—¡Cojones, pesa como un muerto! —se dijo con doble intención.
Finalmente, depositó el cuerpo con cuidado en el maletero. Se puso otros guantes y sacó la bolsita con el poema para introducírselo en la boca procurando no tocarle los labios. Le arrancó tres pelos. Volvió a subir, esta vez a la carrera, para guardarlos en un ejemplar de
Marinero en tierra
, de Rafael Alberti, que guardaba en su mesilla. Páginas ocho, dieciocho y veintiocho. Revisó la bañera y detectó algunos restos de sangre, muy pocos; en solo cinco minutos, el amoníaco primero y la lejía después se encargaron de eliminar cualquier vestigio incriminatorio. A continuación, volvió a la cocina para retirar del fuego el cazo con agua hirviendo, sacó la vaciadora y la secó con detenimiento. Hecho esto, tiró el agua y metió el cazo en el lavaplatos.
Bajó de nuevo al sótano, guardó la vaciadora en su sitio, se subió al coche y arrancó el motor. No puso música, no quería llamar la atención de algún vecino con insomnio. Condujo hasta el sitio donde había decidido que la encontraran, un lugar que conocía con detalle. No había tráfico, por lo que apenas tardó quince minutos en atravesar la ciudad de sur a norte. Miró el reloj del coche, marcaba las 5:48; todavía era de noche, pero en el cielo ya se podían ver los primeros intentos del amanecer por desgarrar el embalaje de la noche. Apagó las luces unos cuantos metros antes del lugar exacto y aparcó.
Había llegado el momento crucial, sabía que todo su trabajo podía irse al traste si se precipitaba. Esperó unos minutos buscando tranquilizarse.
—Ni un alma, como esperaba —observó todavía algo nervioso.
Ahora o nunca, tenía que ser cuestión de segundos. El emplazamiento que había previsto para dejar el cadáver estaba ahí, a menos de treinta metros. Sacó dos bolsas de plástico de la guantera con las que se recubrió el calzado y se bajó del coche para recorrer el camino que debía hacer cargado con el cuerpo. La zona estaba totalmente desierta y escasamente iluminada. Volvió al coche y, ya decidido, concentró toda su fuerza en brazos y espalda para cargar de nuevo con el cuerpo. En unos pocos segundos, recorrió la distancia que le separaba de la zona de los matorrales y lo dejó caer. Andando rápido, se subió de nuevo en el coche. Una última mirada de despedida y arrancó. Mientras metía primera, predijo con la voz entrecortada por el esfuerzo:
—Tranquila, Afrodita, te encontrarán muy pronto.
Buscó en su iPhone Depeche Mode, y seleccionó
Little fifteen
. Se empezó a escuchar la voz de David Gahan por los altavoces del coche, y eso le calmó.
Little fifteen, you help her forget
.
The world outside, you’re not part of it yet
.
And if you could drive, you could drive her away
to a happier place, to a happier day
.
That exists in your mind, and in your smile
.
She could escape there, just for a while
.
Little fifteen
.
Desapareció en la noche.
Volvió a la realidad de su sofá y soltó muy lentamente el humo del Moods fijando su mirada en las formas azuladas que quedaban suspendidas en el aire antes de desaparecer. Tenía la sensación de haber culminado un trabajo perfecto. Terminó la copa, la dejó en la cocina y subió a su habitación. Desnudo, se metió en la cama y se dejó llevar por el sueño.
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
13 de septiembre de 2010, a las 7:54
A
esa hora, había más intercambio de información en el vestíbulo de la comisaría de Delicias que en la oficina de un concejal de Urbanismo en un ayuntamiento costero. Los pocos que a esas alturas de la mañana no se habían enterado del caso mojaban la noticia en el primer café aprovechando la barra libre de hipótesis recién horneadas, dulces conjeturas crujientes y elucubraciones recubiertas de mermelada.
Sancho había conseguido dormir durante un tiempo reducidamente indefinido en el único sofá que merecía tal calificativo de los tres que había en las dependencias policiales, ese que tenía fama de ser más duro que incómodo y que arrastraba una oscura leyenda relacionada con fugaces encuentros amorosos pendientes de investigación. Sin embargo, el cerebro del inspector no había registrado descanso alguno en las últimas veintidós horas y diez minutos, y sí ligeras molestias de localizado origen lumbar. En realidad, se podría decir que había pasado casi toda la noche colgado del teléfono fijo y casi se podía leer la marca de su vetusto móvil impresa bajo la oreja izquierda. El pódium de llamadas recibidas había quedado establecido de la siguiente manera: bronce para Matesanz con tres llamadas, plata para Peteira con una más y, en lo más alto del cajón, el comisario Mejía lucía su medalla de oro con seis llamadas. En un caso así, la presión nacía en forma de huracán de categoría cinco y solía originarse en la Delegación del Gobierno. Después, tocaba la Jefatura Superior como tormenta tropical, tras lo que pasaba a convertirse en un fuerte aguacero cuando descendía hasta el comisario provincial. El comisario, entonces, aguantaba el chaparrón y, finalmente, llegaba hasta el inspector de homicidios como esa lluvia fina y constante que siempre terminaba calando a todo el grupo hasta los huesos si le pillaba desprovisto de un buen paraguas. Sancho era ese paraguas. Tenía muy asumido que aguantar la presión era una parte fundamental de su trabajo, pero no podía permitir que eso afectara a la investigación. Tenía que asegurarse de que su equipo se quedaba al margen de todo. No obstante, lo cierto era que se habían hecho muy pocos avances respecto a las primeras diligencias que tenía la juez de instrucción desde las 22:00 horas del domingo.
Sobre su mesa, un café con leche de máquina y un ejemplar del lunes de
El Norte de Castilla
cuyo titular rezaba: «Encontrada muerta una joven en el parque Ribera de Castilla», y continuaba: «El cadáver, que fue hallado en la madrugada del domingo e identificado con las iniciales M. F. S. S., presentaba signos de violencia. La autopsia practicada en la mañana de ayer confirmó que se trata de un homicidio». Sancho leyó con detenimiento la noticia que firmaba Rosario Tejedor. Por suerte, todavía no se había filtrado nada sobre las mutilaciones de la chica ni, mejor aún, sobre el maldito poema. Las restantes ediciones digitales manejaban la misma información, y no encontró comentario alguno de los lectores que le encendiera una bombilla. Confiaba en que el gabinete de prensa de la policía supiera lidiar con los medios de comunicación, aunque, a buen seguro, la juez Miralles ya habría decretado el secreto de sumario y eso siempre ayudaba. Evitar la alarma social era prioritario en aquel momento; más todavía si se encontraban ante un posible asesino múltiple, como todo parecía indicar.
Con la mirada perdida en el laberinto de letras de la primera página, recordó la psicosis que se había desatado en Madrid con el caso del asesino de la baraja allá por el año 2003. Alfredo Galán, un exmilitar frustrado con tendencias psicópatas armado con una Tokarev, causó el pánico en el extrarradio de la ciudad. El sujeto disparó sin motivo aparente a personas elegidas al azar que se encontraban esperando el autobús, en un bar o en plena calle. Lo que muy poca gente supo es que fue un periodista quien no solo le bautizó con el nombre de «el asesino de la baraja», sino que también dio la idea de los naipes al propio asesino. Resultó que, en el primer escenario del crimen, dicho periodista encontró un as de copas y concluyó por su cuenta, sin contrastar la información, que lo había dejado el autor del crimen y que esa era su firma. Esa misma tarde, Alfredo Galán volvió a matar; esta vez, a dos personas en un bar, pero no dejó carta alguna. Lo que sucedió, simplemente, es que los crímenes no se relacionaron entre sí en un principio. Tal y como luego confesaría, a Alfredo Galán le gustó mucho aquello de ser conocido e identificado con un nombre, y decidió alimentar esa circunstancia dejando un naipe en todas las escenas de los crímenes que cometería después. Así fueron apareciendo el dos, el tres y el cuatro de copas. Todo terminó cuando Galán se entregó en la comisaría de Puertollano ante la incredulidad de los agentes, que tuvieron que contrastar información no pública antes de dar por cierta la confesión del supuesto asesino. Aquellos seis meses fueron un auténtico tormento para la policía, y Sancho lo pudo saber de primera mano por un compañero que había participado en la investigación. Este le contó que había sido casi imposible trabajar dada la cantidad de pistas falsas, testimonios inciertos e imitadores que surgieron gracias a la repercusión que tuvieron en los medios los crímenes del asesino de la baraja.
Sancho lucubró: «Si esto sucedió en una ciudad como Madrid, no quiero ni imaginarme lo que pasaría en Valladolid si el tipo vuelve a matar y los medios consiguen relacionar los crímenes».
Sintió un escalofrío y se levantó como un resorte de su mesa. Miró la hora en su reloj de pulsera, las nueve y cuarto.
—Hora de salir a la calle.
Buscó el teléfono de la tal doctora Corvo, que le había recomendado el comisario Mejía, y que tenía anotado por algún sitio.
—Aquí está.
Quitó el pósit que estaba pegado en su cuaderno de notas, sacó el móvil y marcó el número. Al cuarto tono, escuchó:
—Doctora Corvo, buenos días.
—Buenos días, doctora. Soy el inspector Sancho, del Grupo de Homicidios de Valladolid. Me pongo en contacto con…
La voz le interrumpió:
—Sí, estaba esperando su llamada, inspector. De hecho, en estos momentos estaba anotando algunas observaciones sobre el texto que me hicieron llegar ayer.
—Estupendo, quizá le parezca un tanto precipitado, pero no tenemos mucho tiempo. Sería muy import…
La doctora volvió a interrumpirle:
—Sin problema, yo estoy en mi despacho de la Facultad de Filosofía y Letras, Departamento de Literatura Española, Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Venga usted cuando lo considere oportuno; hasta las cuatro, que empiezo mi primera clase, estaré libre.
—Muy bien. Pues, si le parece, salgo en estos momentos de la comisaría. En unos veinte minutos, estaré en su despacho —le informó mirando su reloj de pulsera.
—Lo dudo mucho, inspector. Disculpe, ¿cómo me dijo que se llamaba?
—Sancho. ¿Qué es lo que duda? —preguntó extrañado.
—Que le vea a usted en veinte minutos. Aquí es lo que se tarda en aparcar una vez que se llega.
—En veinte minutos nos vemos, doctora —confirmó—. Muchas gracias.
—Hasta luego, entonces.
Mientras conducía, iba dando vueltas a la arrogancia e impertinencia de la persona que iba a colaborar con el grupo para avanzar en un aspecto tan importante de la investigación.
—¡Hay que jo-der-se! ¡Una lista con gafas!
A los doce minutos desde que colgó el teléfono, Sancho ya había llegado al campus universitario, donde se encontraba la Facultad de Filosofía y Letras de Valladolid. Durante su época de estudiante, se localizaba en la plaza de la Universidad, compartiendo edificio con la de Derecho, en la que él estudiaba. Hacía ya unos cuantos años que la habían trasladado al nuevo campus, y era la primera vez que lo visitaba. Habían pasado quince minutos y ya estaba preguntando en conserjería por el despacho de la doctora; en cuatro minutos más, se encontraba frente a la puerta que lucía una placa con la inscripción «Dra. Corvo». Esperó un minuto frente a la puerta y llamó con los nudillos.
—Adelante, inspector —contestó una voz desde dentro.
—Permiso, doctora.
—Solo un segundo y estoy con usted. Siéntese, por favor. Por lo que veo, es usted una persona puntual —dijo la doctora sin levantar la mirada del folio en el que estaba haciendo anotaciones en rojo.
—Se intenta —respondió dejando asomar su resquemor.
Los tres minutos que pasaron hasta que la doctora Corvo dejó el rotulador rojo sobre la mesa fueron digeridos como treinta por el inspector. Aprovechó para hacer un cálculo aproximado de los libros que podrían albergar las estanterías que tapizaban toda la pared. Cuando sobrepasaba el primer millar, la especialista levantó la cara y se dirigió a su interlocutor con voz firme:
—Bien, inspector, ¿por dónde empezamos?
Sancho se quedó paralizado, trabado en los ojos de la doctora y no pasó de ahí. No era por su tamaño ni su color, no supo encontrar el porqué y solo acertó a responder:
—Por el principio —y según terminó de decirlo se arrepintió de haber pronunciado tamaña memez.
La doctora hizo un leve gesto de asentimiento con las cejas y repitió:
—Por el principio, a eso lo llamo yo simplificar las cosas. Veamos, entonces. A través de mi padre, mantengo cierta amistad con el comisario Antonio Mejía. Me llamó ayer al mediodía y me pidió que le echara una mano con un poema encontrado junto a una víctima de asesinato que había sido hallada hacía unas horas. Soy doctora en Psicolingüística, y eso le habrá llevado a pensar que podría ser de ayuda en la investigación. Ese es el principio, inspector.
Sancho oía las palabras, pero no escuchaba. Tenía toda su capacidad concentrada en su
gyrus fusiforme
[4]
recopilando los rasgos faciales de la doctora. Edad, unos treinta años; rostro redondeado, de tez blanca sin maquillar; frente despejada y mejillas llenas; pelo largo, castaño oscuro, casi negro y brillante; ojos profundos color verde aceituna, perfilados en negro y rematados por unas cejas interminables; nariz gruesa y proporcionada; boca grande, de labios carnosos y bien definidos, dentadura perfecta. En su conjunto, una cara diferente, salvaje y tan erótica que había bloqueado la capacidad verbal del inspector.