él, no creo que haya inconveniente.
—Gracias. Otra cosa, creo que podríamos tener un posible sospechoso.
—¿Posible sospechoso? ¿De quién se trata?
—De Gregorio Samsa, el que dio el aviso de la primera víctima.
—No me fastidies, Sancho —dijo poniendo demasiado énfasis en la «efe»—. ¿Qué tenéis?
—Hemos comprobado que nos mintió en su declaración. Estamos tratando de localizarle para que nos lo aclare.
—¿Crees en serio que puede ser él? —farfulló la juez.
—Cabe esa posibilidad, pero, como te digo, es todavía muy pronto y necesito asegurarme.
—¿Has hablado con Mejía?
—No, no me ha dado tiempo. Ahora mismo voy a comisaría.
—Por favor, mantenme informada de cualquier novedad. Tenemos que poner fin a esta historia cuanto antes.
—Lo sé. Me marcho.
—Hablamos. Gracias, Sancho —se despidió la juez.
Antes de irse, el inspector llamó la atención a Matesanz haciendo un gesto con la mano.
—Tú dirás.
—Necesito que vayas a la autopsia, pon al corriente de todo a Peteira. Yo voy a hablar con Mejía. He enviado a Garrido y a Botello a buscar a Gregorio Samsa.
—¿A Samsa?
—Sí. Bragado se ha encargado de hacerme ver esta mañana que puede que nos haya mentido.
—Me ha llamado a mí hace unos minutos, pero no he atendido su llamada.
—Y ahora, explícame, por favor, por qué Bragado tenía el informe completo del primer asesinato.
El subinspector tardó en contestar.
—Sancho, yo sigo teniendo relación con Bragado, trabajé con él durante más de una década. Me llamó hace unos días para hablar del caso y me pidió ver el informe. —El subinspector daba muestras de estar pasando un mal rato—. Pensé que nos podría venir bien a todos la ayuda de una persona con su experiencia. Bragado será lo que sea como persona, pero era bueno como investigador. Te lo aseguro.
—Así me lo ha querido demostrar. Lo único que me duele es que no hayas tenido la suficiente confianza conmigo como para pedirme autorización.
—Lo sé, y te pido disculpas.
Sancho meditó lo siguiente que tenía que decirle.
—Esto queda entre nosotros. Que no vuelva a pasar.
Matesanz asintió.
—Me marcho. Avísame cuando tengamos la autopsia.
Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa
Augusto trataba de mantenerse concentrado en el trabajo que tenía que entregar el viernes a la Consejería de Hacienda de la Junta de Castilla y León. Consistía en maquetar dieciocho nuevos formularios de recursos y solicitudes, una labor que no requería destreza alguna, pero que le llevaría unas cuantas horas. Ese día, había elegido la versión de
Carmina burana
, de Carl Orff, para tratar de aislarse de los recuerdos de la noche anterior. Cuando las voces empezaron a susurrar las primeras frases de «O Fortuna», Augusto se unió al coro para terminar elevando la voz en la parte final:
Sors salutis
et virtutis
michi nunc contraria
,
est affectus
et defectus
semper in angaria
.
Hac in hora
sine mora
corde pulsum tangite
;
quod per sortem
sternit fortem
,
mecum omnes plangite
!
Cuando volvió a mirar la pantalla de su iMac, tenía un aviso de mensaje en Höhle; era de Hansel: «Orestes, baja a la madriguera. Tengo noticias». Augusto miró la hora y esperó. Cuando despertó a Orestes, inició sesión inmediatamente y se conectó al chat. Cambió el chip al alemán y escribió:
—Hansel, hermano, ya estoy aquí, siento el retraso.
—Hola, Orestes. El TSR se ha activado hace unas horas, alguien ha accedido a los archivos infectados.
—¿Y ha funcionado? —escribió mientras pensaba en lo rápido que habían encontrado el cadáver, como él quería.
—Por supuesto. Los archivos infectados han quedado inservibles por completo. Ahora solo los tienes tú en el FTP donde los subí.
—Estupendo. ¿Podemos saber desde dónde han accedido?
—Te puedo localizar hasta la IP.
—Hazlo, por favor, y necesito un acceso a ese equipo.
—Puedo intentar abrir una
backdoor
.
—Eso sería fantástico. ¿Cuánto crees que tardarás?
—Dependerá de los protocolos de seguridad que me tenga que saltar, pero tienes suerte, hermano. Estoy de vacaciones esta semana, y la verdad es que me estaba aburriendo. Si me atranco, recurriré a Skuld; ya sabes que estará encantado de ayudarnos.
—Muchas gracias, Hansel.
—Solo te lo voy a preguntar una vez: ¿va todo bien?
—Todo va como tiene que ir. No te preocupes.
—Muy bien. Te vuelvo a contactar cuando tenga el acceso.
—Hasta entonces.
Cerró la aplicación y se reclinó en su silla con las manos detrás de la cabeza. Se notaba algo acelerado, pero se calmó cuando hizo un análisis de la situación. Todo bajo control.
Algo más tarde, mientras dedicaba tiempo a sus bonsáis, a Augusto le sobrevino un presentimiento y bajó al garaje a la carrera para buscar el otro móvil. Ese con tarjeta prepago que siempre tenía apagado para evitar que la policía detectara su localización en el momento en que descubriera el engaño. Lo encendió y comprobó que, efectivamente, tenía cuatro llamadas perdidas de un mismo número desconocido que debía pertenecer por fuerza a los únicos conocedores de su número: la policía.
—
Arte et Marte!
[31]
—proclamó Augusto antes de apagar el móvil por última vez.
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias
Sancho golpeó de nuevo el teclado de su equipo informático.
—¡Puta mierda de ordenadores! —gritó mientras agarraba el teléfono fijo para llamar a los de informática. Llevaba un buen rato tratando de abrir un documento que parecía importante sin éxito.
—Buenos días —contestó una voz femenina.
—¿Eres Sonia?
—La misma.
—Soy Sancho. Tengo un problema con mi puto ordenador, no me deja abrir un archivo que necesito consultar con urgencia.
—Voy para allá.
Durante los tres minutos que Sancho se pasó mirando el reloj, le dio vueltas al móvil de este nuevo asesinato. Tenía que existir una conexión.
—Ya estoy aquí —anunció Sonia, una risueña chica de unos veinticinco años que entró sin llamar en el despacho del inspector.
—Gracias por venir tan rápido, Soni.
—Nada. ¿Qué has roto?
—Ni puta idea. No me deja abrir este maldito archivo —dijo señalando con el ratón el documento con el nombre
Expediente de adopción de Gabriel García Mateo
.
—Aparta tus manazas de ese roedor. Déjame ver.
Al ejecutar el archivo apareció el mensaje
Corrupted file
.
—¡Pufff! Mala cara tiene esto.
—¿Qué significa eso?
—Básicamente, que el archivo está dañado. Podría tratar de recuperarlo, pero, como decía antes, tiene mala pinta.
—¡Mierda puta! —se lamentó dando un golpe en el teclado que asustó a Sonia—. Disculpa, es que necesito imperiosamente abrir ese archivo. ¿Podrías intentar recuperarlo ahora?
—Claro, claro. Lo intentaré, pero ya lo decía Parrado…
—¿Parrado? —preguntó el inspector desde la puerta.
—Mi profesor de Seguridad Informática en cuarto de carrera. Un auténtico hueso, el muy cabrón. Nos decía: «Recuperar un archivo corrupto es incluso más complicado que aprobar conmigo a la primera. Solo hay un antídoto que funciona, el protocolo DPJ».
—¿DPJ?
—«Date Por Jodido».
—Que le den por el culo al profesor Parrado.
—¡Ojalá! —expresó ella de forma convincente—. Por cierto, Sancho, te noto muy tenso; es decir, mucho más tenso de lo habitual.
—Sí, yo también me lo noto. ¿Sabes por qué es?
—Ni idea.
—Yo tampoco, pero me complacería mucho disparar a ese Parrado justo aquí —respondió señalándose el entrecejo.
—Hombre, yo creo que con la sodomización sería más que suficiente.
Sancho se quedó parado en la puerta y cambió el semblante.