Augusto retiró la mesa y las sillas con la precaución de no hacer mucho ruido, dejando libre una superficie de unos dos metros cuadrados que cubrió con una lámina de plástico. Acto seguido, colocó encima de esta una silla atándola con precinto de embalar al radiador de la pared. La euforia contenida por la situación le empujó a soltar un chascarrillo carente de toda gracia:
—¿Has visto? Doña Silla y don Radiador han quedado unidos para siempre. Matrimonios más raros se han visto.
Levantó de nuevo el cuerpo para acomodarlo en la silla. Era como un títere sin cuerdas, y le costó mantenerlo en la vertical. Los escasos segundos que tardó en ir a buscar el precinto fueron suficientes para que el cuerpo a la deriva de Mercedes se inclinara hacia delante arrastrado por el peso de la cabeza. Frenó al golpear con la frente contra el gres, provocando un sonido hueco y seco que alertó a Augusto.
—¡Cojones!
Se apresuró a incorporar a Mercedes, que se había quedado inmóvil y boca abajo. La sentó y maniató con fuerza con las manos a la espalda, y estas al respaldo de la silla, con lo que consiguió enderezar el cuerpo; la cabeza seguía como un barco sin rumbo ni timonel. Luego, le sujetó bien cada pie a una pata de la silla, doblándole las rodillas para que no pudiera apoyarlos en el suelo.
—Así. Quie-te-ci-ta-en-tu-si-tio —le advirtió acompasando cada sílaba con una suave bofetada en la mejilla.
Augusto se quitó las gafas, las lentillas, los correctores nasales y se sentó frente a ella, a escasos dos metros. Después, se dispuso a leer algunos poemas de García Lorca para amenizar la espera y encendió un Moods con una calada intensa; retuvo el humo en sus pulmones y lo soltó despacio.
Residencia de Ramiro Sancho
Barrio de Parquesol
La quinta vuelta completa a los canales de televisión fue interrumpida por la vibración del móvil. A Sancho le cambió la cara cuando vio el identificador de llamada.
—Martina.
—Hola de nuevo. ¿Sigue en pie tu oferta?
—Claro.
—¿Te arriesgas a probar mi boloñesa? Soy descendiente de italianos y argentinos en lo del gusto por la pasta, pero el arte culinario debió de coger otra rama de mi árbol genealógico.
El inspector dejó escapar una carcajada que sonó con más fuerza de lo que le hubiera gustado.
—Acepto si no me obligas a llevar un lambrusco.
—No, no. Para beber no hay necesidad de salir de esta comunidad autónoma. Si tienes algún riberita, lo bordamos.
—En mi casa puede faltar agua, pero siempre hay buen vino. Yo me ocupo. ¿A qué hora?
—Lo que tardes, yo me pongo en la cocina ya mismo.
—Calcula una media hora, ¿vale?
—Estupendo.
—Hasta ahora, entonces.
—Hasta ahora.
Sancho tiró el móvil al sofá y, antes de que rebotara por segunda vez, ya estaba frente al espejo del baño dilucidando si recortarse o no la barba y cómo hacer para que desaparecieran esos pelos que le nacían de las profundidades abisales de la nariz.
—¡¿Dónde estarán las putas pinzas?! Pero… ¿tengo pinzas?
Cuando salió de la ducha, se medio secó y medio mojó el parqué del pasillo hasta su habitación. Se decidió por ropa informal, vaqueros, camisa por fuera, jersey liso de cuello de caja y deportivas. Su subconsciente le hizo poner especial atención en la elección del calzoncillo, un boxer negro y ajustado de Calvin Klein se impuso a otro holgado, desteñido y de apellidos sin tanto
glamour
.
Le había llegado el turno al vino. Tenía donde elegir y, evidentemente, casi todo de la ribera del Duero: Pesquera, Matarromera, Dehesa de los Canónigos, Convento San Francisco, Emina, Arzuaga… Se paró en el espacio que tenía dedicado a Emilio Moro. Finca Resalso era un joven excelente y estaba entre sus preferidos, pero la ocasión requería algo un poco más maduro. Malleolus podría encajar a la perfección, aunque prefirió seguir mirando por si daba con otro con el que pudiera sorprender a Martina.
—¡Eeeeepa! —soltó con acento fruto de sus años vividos en San Sebastián—. Venid aquí con papá —les manifestó a dos botellas de Mauro del 2006—. ¡Nos vamos, muchachos!
Se subieron los tres al ascensor. Los gemelos Mauro reflejaban en sus fríos cuerpos de vidrio los destellos de la sonrisa de Sancho.
Residencia de Mercedes Mateo
Barrio de Arturo Eyries
Para ver que todo se ha ido,
para ver los huecos de nubes y ríos.
Dame tus manos de laurel, amor.
¡Para ver que todo se ha ido!
Un carraspeo hizo levantar la atenta mirada de Augusto de
Nocturno del hueco
.
—Bueno, bueno. Parece que ya vamos volviendo —dijo cerrando el libro—. Vamos a dejar lo nuestro para otro momento, Federico, tengo cosas que hacer.
Mercedes comenzaba a volver en sí. Ya era capaz de mantener erguida la cabeza, y sus ojos reflejaban la confusión de su cerebro tratando de procesar lo que estaba sucediendo.
—Lo primerito que vamos a hacer es poner los medios para evitar que molestes a tus vecinos. Es domingo y estarán tratando de echarse la siesta. Sé que puede resultar desagradable tener un calcetín en la boca. No obstante, he tenido la delicadeza de escoger uno tuyo.
Augusto introdujo el calcetín completamente y se aseguró de que no pudiera expulsarlo con la lengua tapando la boca con dos vueltas de cinta adhesiva. Luego, le hizo cuatro agujeros con un bolígrafo para que el aire pudiera entrar y salir por la boca. Se volvió a sentar frente a ella, que seguía confusa mirando a su alrededor como tratando de hacerse una composición de lugar. Respiraba muy forzadamente, inhalando por la nariz y la boca al mismo tiempo y soltando el aire a través de la lana. Tras unos instantes, consiguió enfocar su atención en el rostro del joven que tenía sentado frente a ella y que no dejaba de examinarla con expresión de júbilo.
—¿Cómo te sientes? Supongo que algo desconcertada, ¿verdad? No te preocupes, voy a explicártelo todo. Ahora mismo, tu cuerpo está tratando de recuperar el control que ha perdido cuando te he disparado con esto. ¿Ves? —Le mostró la Taser X26—. Utilizando esta pistolita, te he obsequiado con una magnífica pero controlada descarga eléctrica de alto voltaje y bajo amperaje cuya frecuencia, al ser la misma que la de los impulsos que emite tu cerebro, provoca el colapso del sistema nervioso central. ¿Me sigues? Ese es el motivo por el que no podías controlar tu cuerpo aunque estuvieras en estado semiconsciente. Por cierto, siento lo del golpe en la cabeza. No ha sido algo que tuviera previsto, espero que sepas perdonarme. Todo eso sucedió exactamente… —miró su reloj— hace diecisiete minutos, y supongo que dentro de un instante estarás totalmente recuperada. Entretanto, nos iremos poniendo al día. Ya te habrás dado cuenta de que estamos en tu salón y de que estás bien atada a una silla que, todo sea dicho, es tan horrible como consistente. Ya no se hacen sillas así.
Mercedes comprobó que sus músculos volvían a obedecerla y trató con todas sus fuerzas de liberar sus extremidades. Augusto se reclinó en su silla y cruzó los brazos mientras la observaba. Cuando se rindió y le hubo regalado unas cuantas muecas de dolor y frustración, continuó hablando:
—Entiendo que lo intentes. Es posible que te disloques los hombros o te rompas las muñecas, pero que te liberes es tan improbable como que a mí me detenga la policía.
Lo volvió a intentar con más ímpetu apretando los dientes y emitiendo sonidos que quedaron ahogados por la lana del calcetín. Augusto adoptó la postura anterior y, cuando ella se dio por vencida, se inclinó hacia delante. A solo unos centímetros de su cara, le preguntó:
—¿Ya? ¿Podemos empezar? Necesito que te tranquilices y me dediques toda tu atención. Te aseguro que lo que te voy a contar te interesa, y mucho. ¿Podrás hacerlo?
Tras unos segundos, Mercedes asintió.
—Fenomenal. Ahora quiero que te fijes bien en mi cara.
Sus miradas se enfrentaron. Mercedes trató de buscar rasgos que le permitieran reconocerle y Augusto esperaba ser reconocido. Nada. Se puso un purito en los labios y preguntó:
—¿Una pista?
Mercedes ni se inmutó; únicamente, sostuvo la mirada. Augusto encendió el purito y esperó.
—Veintidós de marzo de 1978. ¿Te dice algo esa fecha?
A Mercedes se le arrugó el semblante y se le cortó la respiración. Solo pudo cerrar los ojos y bajar la cabeza.
—Solías llamarme Gabriel.
Residencia de Martina Corvo
Zona centro
Sancho y los gemelos Mauro encontraron aparcamiento en la calle San Agustín, a dos minutos de la casa de Martina. Según bajaba del coche, sonó el móvil; era ella.
—Estoy llegando.
—Sancho…
Su tono le sonó apagado, y se percató inmediatamente de que algo no iba bien.
—¿Sucede algo?
—Siento mucho tener que decirte esto, pero me ha surgido un imprevisto y…
—¿Algo grave?
—No. Bueno, no sé, pero no puedo darte detalles en este momento. Te llamo durante la semana y te cuento. De verdad que lo siento mucho.
—Está bien, no hay problema.
—Gracias.
—Martina, me dejas preocupado. ¿Seguro que estás bien? —insistió.
—Sí. No te preocupes.
—Bueno. Espero tu llamada entonces.
—Yo te llamo. Hasta pronto. Lo siento.
—Hast…
Y no pudo decir más, había colgado.
Sancho se quedó parado en la calle mirando a los gemelos. En ese momento, una ráfaga de viento helado se le acercó por detrás para susurrarle al oído que los momentos de euforia son tan poco frecuentes como efímeros. El inspector le replicó con saña:
—¡A la mierda!
Residencia de Mercedes Mateo
Barrio de Arturo Eyries
Augusto seguía fumando para dar tiempo a que su madre se recuperara del
shock
. La luz que entraba tímidamente a través de las persianas resaltaba el azul del humo suspendido e inmóvil en el aire. Era como si el tiempo se hubiera detenido en esa habitación. Cuando ella levantó de nuevo la cabeza, su rostro era el de una mujer sobre la que hubiera pasado la apisonadora de la desdicha. Había envejecido diez años, y su vacía mirada trataba de evitar encontrarse con la de su hijo.
Augusto rompió el silencio:
—Mercedes, ¿me escuchas?
Mercedes asintió levemente.
—Bien, quiero decirte algo que seguramente te rescate del oscuro pozo en el que acabas de caer: no te voy a pedir explicaciones sobre nada de lo que sucedió en el pasado. No voy a preguntarte por qué me culpabas de lo que sucedió tras el parto ni el motivo por el que me torturaste durante tantos años siendo yo un niño indefenso. Todavía tengo pesadillas, ¿sabes? Pero tranquila. No voy a preguntarte nada porque sé que te refugiarías en algún razonamiento religioso que me empujaría a terminar este encuentro antes de lo previsto. No. Hoy solo hablaré yo. Por cierto, ¿necesitas algo?
Mercedes trató de hablar.
—Aa… Aaa…
—No te entiendo.
—A… uua.
—¿Agua?
Mercedes confirmó esperanzada.
—No va a poder ser. Si te quito el calcetín, me arriesgo a que te pongas a gritar como una loca pidiendo auxilio, y tendría que volver a utilizar la Taser. No me apetece empezar de nuevo, tendrás que aguantarte.
Mercedes soltó aire por la boca, angustiada.
—Déjame que te ponga al día para que sepas cómo ha sido mi vida y el camino que he recorrido para llegar hasta aquí. Cuando te quitaron mi custodia, tuve la suerte de ser adoptado a los pocos meses por una familia que me quería. A su manera —aclaró—. Octavio, mi padre, me enseñó la importancia que tenía mi formación y me inculcó su pasión por la lectura. Se volcó en mi educación proporcionándome todo lo que necesitaba. Luchó mucho para que me recuperara física y psíquicamente de los daños que tú me causaste. Lo primero, lo consiguió; sin embargo, aún vive el monstruo y aún no hay paz. Mi madre, Ángela, era una mujer a la que le costaba expresar sus sentimientos, por lo que al final pudimos entendernos a la perfección sin tener que entrar en el plano afectivo. Ella amaba a su marido sobre todas las cosas, y a mí me cedió el poco espacio que le quedaba en el corazón. Bueno, para ser sincero, tengo que reconocer que lo compartía con sus bonsáis. Lo pasé mal, pero aprendí a ser paciente con el tiempo, a aceptarme y a controlar mis impulsos, y mira, ahora me he convertido en eso que tú tanto querías: un hombre de provecho —recalcó—. Ahora bien, aunque me haya ayudado otro arcángel, el catolicismo digamos que no ha terminado de calar en mí.
Augusto hizo una pausa para encender otro Moods.
—¿Te molesta que fume? Estos puritos huelen a vainilla, pero no te preocupes, que recogeré las colillas y dejaré las ventanas abiertas para que se ventile la casa antes de marcharme.
Mercedes ya era un cadáver en vida, pero aún respiraba.
—Con lo obsesiva que eras para los olores, supongo que no soportas el olor a tabaco. Bueno, hoy toca fastidiarse. ¿Sabes algo? Creo que eso lo he heredado de ti, no tolero los malos olores en general y los corporales en particular, así que no te echaré en cara que me obligaras a asearme tantas veces al día a golpe de zapatilla. En fin, no quiero desviarme del tema. A ver cómo sigo. Sí; podría decirse que soy feliz, pero tengo un problemita. ¿Quieres saber cuál? —preguntó exhalando el humo.
Mercedes levantó las cejas.
—No soy capaz de generar ningún tipo de vínculo afectivo, lo cual me dificulta mucho poder relacionarme con otras personas. De hecho, creo que en todos estos años solo he logrado quererme a mí mismo, aunque eso también me costó bastante, no creas. Todo te lo debo a ti —recalcó señalando a Mercedes con el dedo índice—. Tengo todo lo que necesito. Bueno, no. Me falta algo que tienes tú y que he venido a buscar. ¿Sabes a lo que me refiero?
Mercedes negó con la cabeza.
—Creo que sí lo saaabeees —barruntó con forzado tono amistoso—. Mi juguete preferido, ¿recuerdas?
Mercedes cambió de expresión.
—Claro que sí. ¿Ves como sí lo sabes? La cajita de música. ¿Dónde está?
Mercedes no hizo gesto alguno.
—¿Me quieres decir que ya no la tienes? Sabes que no es verdad, nunca te desharías de ella. Mira, debes tener algo muy claro —expuso endureciendo el tono de voz—: hoy voy a salir de aquí con ella, es lo único que quiero de ti. Me la puedes dar por las buenas y ahorrarte el mal trago, o por las malas y prolongar esto de forma indefinida; tú eliges.