—Me sobran dos.
A las 8:21 llegaba al lugar de la cita al trote y con la boca seca, como tapizada de esparto. Era uno de esos días que amanecen despejados en los que los primeros rayos pretenden hacerse notar antes de desaparecer tras la capa de nubes, como si se tratara de la de un mago. En la puerta del Centro de Piragüismo Narciso Suárez, le estaban esperando los ciento dieciocho kilos de Bragado. Su frente huidiza, arco superciliar marcado y leve prognatismo unidos a la omnipresencia de vello facial le hacían encajar más con las características morfológicas del
Australopithecus afarensis
que con las del
Homo sapiens sapiens
.
En cuanto Bragado lo vio aparecer, le hizo un gesto con la mano y se puso en movimiento para bajar hasta el embarcadero. Caminaba con dificultad, como queriendo ganar metros en cada zancada; acompasaba su paso con el movimiento de unos brazos desproporcionadamente largos y con las palmas de las manos hacia atrás.
—¡Vamos! —gritó tirando el cigarro que acababa de encender y describiendo un semicírculo en el aire con una carpeta que llevaba en la mano.
—Más vale que merezca la pena lo que me quieres enseñar, porque te aseguro que estoy hasta los mismísimos cojones de andar siempre con la lengua fuera —advirtió.
—Menuda carita que me trae, inspector.
—Es lo que tiene estudiar de noche —atajó.
—¿Y has aprendido mucho sobre el proceso de destilación del licor?
—No me hinches las pelotas, Bragado —le advirtió en el momento en el que llegaron al embarcadero.
—«Cuando llegaba a la altura del embarcadero, vi que algo raro sobresalía de unos matojos». Eso fue lo que declaró Samsa, ¿no? —preguntó mostrando evidentes signos de fatiga.
Bragado se sorbió los mocos y carraspeó. Sancho no recordaba que lo realmente desagradable de Bragado no era ni su aspecto físico ni su aparente falta de higiene, sino la polifonía de sonidos que era capaz de emitir con sus vías respiratorias.
—No recuerdo con exactitud, supongo que sí —titubeó tratando de no hacer visible su repulsión.
—Él venía corriendo desde allí, ¿verdad? —dijo Bragado señalando al camino que discurre por toda la ribera del río.
—Sí, de aquella dirección, y vio el cadáver de la víctima en esos matojos de allá cuando llegó a la altura del embarcadero —respondió indicando el lugar con la mano y tapándose del sol que le daba en los ojos con la otra.
—¿No te das cuenta?
—¿De qué? ¡Joder, Bragado, no me vengas con acertijos, que tengo la cabeza como un bombo!
—¡Coño, Sancho, no sé a quién te habrás follado para llegar a ser inspector! ¿No te das cuenta de que el sol no te deja ver?
Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa
La lista de reproducción con el nombre «Running» estaba conformada por una selección de canciones de origen diverso pero con un común denominador: su ritmo frenético. Aparecían temas de Methods of Mayhem, IAMX, Zeitgeist, The Smashing Pumpkins, Megaherz, Solar Fake, The Strokes, Placebo, Die Apokalyptischen Reiter, The Prodigy, Apoptygma Berzerk, Kaiser Chiefs, In Extremo, VNV Nation, The Killers, The Chemical Brothers, Arctic Monkeys, Dirty Wormz, Project Wyze o Rammstein, pero cuando se encontraba a medio kilómetro de casa siempre buscaba
Map of the problematique
, de Muse, para aumentar el ritmo y terminar al
sprint
.
Life, will flash before my eyes
so scattered and lost
I want to touch the other side
.
And no one thinks they are to blame
why can’t we see
that when we bleed, we bleed the same
.
I can’t get it right
,
get it right
,
since I met you
.
Loneliness, be over
,
when will this loneliness be over
?
Loneliness, be over
,
when will this loneliness be over
?
Cuando terminó, le dio al
stop
del Runkeeper
[30]
. El robot femenino de la aplicación encargado de informarle sobre los promedios de la sesión le reconfortó a pesar de haber tenido que cambiar su ruta habitual. Estaba en forma. Ni siquiera se había visto en la necesidad de bajar el ritmo cuando pasó cerca del río y se deshizo de aquello. Llegó a la conclusión de que las bolsas de plástico eran francamente útiles, tanto las de basura como las que se usan para conservar alimentos, esas multiusos con cierre hermético. La que acababa de utilizar, ligeramente agujereada, le había servido para hacer desaparecer el recuerdo que se llevó de la cara de Mercedes.
Por lo demás, el día se planteaba sin complicaciones: avanzar en el trabajo para la Consejería de Hacienda. Las últimas semanas no había conseguido centrarse mucho en sus tareas profesionales, y tenía que ponerse al día. Se notaba algo extraño, no estaba tan eufórico como esperaba a pesar de que todo había salido tal y como lo tenía planeado. Bajó a golpear el saco antes de meterse en la ducha.
Barrio de Arturo Eyries
Tenía sesenta y tres años, pero nunca utilizaba el ascensor para subir a casa desde el día en que don Raimundo, su médico de cabecera, le dijera que subir escaleras era un ejercicio de lo más saludable. Esa mañana se había levantado pronto para ir a la frutería. Los lunes, la Antonia recibía género nuevo y llegaba sobre las ocho para colocarlo antes de abrir al público; a ella la atendía sin problemas. Teresa Badía llevaba comprando allí desde que abrieron la frutería, y sabía bien que el género ya estaba muy manoseado si bajaba después de las once. A su Arturo le repateaba ir a coger una pieza y que estuviera golpeada, pero aquel día encontró el género impoluto e impecable. Manzanas rojas y brillantes, manzanas reineta para asar con el pollo, peras conferencia hermosas y duras, naranjas de zumo y naranjas de mesa con buen olor y mejor color.
Eran, exactamente, cuarenta y seis escalones hasta llegar al tercer piso; los había contado cientos de veces.
—Veintisiete, veintiocho, veintinueve… —Contaba en voz baja mirando bien dónde ponía los pies.
Cuando iba cargada con la compra, se lo tomaba con mucha calma. Poco a poco y sin prisa, que tenía toda la mañana por delante. Aquel día no tenía que planchar, y ya había puesto al fuego las lentejas.
—Treinta, treinta y uno, treinta y dos, treinta y…
Teresa se paró extrañada. La puerta de Mercedes estaba abierta de par en par. Muy raro tratándose de su vecina de abajo, una mujer tan huraña y desconfiada. Se acercó con cautela.
—¿Mercedes?
Nadie contestó.
—Mercedes, ¿estás ahí?
Sin soltar la compra, Teresa asomó la cabeza y forzó la voz:
—Mercedes, soy Tere, la de arriba. ¿Estás bien?
Se tomó unos minutos debatiéndose entre la conveniencia de entrar o seguir subiendo escalones, tras lo que vaciló unos segundos más y se decidió a entrar repitiendo el nombre de su vecina. Caminó timorata por el pasillo en dirección al salón. Las puertas de la cocina y de las habitaciones estaban abiertas, pero allí no había rastro de Mercedes. La puerta del salón estaba entreabierta y, cuando se acercó a empujarla, notó un olor tan rancio y fuerte como extraño y singular.
«Se parece al del callejón donde orinan y hacen sus cosas todos esos drogadictos que no respetan nada ni a nadie», pensó.
Entró al salón en dirección al sofá y el mueble de la televisión. Nada raro, solo ese hedor. Giró la cabeza para comprobar el otro lado.
Las manzanas, peras y naranjas golpearon contra el suelo cuando Teresa soltó las bolsas de la fruta. Un alarido salió de la casa de Mercedes y se hizo fuerte en el rellano para propagarse de inmediato por todo el edificio. Arturo, que estaba escuchando el parte de las 9:00 de Radio Nacional de España sentado en una silla de la cocina, se sobresaltó y se propuso investigar la procedencia de aquel grito. No tardaría en descubrirla.
Parque Ribera de Castilla
Barrio de la Rondilla
Sancho tenía la mirada clavada en los matorrales en los que se había encontrado el cuerpo de Marifer mientras se quitaba y se ponía la mano sobre los ojos, tratando de tapar los rayos de sol que le impedían ver con claridad.
—No se ve una puta mierda —concluyó.
—Eso es precisamente lo que quería demostrarte. Ponte estas gafas de sol y comprueba que, en estos treinta metros que hay desde antes del embarcadero hasta la curva, el sol pega de frente.
Las gafas de sol de Bragado debían de ser talla XXXL, porque le cubrían toda la cara.
—Cierto, pero sigo sin poder ver una mierda.
—Por eso mi insistencia en que estuvieras a esta hora, que coincide con aquella en la que nuestro desafortunado corredor dice que vio algo raro.
Bragado refrendó sus palabras con un sonido originado en la tráquea y amplificado en la cavidad nasal.
—Vamos a ver, no nos precipitemos. ¿Cómo sabes que esa fue la hora exacta?
—Lo he comprobado, mira. —Abrió la carpeta que tenía bajo el brazo—. En el informe, se dice que Gregorio Samsa llamó a las 8:32 de la mañana. Ese día, el 12 de septiembre, según la Agencia Estatal de Meteorología, amaneció en Valladolid a las 6:52. Por tanto, transcurrió una hora y cuarenta minutos desde que salió el sol hasta que Samsa avisó al 112. ¿Me sigues?
Sancho asintió con la cabeza.
—Hoy, 1 de noviembre, ha amanecido a las 6:45, teniendo en cuenta el cambio de hora. Para comprobar dónde estaría el sol en aquel momento, tiene que transcurrir, lógicamente, el mismo tiempo.
—Lógicamente —aseveró impaciente el inspector.
—Pues eso, si miras en esa dirección a las 8:25 no se ve una puta mierda, como tú mismo has dicho. Te digo más, tenemos cierto margen de error, porque cuando vine ayer por la mañana a comprobarlo advertí que el sol impide la visión durante exactamente veintidós minutos. Es decir, que desde las 8:26 hasta las 8:48, no pudo ver el cadáver. Ergo, mintió.
—¿Mintió? ¿Estás insinuando que ese Samsa tuvo las santas pelotas de matar a la chica, traerla hasta aquí y luego avisarnos?
—No. Solo he dicho que mintió en la declaración y que debemos averiguar por qué.
—¿Debemos? —repitió volviéndose hacia Bragado.
—Bueno, debéis —rectificó al tiempo que volvía a sorberse de forma violenta.
—Por cierto, ¿cómo has tenido acceso al informe de la investigación?
—¿Eso es lo que más te preocupa ahora?
—No, lo que más me preocupa ahora es la destrucción de la puta capa de ozono. ¡No me toques las pelotas, Bragado!
—Durante catorce años fui inspector del Grupo de Homicidios de Valladolid, algún amigo me queda.
—¡Hay que joderse! —masculló volviéndose hacia los matorrales mientras se pasaba la mano por el mentón—. Si ya lo decía mi padre: fíate de la Virgen, pero corre.
Sancho caminó unos metros con las manos en la cabeza y los dedos entrelazados, pensando, con la mirada perdida entre los matorrales.
—Matojos…
Se dio la vuelta y se plantó al lado de Bragado en tres zancadas.
—Dime que tienes ahí el informe completo.
—Sí. ¿Qué pasa?
—Déjame ver. La declaración literal de Samsa. Aquí está. —Leyó en voz alta—: «Llevaba unos quince minutos de carrera. Suelo empezar en la playa de las Moreras y sigo el camino de la ribera del río hasta la fábrica de Michelin. Me gusta ir tranquilo y disfrutando del paisaje. Cuando llegaba a la altura del embarcadero, vi que algo raro sobresalía de unos matojos. Paré de correr y me acerqué con cuidado a ver de qué se trataba. En cuanto me di cuenta de que era un cuerpo, cogí el móvil y llamé al 112». Matojos —repitió—. Y ahora, el poema. Justo aquí. —Señaló unos versos con el dedo índice y los leyó visiblemente irritado—: «Fidelidad convertida en despojos / a la deriva en el mar de la ira, / varada y sin vida entre los matojos». Matojos. ¿Cuántas personas crees que utilizan el término «matojos» para referirse a los matorrales?
—Si te sirve de consuelo, a mí tampoco me había llamado la atención, y he leído este informe por lo menos cinco veces.
Bragado sacó un paquete arrugado de Winston que tenía en el bolsillo del pantalón y extrajo de su interior un cigarro doblado. Mientras trataba de enderezarlo y le daba unos golpecitos a la boquilla contra la esfera de su reloj, se dirigió a Sancho:
—¿Y qué es lo siguiente, inspector?
Justo en ese momento, vibró su móvil.
«Matesanz, qué casualidad», pensó.
—Sancho.
—Buenos días.
—Precisamente iba a llamarte yo ahora.
—¿Sí?
—Sí. Luego te doy detalles, pero tenemos que encontrar ya mismo a Gregorio Samsa.
—¿A Gregorio Samsa?
—Sí. Parece que mintió en la declaración y tiene que aclararnos muy bien los motivos. Sería conveniente que alguien se pasara de inmediato por la dirección que nos facilitó.
—No va a poder ser.
—¿No? ¿Qué pasa?
—Acaban de darnos el aviso. Han encontrado otro cadáver, una mujer de unos cincuenta años. La estamos identificando.
—Mierda puta. ¿Dónde?
—En la calle Ecuador, 9, en Arturo Eyries. Yo estoy llegando, pero Botello y Garrido ya están en el escenario del crimen.
—¿Puede tratarse del mismo?
—Con total seguridad. Han encontrado otra poesía.
—¡Su puta madre!
Sancho arrancó a andar y le hizo un gesto con la cabeza a Bragado, que estaba escuchando la conversación.
—Voy para allá y te cuento lo de Samsa. Por cierto, tienes que explicarme lo de Bragado para que yo lo entienda.
—¿Lo de Bragado?
—Ya sabes a lo que me refiero.
—Entendido.
—Nos vemos.
El inspector miró a Bragado, que seguía su ritmo con dificultad, y le dijo sin dejar de caminar:
—Muchas gracias por tu ayuda, pero a partir de aquí nos encargamos nosotros. ¿Está claro?
Bragado emitió un sonido con la laringe que Sancho interpretó como un sí.
Residencia de Mercedes Mateo
Barrio de Arturo Eyries
Cuando llegó al portal, ya había decenas de curiosos agolpados tras la cinta amarilla. Un agente de policía le indicó con el dedo el camino a las escaleras.
—En el segundo.
Sancho subió los peldaños de dos en dos. Cuando llegó arriba, vio a Garrido y a Botello hablando con un matrimonio de avanzada edad. El anciano sujetaba a la mujer, notablemente afectada, por el hombro.