—Ya —articuló tratando de procesar el mensaje de la doctora—. ¿Ha dicho psicolingüística?
—Eso he dicho, sí —confirmó fríamente ella.
—¿Y podría explicarme cuál es su especialidad? —insistió él sabiendo que no formulaba la pregunta correcta.
—Podría decirle que, concretamente, es la psicolingüística, pero también soy especialista en no saber decir que no cuando me piden favores que me van a complicar la existencia.
La doctora hizo una pausa que al pelirrojo policía se le hizo eterna hasta que, finalmente, continuó hablando.
—Si lo que me pregunta es en qué consiste la psicolingüística, podría responderle de manera abreviada que es la ciencia que estudia la aplicación de una lengua en cualquiera de sus formas teniendo en cuenta los factores psicológicos.
—Entendido —aseguró Sancho, que ya empezaba a sentirse incómodo—. Si le parece, podemos centrarnos en el poema en sí.
Hizo ademán de sacar una copia, pero la mano de la doctora paró en seco su movimiento.
—No se moleste, tengo dos copias con anotaciones encima de la mesa. Si no le importa, utilizaremos estas.
—Sin problema.
—Siendo así, adelante. Lo primero que habría que decir —empezó a exponer la doctora poniéndose unas gafas de pasta negra que tenía encima de la mesa— es que el autor del poema no es conocido. Mejor dicho, ni el texto completo ni ninguna estrofa del mismo aparecen registrados en nuestras bases de datos. Esto me hace pensar que la autoría corresponde al que perpetró el crimen. Por el contenido del mismo, me inclino a pensar que es así.
—Entiendo. Damos por hecho que el autor del crimen pretende comunicarse con la policía a través del poema y para eso estoy aquí, para que nos ayude a interpretar lo que quiere decirnos.
—¿Es lector habitual de poesía, inspector? —preguntó la doctora de forma repentina.
—No, creo que nunca he leído poesía aparte de lo que me mandaban en el colegio —confesó Sancho sin ruborizarse lo más mínimo.
—Agradezco su sinceridad. Se lo pregunto porque, como punto de partida, hay que entender que la poesía es una de las formas de comunicación más complejas que existen, y cada interpretación que se haga del mensaje es tan subjetiva como válida. Dicho de otra forma, cualquier análisis de un poema es perfectamente aceptable, ya que podría decirse que el único que sabe con certeza el significado de cada palabra, de cada verso, de cada estrofa, es el propio autor. Realmente, si le soy sincera, inspector, no creo que les pueda servir de mucha ayuda. Mis anotaciones son puramente subjetivas y, por tanto, cabría la posibilidad de que no solo no le ayudaran, sino que le llevaran a seguir un camino equivocado.
—Gracias por la aclaración, ese es un riesgo que asumimos en cualquier investigación. Por otro lado, si Antonio Mejía recomienda que hable con usted es porque piensa que, de una forma u otra, nos puede servir de algo.
—Es posible que esté equivocado. No obstante, y ya que es usted tan perseverante, le voy a dar mis impresiones al respecto. —Hizo una pausa mientras colocaba los folios en su escritorio y prosiguió—: Como le decía, dado que el texto es original y de autor desconocido, doy por hecho que lo escribió la misma persona que perpetró el crimen. Dicho esto, si nos centramos en el contenido, yo diría que el motivo por el que la mata es la infidelidad, y se vanagloria de ello en el convencimiento de haber hecho justicia. Desde el punto de vista formal, sigue la estructura poética de los tercetos encadenados y, en líneas generales, es de escasa calidad estilística. Esto último es una valoración personal que bien podría no tener en consideración.
La doctora hizo una pausa y, al no encontrar respuesta de Sancho, continuó:
—Y poco más le puedo decir en estos momentos. Por otra parte, no dispongo de mucho más tiempo. He de preparar las clases de la tarde y corregir unos textos, por lo que va a tener que disculparme, inspector.
—¿Eso es todo, doctora? —interrogó en un tono más grave de lo habitual.
—Como le decía antes, dudo mucho que les pueda servir de más ayuda. Lo siento.
Sancho hizo un gesto de desaprobación y, recogiendo sus cosas del escritorio, se levantó y declaró con un tono más árido que grave:
—Lamento haberle hecho perder el tiempo, doctora. Si necesitáramos de alguna aclaración más, ya nos pondríamos en contacto con usted.
Sancho extendió la mano, y ella se levantó para despedirle.
—Les deseo mucha suerte en la investigación. Espero que atrapen a quien lo hizo, no me gustaría en absoluto toparme con este individuo por la calle Santiago.
—Eso intentaremos, muchas gracias y buenos días.
—Buenos días, inspector.
Mientras caminaba molesto hacia el coche, daba vueltas al comportamiento de la doctora y se preguntaba el motivo por el que le había dispensado un trato tan frío y distante. Condujo de nuevo a comisaría para hablar con Mejía. Debían establecer las directrices de la investigación, y lo cierto es que no tenía ni idea de por dónde empezar.
Tras almorzar sin ganas a base de tortilla de patatas en El Mesón Castellano, regresó a comisaría todavía malhumorado. Se reunió brevemente con Matesanz y Peteira, que le pusieron al corriente de los exiguos avances en la investigación. Tomó nota de todo, y se dirigió al despacho del comisario Mejía. La puerta estaba abierta; no obstante, decidió llamar antes de entrar.
—Pasa y siéntate —le invitó el comisario con aire taciturno—. He quedado en llamar al jefe superior en unos minutos. ¿Qué le cuento?, ¿en qué punto estamos?
Antonio Mejía era un hombre con una dilatada carrera en el cuerpo de Policía. A sus cincuenta y nueve años, había estado destinado en media España hasta que fue ascendido a comisario de Burgos y solo dos años más tarde se trasladó a Valladolid para ocupar el cargo de la comisaría de Delicias. Corría el año 1986. Delgado y de escasa estatura, estaba consumido por el tabaco negro y el trabajo a partes iguales. Se decía que su nómina la ingresaban directamente en una gasolinera para pagar las recargas de su Zippo. Llamaba la atención por su voz agrietada y su tez amarillenta. De trato cercano y respetuoso, no solía inmiscuirse en el trabajo de las personas en las que depositaba su confianza; era un tipo íntegro que rezumaba carisma.
—De momento, no tenemos nada nuevo que pueda ser relevante —admitió el inspector tragando franqueza—. El equipo está trabajando a tope, pero todavía es demasiado pronto para sacar alguna conclusión válida. Acabo de hablar con los subinspectores y me dicen que el funeral de la víctima no es que haya sido precisamente multitudinario. Han podido interrogar a varios amigos y familiares, también han hablado con el novio, y se le ha citado mañana a las 10:00 para tomarle declaración. Según parece, estuvo de fiesta hasta las 8:00 con sus colegas; tiene tres testigos que lo han corroborado. No obstante, se comprobará debidamente para ir eliminando posibilidades.
—¿Cuándo fue vista la víctima con vida por última vez?
—Todo parece indicar que discutió con su novio en un bar de la zona de Paraíso, el Taj Mahal, sobre las 23:30, y se marchó sola sin decir adónde. Esa es la última vez que sus amigos la vieron con vida. La descripción de la ropa coincide con la que llevaba en el momento en el que fue encontrada, por lo que tenemos que averiguar qué sucedió entre esa hora y la data de la muerte, fijada por Villamil entre las 3:00 y las 7:00 de la mañana. Hemos utilizado una buena foto de la chica para enseñarla en todos los bares de la zona por si algún camarero la recuerda en compañía de alguien.
—No es mucho para dar de comer al subdelegado del Gobierno Pemán. La noticia les ha caído como un cubo de mierda, y están acojonados por la repercusión que este caso pueda tener en los medios a diez días de la huelga general. Ya sabes cómo es esa gente, que nosotros nos lo aprendimos en un recibí y ellos, para decir col, se recorren toda la huerta.
—Me anoto la frase.
—Bien. Entonces, si descartamos finalmente al novio, habrá que investigar muy a fondo su círculo de amigos y su familia. ¿Algún antecedente de violencia en su entorno?
—Ninguno que hayamos descubierto por el momento. La madre estaba destrozada, según me han dicho. Tiene un tío que vive en Madrid, y no ha podido venir al funeral; los otros familiares viven en Ecuador. Por ahora, no hay indicios que nos lleven por ese camino. Ninguno de los interrogados ha hablado de recientes enfrentamientos de la víctima con terceros, pero si hay algo, daremos con ello. Por su parte, Peteira está trabajando con los de la científica en el escenario del crimen para ver si se nos ha escapado algo. Habrás leído en el informe que la víctima vivía muy cerca de allí, y todo podría resumirse en un encuentro desafortunado con el asesino en su camino de regreso a casa.
—Podría ser, pero al no tratarse de un intento de violación ni de robo… no lo veo. Además, la mutilación y el poema denotan ensañamiento.
Un ataque de tos seca y profunda hizo detenerse al comisario.
—Perdona. No parece fruto de la casualidad, pero, como bien dices, todavía es pronto.
—Por último, tal y como esperábamos, no hemos obtenido ningún resultado después de cotejar la base de datos de la central.
—Como siempre. Sería más fácil que me tocase el Euromillón sin jugar boleto a que surgiera alguna coincidencia en el modus operandi. Bueno, veo que tienes a tu gente manos a la obra, pero dime, Sancho, ¿qué hay del poema?
—Veamos —respondió este dubitativo—, he ido a ver a la doctora Corvo, como me habías sugerido, pero lamentablemente he sacado poco o nada en claro.
—¿Nada en claro? Pero… ¿qué te ha contado Martina?
—Nada que no supiéramos ya. Sinceramente, la he visto con muy pocas intenciones de colaborar. Me ha dado la sensación de haberla importunado con mi visita, y lo que me ha contado no nos aporta nada que no supiéramos ya.
—No me fastidies, Sancho. Me acabas de recordar a tu predecesor, el exinspector Bragado —recalcó Mejía con saña poniendo énfasis en el «ex»—. ¿Nada que no supiéramos ya? Pero… ¿qué sabemos que nos pueda llevar hasta un sospechoso? Bragado solía dar por hecho demasiadas cosas; tantas como las lagunas que dejó en sus últimas investigaciones. Por eso, le hicimos el favor de invitarle a retirarse. ¿Recuerdas nuestra primera conversación, cuando te hiciste cargo del puesto?
—La recuerdo perfectamente; con detalle —precisó.
—Bien, pues no creas que sabes nada si no tienes un sospechoso y pruebas para poner encima de la mesa del fiscal. Déjame que te cuente algo —dijo cruzando las manos e inclinando ligeramente la cabeza—. La doctora Corvo no es una mujer de trato fácil, pero te aseguro que nos puede servir de muchísima ayuda. Si consigues conectar con ella, claro.
—¿A qué te refieres exactamente, Antonio?
—Me refiero a que la doctora no es una persona que se deje impresionar por una placa. Conozco muy bien a su padre, y ella es igual: testaruda y brillante. Tienes que ganarte su confianza. Tal y como están las cosas, y habida cuenta de lo negativo del factor tiempo, tengo que insistir en que consigas que colabore en la investigación. ¿Estamos?
—Estamos.
—Sancho, esta vez te voy a pedir que me mantengas informado de cualquier novedad. Este viejo puede echarte una mano —apuntó manoseando el paquete de cigarrillos.
—Cuento con ello —dijo a modo de despedida saliendo del despacho.
Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa
Desde que Augusto se había despertado, prácticamente no había hecho otra cosa que reconstruir los hechos una y otra vez. Buscaba algún posible cabo suelto, pero siempre llegaba a la misma conclusión: solo correría peligro si alguien le hubiera visto con Marifer en el Zero Café o al subir a su coche. Casi descartaba por completo que alguien le hubiese observado cuando se deshacía del cadáver. De cualquier forma, de haber cometido algún error, lo sabría en las próximas horas. Se sentía francamente orgulloso de cómo habían resultado las cosas teniendo en cuenta que había sido su gran estreno y que había actuado sobre la marcha. A pesar de todo, la densa sombra de la incertidumbre planeaba sobre su impunidad, pero fundamentalmente le generaba tensión el hecho de tener que dar explicaciones por haber actuado de forma impulsiva cuando él regresara del viaje.
Lo cierto es que, nada más levantarse, se había entretenido bastante revisando las ediciones digitales de los periódicos de Valladolid. Todas manejaban la misma información; es decir, casi nada. Incluso, se hacía mención del suceso en alguno de tirada nacional, lo que le generó un sentimiento de satisfacción bastante gratificante. No obstante, era el momento de volver a la realidad. Estaba convencido de que recuperar la rutina era muy importante para su seguridad, y se propuso hacerlo cuanto antes.
Augusto vivía en un lujoso chalé individual del conjunto residencial Covaresasur que pasó a ser de su propiedad como único heredero tras el fallecimiento de sus padres en aquella carretera comarcal cerca de Redipollos. Distribuido en tres plantas y una bodega, contaba con más de doscientos treinta metros cuadrados de superficie, de los que únicamente consideraba su hogar los treinta y tres del despacho.
Su jornada se desarrollaba, excepto en contadas ocasiones, siguiendo el mismo guion: a las siete y media sonaba el despertador, desayunaba cereales con leche desnatada y, dependiendo del día de la semana que fuera, se preparaba para salir a correr sus ocho kilómetros por la carretera del Pinar de Antequera, o hacía una hora de musculación en la sala de pesas que había habilitado en la planta sótano, ocupada anteriormente por una inservible bodega con anodina decoración castellana. Anotaba rigurosamente los pesos y las repeticiones con el objeto de hacer un seguimiento estricto de su evolución. Luego, colgaba el saco y se ajustaba los guantes para golpearlo en series de treinta segundos hasta la extenuación. Augusto cuidaba su físico de manera obsesiva. Buscaba conseguir resistencia muscular y capacidad aeróbica. Seguía su propio entrenamiento desde los diecisiete años, edad en la que empezó a fumar y a beber de forma casi compulsiva. No probó las drogas hasta los veintiuno, en Nueva York, principalmente cocaína como suplemento a su déficit de sociabilidad. Tenía el profundo convencimiento de que debía limpiar diariamente su cuerpo por dentro para poder seguir disfrutando del tabaco, el alcohol y las drogas. En realidad, era algo bien sencillo; primero, lo ensuciaba, y luego lo limpiaba para poder volver a ensuciarlo. Después, solía tomarse su tiempo en la ducha. Era uno de los pocos momentos del día en los que conseguía relajarse de veras. No tocaba el agua hasta que estaba a la temperatura adecuada. Una vez dentro, le gustaba extender completamente los brazos y apoyarlos en las paredes como un Sansón empujando los pilares del templo de los filisteos. Entonces, dejaba que el agua le golpeara con fuerza en la cabeza durante unos cuantos minutos antes de masturbarse. Rara era la ocasión en la que no lo hacía, a veces sin ganas, pero lo consideraba otra forma de limpiarse por dentro y, por tanto, también era parte de su disciplina. A continuación, se enjabonaba a conciencia. Una vez aclarado y seco, estaba listo para trabajar. Se vestía para estar cómodo en casa, y se encerraba en el despacho que había acondicionado sin reparar en gastos en el bajocubierta. Estaba abuhardillado, era espacioso y rebosaba de luz natural. Tenía fijado un horario de trabajo matutino de 10:00 a 14:30 que muy raramente incumplía. Conectaba el Mac Pro, que utilizaba únicamente para trabajar, y una vez que ponía la mano en su Magic Mouse, su jornada daba comienzo. Augusto era un seguidor obsesivo de Apple, y solía decir que su retrete llevaría el logo de la manzana si estos sacaran una línea de inodoros. No conseguía comprender por qué, en España, se seguía comprando tanto PC y utilizando Windows. Para él, era un síntoma claro del borreguismo de los españoles en materia tecnológica. Otro aspecto que cuidaba al detalle era la creación de la atmósfera adecuada para trabajar totalmente concentrado, y diariamente hacía una elección distinta en función de su estado de ánimo. Sus gustos musicales eran de lo más dispares, por lo que se daba el capricho de dedicar unos minutos para confeccionar la lista de reproducción de ese día. Últimamente, le apetecía escuchar música clásica para concentrarse mejor.