Conseguir que Marifer se subiera a su coche tampoco fue difícil; en medio de la conversación, Poldy la interrumpió y, fingiendo la mirada más cálida e inofensiva que pudo, le dijo:
—Tengo el coche a cinco minutos de aquí, ¿quieres tomar la última en mi casa?
—Creía que no me lo ibas a pedir nunca, muchacho —le confirmó ella tirando el cigarro.
Seguían charlando de sus vidas cuando llegaron al destino. Para entonces, ella había eliminado de la ecuación a su novio y solamente pensaba en qué momento ese tal Poldy se iba a decidir a atacarla. Todavía no le había puesto la mano encima, y eso la excitaba. Durante el trayecto, se había desabrochado un botón de la blusa para descubrir su escote; conocía muy bien sus armas, y sabía cómo utilizarlas. No sería la primera vez que se acostara con un tío que hubiera conocido esa misma noche; no solía resultar bien normalmente, pero sentía algo diferente. Estaba convencida de que sería distinto con Poldy. No se equivocaba.
Como había planificado, aparcó en el garaje, con acceso directo a su vivienda. Los cristales tintados de su Toyota RAV4 le aseguraban discreción absoluta.
—No vives mal, ¿eh? —valoró ella bajando del coche.
—Sí, no me puedo quejar. Es la casa de mis padres. Ellos fallecieron en un accidente de tráfico hace dos años. Dinero no me falta, de lo demás me falta casi todo.
—Vaya, lo siento.
—Por aquí. Adelante, por favor. —Le indicó cortésmente el camino hacia las escaleras.
—Muchas gracias. ¿Qué tal se vive en este barrio, Poldy? —preguntó ella por preguntar.
—Desde mi punto de vista, Covaresa es la mejor zona de Valladolid —contestó él por contestar.
Una vez en el salón, la invitó a sentarse en el sofá mientras él se dispuso a preparar dos copas.
—¡Menudo salón tienes! —exclamó la chica recorriendo con la mirada los treinta metros cuadrados de la estancia.
El salón tenía tres zonas claramente diferenciadas. Frente a la puerta, tres grandes ventanas y una enorme alfombra de lana blanca. A la derecha, el comedor de corte clásico, y a la izquierda, la zona de reposo con dos sofás tapizados en piel blanca y orientados hacia la pared en la que estaba la televisión.
—Ahora que estás tú, me gusta mucho más —actuó interpretando el papel.
A falta de granadina, le sirvió un vodka con zumo de naranja. Para él, su gin tonic bien preparado. Cuando regresó al salón con las bebidas, tomó asiento en el mismo lugar en el que ahora se dejaba llevar por aquellas escenas que había vivido hacía solo unas horas. Conservaba muy nítidas las imágenes de aquellos minutos intercambiando preguntas y respuestas carentes de sentido. Cuando entendió que había llegado el momento de dar el siguiente paso, Leopoldo tomó la palabra:
—Marifer, lo confieso, llevo un rato casi sin escucharte. Me estoy reprimiendo las ganas de abalanzarme sobre ti. Todo esto es nuevo para mí, y necesito estar seguro de que quieres hacerlo.
—Claro que quiero hacerlo, muchacho. Solo estoy esperando a que des el primer paso —le insinuó ella tragando rubor y vodka.
En su sofá, se encendió otro purito para saborear la evocación de ese instante. Mientras daba vueltas a los hielos de la copa, masculló con desprecio:
—Zorra infiel, perdiste tu oportunidad de salvarte.
Sintió un leve escalofrío cuando se acercaba a las imágenes del último acto. Se sentía orgulloso de sí mismo por haberle otorgado la posibilidad de seguir viviendo, pero había llegado el momento que llevaba tanto tiempo esperando. Su momento. Estaba completamente seguro de que Marifer solo había dejado sus huellas en la copa, y eso tenía fácil solución. No tenía más que seguir adelante con el plan que había visualizado tantas veces. Estaba decidido.
Tras la respuesta afirmativa, se levantó despacio y, sin dejar de mirarla ni un instante, se acercó a ella y le susurró:
—Ni te muevas de ahí, morena —señalando con el dedo el sofá—, voy a poner el ambiente adecuado y te voy a pedir que cierres los ojos; es importante.
Marifer asintió con la cabeza.
Se dirigió al lado opuesto del salón, a la zona del comedor donde había dejado su iPad. Buscó en sus listados de Spotify. Rammstein,
Spieluhr
. Esa era la canción, ninguna otra. Lo había imaginado así en tantas ocasiones que le parecía estar viviendo un sueño. Sacó los guantes de vinilo que tenía preparados en el primer cajón del mueble.
—Sigues con los ojos cerrados, ¿verdad, preciosa? —preguntó elevando el tono para amortiguar el sonido de la goma mientras se los ajustaba.
Ella asintió con la cabeza sin decir palabra. Le dio al
play
, y se fue acercando despacio por su espalda con las manos escondidas detrás, por si acaso ella incumplía la promesa de mantener los ojos cerrados. Mientras caminaba, recitaba en voz alta el principio de la canción, unos versos en alemán que tenía grabados en la memoria y que poseían un significado muy especial para él:
Ein kleiner Mensch stirbt, nur zum Schein
.
Wollte ganz alleine sein
.
Das kleine Herz stand still für Stunden
.
So hat man es für tot befunden
.
Es wird verscharrt in nassem Sand
.
Mit einer Spieluhr in der Hand
.
A Marifer no le dio tiempo ni a extrañarse. Seguía inmóvil, con los ojos cerrados, las manos sobre las rodillas y una sonrisa expectante iluminando su cara. Cuando llegó a su altura, desde detrás del sofá, rodeó su cuello con el brazo derecho empleando toda la fuerza que le nacía del entusiasmo del momento. Le fascinó darse cuenta de que había sincronizado el ataque con los primeros golpes de batería y guitarra de la canción. Se ayudó con la mano izquierda sobre la muñeca derecha para aplicar más presión a la laringe de su víctima, e inclinó su cuerpo hacia ella para evitar que se incorporara. Marifer tardó en reaccionar. Trató de liberarse del brazo agarrándolo con ambas manos para separarlo de su cuello. Luchaba por ponerse de rodillas, y se retorcía sobre el sofá buscando una posición algo más ventajosa para resistirse. Cuando consiguió girarse hacia su derecha, apenas le quedaba aire en los pulmones que le diera fuerzas para luchar por su vida, y ni siquiera consiguió gritar. Los leves sonidos guturales que pudo emitir fueron neutralizados por el metal de Rammstein.
Él no cedió ni un ápice. Incluso, ejerció más fuerza cuando vio reflejada la escena en su pantalla de plasma de cincuenta pulgadas. Grabó aquella imagen en la retina. La cara de Marifer estaba algo amoratada, y sus ojos notablemente hinchados, prácticamente vueltos del revés. De entre las comisuras de sus labios empezaba a escaparse una espuma blanca que avanzaba lentamente hasta la barbilla, pero fue su propia expresión lo que más le llamó la atención. Se sorprendió a sí mismo sonriendo mientras se mordía la lengua doblada entre los dientes, con los ojos extremadamente abiertos y la vena que bajaba por su frente visiblemente marcada. Repentinamente, aparecieron las tan violentas como breves convulsiones que precedieron a la total relajación del cuerpo, ya sin vida, de Marifer. Unos segundos después, él soltó la tenaza y ella se desplomó.
La siguiente imagen que le asaltó fue la de sí mismo sentado de cuclillas al pie del sofá, mirando absorto el cuerpo inerte de Marifer, que había quedado boca arriba. Mientras, relajaba sus brazos de la tensión a la que habían sido sometidos. Estaba maravillado y satisfecho por lo fácil y limpio que había resultado todo hasta el momento. Él estaría orgulloso. Entonces, se percató de que Marifer se había mojado los pantalones.
Recordando ese instante, notó que estaba teniendo una erección y soltó una carcajada nerviosa.
Volvió a los recuerdos. Había llegado el tiempo de las explicaciones, y se acomodó para hablar al cadáver.
—Querida Afrodita, diosa de la belleza y la lujuria… —Iba a continuar, pero cortó la frase.
Había algo que no le encajaba en la situación. Marifer tenía los ojos cerrados, y le daba la sensación de que no le estaba prestando la atención que requería.
—Esto lo soluciono yo de inmediato —aseguró mientras se incorporaba.
Limpió los restos de espuma de la boca y tiró el papel higiénico al retrete. Después, cogió la copa que había utilizado Marifer y, una vez en la cocina, la tiró con fuerza dentro del cubo de basura, consiguiendo que se rompiera en cientos de trozos.
—¡Me encanta cómo se rompe el cristal bueno!
Volvió al salón y cargó con el cuerpo escaleras arriba hasta el baño. No sin esfuerzo, lo metió en la bañera con cuidado de que no se golpeara. Caminando deprisa, bajó al trastero a buscar las herramientas adecuadas. Las tenía preparadas, separadas del resto, porque sabía que tendría que utilizarlas antes o después. Encendió la luz y sacó el maletín que contenía los instrumentos necesarios para cuidar sus veintidós bonsáis. Era una de sus aficiones, heredada de su madre adoptiva, que tenía una pasión desmedida por esas miniaturas y les dedicaba más tiempo que a su propio hijo. Cuidar bonsáis tenía un efecto terapéutico sobre él, le ayudaba a cultivar la paciencia y controlar sus impulsos. Abrió el maletín y extendió las cuarenta y cinco herramientas sobre el tablón abatible que hacía las funciones de mesa. Tenía que dar con la que más se adecuara al trabajo que tenía que hacer.
Fue repasando en voz alta una a una:
—Tijera de poda fina, tijera de poda gruesa, tenaza cóncava fina, tenaza cóncava gruesa, tenaza cortatroncos, tijera podadora pinzadora, alicate cortante, desfoliadora, rastrillo
kumade, kuikiri
, sierra podadora, tijera puntiaguda fina, tenazas para Jin… ¡Aquí está! Esta es.
Cogió la vaciadora cóncava, una herramienta con la que podría hacer cortes precisos adaptándose a la forma del ojo. Sonrió, guardó el maletín y regresó apresuradamente al baño.
Nuevamente junto a la bañera, se sentó a horcajadas sobre el abdomen de Marifer. Con el índice y el pulgar de la mano izquierda, pellizcó el párpado superior de su ojo derecho para levantarlo. No quería dañar el globo ocular, por lo que agarró con delicadeza la vaciadora e hizo dos precisos cortes verticales, uno a cada lado, y un tercero horizontal estirando la piel con cuidado de no desgarrarla. Apenas sangró. Repitió la misma operación con el ojo izquierdo.
—Sublime —musitó maravillado cuando terminó el último corte.
Colocó ambos trozos de piel en una bolsa de tamaño reducido para congelar. Cortar los párpados inferiores parecía más complicado desde esa posición, por lo que se incorporó para agarrarla de los pies y tirar de ella hacia atrás; resultaría igual de fácil desde el otro lado de la bañera. Así lo hizo. Primero, el derecho, y por último, el izquierdo.
—Ahora sí. Estás perfecta, querida —le confesó a Marifer, de cuerpo presente.
Metió los párpados inferiores en la bolsita y la cerró. Acto seguido, se quitó los guantes con mucho cuidado de no mancharse con la sangre, los metió en la bolsa y cerró el precinto. La dobló en cuatro y se la guardó en el bolsillo del pantalón. Fue de nuevo al salón y tecleó en el Spotify
La sirena varada
, de Héroes del Silencio. Le dio a
Reproducir
y bajó un poco el volumen.
Se sentó con calma en el borde de la bañera y, mirando a los ojos totalmente descubiertos e inertes de la chica, empezó su discurso:
—Ya estás preparada para escucharme. Como te decía antes, querida Afrodita, te identifiqué nada más verte. Reconocí la lujuria reflejada en tus ojos. Saliste del mar dispuesta a cazar, disfrazada de sirena. Buscabas a tu Adonis, ¿eh? Pero salió mal, tus cantos de sirena atrajeron a Ares. Ahora estás a mi merced y permanecerás varada en la tierra. ¡Diosa de la impudicia, sierva de la lascivia! —clamó apuntando con su índice a la cara de Marifer.
De fondo, sonaba el estribillo de la canción:
Duerme un poco más
,
los párpados no aguantan ya
,
luego están las decepciones
,
cuando el cierzo no parece perdonar
.
Sirena, vuelve al mar
varada por la realidad
,
sufrir alucinaciones
cuando el cielo no parece escuchar
.
Se dirigió a la cocina de nuevo y se preparó un gin tonic con toda la calma del mundo. Tras sentarse en la mesa del salón, abrió un nuevo documento en Pages. Tenía que poner la guinda, ¿y qué mejor forma que un poema? Las palabras fluían y encajaban a la perfección. Prácticamente, no tenía que contar las sílabas; pensaba en endecasílabos. Los versos fueron saliendo uno tras otro, cumpliendo de forma escrupulosa con la métrica. Cuando lo terminó, lo leyó en alto, cambió algunas palabras y aseguró:
—Así está perfecto.
Apuró lo que quedaba del gin tonic y se puso de nuevo en marcha. El corazón le latía con fuerza, pero no estaba nervioso, era emoción contenida. En tres cuartos de hora, lo había terminado, impreso, recortado y metido en otra bolsa que había elegido a tal efecto. No podía demorarse mucho más, eran casi las cinco de la mañana y todavía tenía faena. Si algo salía mal, se le podía echar encima el amanecer.
Bajó apresuradamente al garaje, abrió el maletero del coche y colocó las cajas de cartón abiertas que tenía preparadas. Dejó la puerta del maletero abierta y volvió a subir a la carrera. De vuelta en la bañera, cogió el cepillo de uñas y, agarrando la mano de Marifer, se burló:
—¿A ver esas uñitas?
Cepilló con sumo cuidado las uñas sin agua ni jabón, a pesar de tener la certeza de que no había restos de piel ni tejido bajo ellas. Era parte del protocolo de limpieza que había dispuesto, y no pensaba saltárselo. Hacía poco, había leído en la prensa la revisión del caso llamado «el crimen de la maleta», ocurrido hacía dos años en Valladolid. Un hombre había matado a golpes a una mujer en el domicilio de la víctima y, al parecer, se había deshecho del cadáver metiéndolo en una maleta que luego arrojó a un pozo situado en una finca familiar. El hombre limpió el escenario del crimen, pero está claro que no debió de hacerlo correctamente, porque la policía encontró pruebas definitivas con las que le inculparon y condenaron a quince años de prisión. A él no le pasaría lo mismo, estaba seguro de ello.
Cuando terminó con el cadáver, agarró la vaciadora —en la que sí había sangre— y se dirigió a la cocina; puso a calentar agua en un cazo y la metió dentro. Volvió a la bañera y cargó con el cuerpo. Al llegar a las escaleras que conducían al garaje, notó que le temblaban las piernas.