Barrio de Arturo Eyries (Valladolid)
31 de octubre de 2010, a las 20:50
E
l vaho no le permite ver con nitidez a través de la bolsa a pesar de ser transparente. El calor y la humedad se manifiestan en forma de sudor que nace en la frente y discurre por la cara en varios afluentes para terminar desembocando en el calcetín que tiene metido en la boca, hasta la campanilla. Hace ya tiempo que a Mercedes no le queda fuerza física ni psíquica como para pensar en que va a poder liberarse de la silla de madera en la que está sentada.
El parte de daños que le devuelve el cerebro no presenta cambios con respecto al último: dolor agudo en la frente, tumefacción en las muñecas, molestia en aumento en los hombros, agarrotamiento de la espalda, pinchazos en las cervicales, fatiga en el cuello y piernas totalmente dormidas.
Calor y humedad.
Agotada la vía terrenal, ha recurrido a la ayuda divina apelando a la Virgen de los Desamparados y rogando la intervención de san Judas Tadeo, pero siempre obtiene el mismo resultado: ninguno. A estas alturas, y tras dos desmayos, ya se ha encomendado al Altísimo y ha encontrado alivio en la analogía entre esa silla y la cruz.
Necesita un descanso y cierra los ojos.
Suda.
Todavía consigue respirar gracias al aire que se cuela por la parte inferior de la bolsa. Baja la cabeza en busca de oxígeno, y se encuentra con el olor de su propia orina que sube en dirección opuesta. No soporta los olores corporales, ni siquiera los suyos. El impacto la obliga a reclinarse hacia atrás para favorecer la apertura de sus vías respiratorias. Aprovechando la postura, comete el error de tratar de inhalar aire. La condensación ha hecho que la bolsa se le adhiera a la cara y, al inspirar, el plástico se le introduce por las fosas nasales. Para apartarlo, sopla con fuerza por la nariz y busca una alternativa para no volverse a desmayar. Inclina la cabeza, y nota cómo los pulmones se llenan poco a poco de aire, de vida; lo retiene unos instantes antes de soltarlo despacio. El dióxido de carbono sale caliente, y hace subir la temperatura. Cree que, si por lo menos pudiera quitarse ese maldito calcetín que le roza la faringe, lograría concentrar las escasas fuerzas que le quedan en un único grito que alertara a Teresa, su vecina de arriba. Siempre tuvo buena voz, ¡cuántas veces se lo había demostrado a su hijo!
«¡Qué paradoja!», piensa.
El hecho es que, con sus repetidos intentos de hacer ruido, se ha desgastado tanto las cuerdas vocales que ya ni siquiera trata de emitir sonidos guturales. Ruega para poder librarse del maldito calcetín, pero la cinta adhesiva que lo sujeta no atiende a sus súplicas. Vuelve a ponerse en manos del cielo. Inspira de nuevo y espira lentamente.
Cuando vuelve a abrir los ojos, no distingue nada más que el contorno de la figura que le habla con voz sosegada.
—Voy a cambiarte la bolsa y a limpiarte un poco la cara, quiero enseñarte algo.
El hecho de poder respirar unos segundos sin la bolsa le otorga unos instantes de alivio.
Sus ojos imploran misericordia, pero ya ha asumido que él no se la va a conceder. Está siendo un largo calvario; no obstante, ha conseguido mantenerse firme, no ha cedido al martirio, como en su día también lo lograran santa Filomena y santa Bárbara. Tiene el convencimiento de que el torturador no va a salirse con la suya, y eso es lo único que la empuja a seguir luchando.
—¿Puedes ver esto? ¿La reconoces? —pregunta la voz.
Enfoca para centrarse en el objeto que tiene a escasos centímetros de la cara. Lo reconoce al instante. Emite un gemido que nace de su estómago, tan prolongado como le permite la escasa energía que le queda. Sus ojos, anegados de lágrimas, se sincronizan con la nariz para liberar todo lo que ha sido capaz de retener durante el suplicio físico.
—Ahora es mía y solo mía —le susurra al oído la voz—. Tengo que confesártelo, la encontré antes de que llegaras. Sabía muy bien dónde buscarla. Se dice que uno encuentra las cosas en el último sitio donde las busca, pero en este caso yo la encontré en el primero. Solo quería saber hasta dónde eras capaz de aguantar. Enhorabuena, has superado todas mis expectativas; estoy orgulloso de ti.
Mercedes quiere revolverse en señal de protesta, pero su aparato locomotor ya no le responde. Solo puede concentrarse en esos dientes que asoman detrás de una sonrisa perfecta, tan blancos y tan bien cuidados… como los suyos.
Cierra voluntariamente los ojos y nota las lágrimas recorriendo sus mejillas para terminar siendo absorbidas por el calcetín; junto a la mucosidad, la saliva y el sudor, han empapado el tejido transmitiendo a sus papilas gustativas un gusto tan singular como repulsivo. Un nuevo sabor, el de la bilis, le advierte de la proximidad del vómito. Se concentra en contenerlo para no morir ahogada.
Lo consigue.
Trata de revertir todo el odio que siente en compasión. No lo logra, y asume que es consecuencia de su debilidad cristiana.
—
Memento mori
[1]
. Ya no tenemos más tiempo. Bueno, puntualizo: es a ti a quien se le ha acabado el tiempo.
Mercedes percibe ese olor a tabaco avainillado antes de sentir el plástico recubriendo de nuevo su cabeza. Reconoce el sonido de unos nudillos que precede de nuevo a la voz.
—Estos días he pensado mucho en la despedida. Tengo un poema que escribí para ti hace ya muchos años, creo que tenía diecisiete. Lo he retocado un poco y había pensado en leértelo, pero finalmente he decidido que no te lo mereces. Incluso me había planteado darte una noticia que no esperas, pero tampoco te lo has ganado. Te irás con otras palabras que no son mías, son de Till Lindemann; supongo que no le conoces. Eso sí, te lo voy a traducir para que puedas entender lo que digo, aunque dudo mucho que seas capaz de comprenderlo. Lo mismo da.
El inconfundible ruido que hace la cinta adhesiva al desprenderse del rollo rompe el silencio. Al pasar la segunda vuelta justo por encima de la nuez, Mercedes pide al cielo que sea la última vez que tenga que padecer la agonía de volver de la muerte. Ya ha visto dos veces las luces del túnel, aunque no sabe que es debido a la reacción de su cerebro ante una inminente isquemia retinal por la falta de oxígeno. Por suerte para ella, el cielo sí la escuchará esta vez.
Unas palabras recitadas con forzada solemnidad centran la atención de sus oídos:
Un hombrecillo aparentó morir,
pues quería estar a solas.
El corazoncito se le detuvo durante horas;
entonces, se le dio por muerto.
Se le enterró en arena mojada
con una caja de música en la mano.
Ya no entra aire, pero aún puede respirar. La bolsa sigue el ritmo de su respiración; se pega a su cara cuando inspira, y se separa cuando espira. Trata de coger aire por la nariz y la boca al mismo tiempo. Ya no escucha la voz, solo el sonido del plástico. Su corazón late a ritmo de réquiem, como queriendo dejarle un buen sabor de boca en la despedida. Mueve la cabeza bruscamente hacia los lados y sus músculos se contraen. Trata de concentrarse en el rostro de Jesucristo para entrar de su mano en el Reino de los Cielos, pero la repentina falta de oxígeno le obliga a abrir los ojos por última vez. Se encuentra con la mirada atenta de quien no quiere perder detalle. Ojos pequeños, negros y afilados… como los suyos.
La bolsa es ya su segunda piel; prácticamente, no se despega de su cara y le tapa los orificios nasales y la boca. No quiere resistirse más, pero su sistema nervioso le niega la alternativa de rendirse. Inconscientemente, exhala con fuerza para tratar de dar la última bocanada de aire. Ya no queda oxígeno. Lo vuelve a intentar justo antes de perder el control de su esfínter. Las convulsiones no le impiden procesar las últimas palabras que oirá:
—¡Que empiece el viaje ya! Adiós, madre.
Se hace el silencio en la estancia. Ni siquiera el aroma del tabaco es capaz de esconder el hedor que ha traído la muerte.
Suena
… Y al final
, de Enrique Bunbury, pero Mercedes ya no tiene activo ninguno de sus sentidos.
Permite que te invite a la despedida
,
no importa que no merezca más tu atención
,
así se hacen las cosas en mi familia
,
así me enseñaron a que las hiciera yo
.
Residencia de Ramiro Sancho (barrio de Parquesol)
12 de septiembre de 2010, a las 9:47
C
omo un domingo cualquiera antes de las diez de la mañana, la presencia de vehículos en las calles de Valladolid era tan reducida como las ganas de recibir una llamada de trabajo durante el fin de semana. Habían transcurrido apenas treinta minutos desde que despertaron al inspector Sancho hasta que aparcó en la calle Real de Burgos, justo en la puerta del Instituto Anatómico Forense. El día había amanecido casi despejado, y el sol de principios de otoño invitaba a cualquier otra cosa que no fuese asistir a una autopsia dominical, pero el subinspector Matesanz, que estaba de guardia, le había alertado llamándole a su teléfono personal. Con voz apagada, le había dicho:
—Buenos días, Sancho. Lamento tener que molestarte estando todavía convaleciente, pero tendrías que venir de inmediato al Anatómico.
El inspector llevaba desde el viernes amarrado a la taza del váter, esclavizado por una gastroenteritis aguda que le había vaciado el cuerpo. El otro cuerpo, el de Policía, le pedía que estuviera presente en la autopsia de un cadáver encontrado solo unas horas antes.
—¡Hay que joderse, Matesanz! ¿Qué tenemos? —quiso saber incorporándose de la cama con cierta lentitud.
—El cadáver de una joven de unos veinticinco años, mutilada, encontrada en el parque Ribera de Castilla.
—En media hora estoy allí.
Colgó.
Ramiro Sancho cumplía su tercer año al frente del Grupo de Homicidios de Valladolid. A sus treinta y nueve, todos le conocían como Sancho, ya nadie le llamaba por su nombre de pila. En realidad, ya nadie le llamaba. Desde que se separó y consiguió el traslado a casa, había decidido encerrarse en sí mismo y en su trabajo. A los pocos meses de sacar la oposición de inspector de policía, fue destinado a la Unidad Territorial de Información de San Sebastián. Allí había hecho su vida hasta que la ruptura con Nagore le hizo replantearse el futuro. Tras dos años de espera, surgió repentinamente la vacante en Valladolid en forma de jubilación anticipada y no se lo pensó.
La barba pelirroja le hacía aparentar más edad. Sancho lo sabía, pero le encantaba; había sido su acto de rebeldía más importante de los últimos años. Tirarse de los pelos de la barba y pasarse la mano por la mandíbula se había convertido ya en una manía, pero era su manía. Cuando terminó de instalarse en su nueva casa del barrio de Parquesol, se hizo con una maquinilla para afeitarse la cabeza, y hacía unos meses que había empezado a raparse al uno. Su frente, cada vez más despejada, hacía que sus pobladas cejas y su barba destacaran aún más entre sus rasgos faciales. Ser pelirrojo y tener los ojos claros no le ayudaba precisamente a pasar desapercibido en España; sus ciento ochenta y siete centímetros de altura, tampoco. De gesto reservado, voz grave y sonrisa tan poco frecuente como natural, era un tipo de campo encerrado en la ciudad. Sancho seguía practicando deporte siempre que podía, aunque últimamente las sesiones se habían visto reducidas a correr por el barrio los fines de semana. Ahora bien, fumar no fumaba. Había jugado al rugby en su juventud, hasta que lo tuvo que dejar a los veinticuatro por una lesión de rodilla y para terminar sus estudios de Derecho en la Universidad de Valladolid. Los domingos solía subir a Pepe Rojo para ver jugar a su equipo, pero las circunstancias de ese día le habían llevado, todavía escaso de fuerzas, hasta la puerta del viejo y deteriorado edificio del Instituto Anatómico Forense.
Esa no era, ni mucho menos, la primera vez que tenía que pasar por el trago de ver un cuerpo sin vida. De hecho, había visto unos cuantos durante su etapa en San Sebastián, pero los escasos datos que le había proporcionado Matesanz sobre los hechos retumbaban en su cabeza como un estribillo de Georgie Dann.
Frente a la sala de autopsias número uno, la saliva le supo a formol antes de llamar a la puerta.
—Sancho, buenos días; tan puntual como de costumbre —observó el subinspector Matesanz abriéndole la puerta—. Siento haberte molestado, en breve entenderás el motivo.