Memento mori (25 page)

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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Memento mori
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—Matesanz, tranquilízate un poco y escúchame un minuto. En cuanto lo averigüé, le llamé inmediatamente. Pensé que un avance de tal calibre en la investigación sería bienvenido incluso viniendo de mí. No quería implicarte diciendo de dónde había sacado la información, pero el bueno del inspector lo dedujo él solito.

—Puede que Sancho sea un tipo arrogante, pero no tiene un pelo de tonto. Por cierto, respeta a su equipo y confía en él por encima de todo, cosa que tú no hiciste. Tu «medallitis» terminó contigo.

—¡El malnacido de Mejía acabó conmigo! —estalló Bragado antes de succionar el contenido de sus fosas nasales—. No podía soportar que alguien como yo le eclipsara, y menos dentro de su comisaría.

—¡Un mierda, Jesús! ¡Eres un mierda! —gritó el subinspector—. Te hice el favor porque me lo suplicaste y confié en tu discreción como compañero.

—No te pases, Matesanz, que tampoco es para que me montes este cristo. Tranquilo, hombre, que no te van a quitar la jubilación.

—Estaré tranquilo cuando desaparezcas de en medio. —El tono de Matesanz rozaba la intimidación—. No vuelvas a meter tu sucio hocico en esta investigación. Por lo menos, no a través de mí.

—A tus años sigues pensando que eres imprescindible. Nunca lo fuiste, no te necesito. ¡Que te vaya bonito!

—¡Eres un mierda! —concluyó Matesanz.

NI PATRIA NI BANDERA

Aeropuerto de Villanubla
2 de noviembre de 2010, a las 17:35

S
ancho miró el monitor de llegadas del aeropuerto de Villanubla. Hora prevista: 17:50. Echó un vistazo a su reloj, y fue entonces cuando se percató de que Mejía no le había dado la descripción física de Carapocha. Solo conseguía recordar el apodo, pero no su nombre de pila. Bernardo, Abelardo… La vibración del móvil en el bolsillo interrumpió su búsqueda.

—Sancho.

—Hola, chaval, soy Villamil. Te he estado buscando por comisaría, pero ya me han dicho que has salido. Tenías razón, se me había escapado algo importante —reconoció el forense, algo acelerado—. Cuando revisé la analítica, me llamó la atención el elevado nivel de creatinfosfoquinasa, conocida como enzima CPK. Resumiendo mucho, te diré que esta enzima se encarga de transformar la energía química en la energía mecánica necesaria para que se produzca la contracción muscular. Una vez realizado el proceso, se elimina al torrente sanguíneo. ¿Me sigues?

—Te sigo, pero no entiendo un carajo —confesó.

—Verás. Al principio, pensé que era consecuencia de la rigidez cadavérica, pero eso es una solemne tontería porque este proceso exige actividad neuronal y, consecuentemente, no se puede dar post mórtem. Tenía que haber otra explicación.

—Te escucho.

—Me ha llevado unas cuantas horas, pero finalmente he dado con ella. He visto una pequeña punción en la base del cráneo que se me había pasado por alto camuflada en la mascarilla equimótica. ¿Recuerdas?

—Sí, las manchas de color púrpura de la cara, cuell…

—¡Eso es! —le interrumpió.

—¿A qué corresponde esa punción?

Sancho caminaba en círculos chequeando en cada vuelta el monitor de llegadas.

—Esto lo he averiguado por casualidad gracias a un reportaje que vi hace poco en televisión. ¿Conoces las armas de electrochoque?

—Sí, claro. He oído que algunos cuerpos de policía las utilizan para reducir a sospechosos.

—Exacto.

—¿Estás seguro?

—Al noventa por ciento. Disparan unos dardos que transmiten impulsos que paralizan a quien los recibe. Los efectos duran unos cuantos minutos en función de la carga que se aplique, pero podría ser suficiente como para atarla a la silla sin oposición.

—Ya veo. Eres un fenómeno, Manolo. Muchas gracias.

—No hay de qué. Por cierto, te he traído el informe actualizado en un
pen drive
de estos modernos que me ha dejado mi hija.

—Peteira estará por allí. Que te diga la clave de acceso a la intranet para que lo puedas grabar en mi escritorio.

—De acuerdo.

—Averiguaremos cómo consiguió esa arma. Ya te contaré.

—Suerte.

El monitor anunciaba que el vuelo IB 8666 acababa de aterrizar. Le daba tiempo de hacer una llamada a Peteira.

—¿Sí? —contestó.

—Buenas tardes, Peteira. ¿Nada sobre Samsa?

—Nada, parece haberse esfumado. El cabrón nos la jugó bien. Hemos realizado el retrato robot a partir de los recuerdos de Botello y Gómez, y lo hemos repartido por el vecindario a ver si alguien le ha visto. No hemos encontrado a nadie de momento, pero Garrido está removiendo Roma con Santiago.

—Álvaro, ya sabes lo que opino de los retratos robot.

—Y tú lo que opino yo del Depor, pero eso no quita que ellos estén en Primera y nosotros en Segunda, no sé si me explico. Vamos, que es lo único que tenemos del sospechoso, y que con eso nos toca trabajar. Además, hemos comprobado que disponía de todo tipo de documentos falsos: DNI, tarjeta de la Seguridad Social, carné de conducir y todos los que acreditan la existencia de su empresa. Un auténtico fenómeno, según han corroborado los expertos en documentoscopia de Madrid.

—¡Un fenómeno! Lo que nos faltaba. Por cierto, ¿qué hay de la pintada?

—Garrido asegura que es cierto que lleva allí unos cuantos años. No saben precisar exactamente cuántos ni quién la hizo, pero es seguro que se pintó antes del asesinato. Yo no las he visto, pero me dice que le han enseñado fotos de hace tiempo en las que se lee perfectamente el «Muérete, vieja».

—¡Hay que joderse!

—Me lo quitaste de la boca.

—¿Ningún resultado de las cámaras de seguridad de la zona?

—No, nada. Montes revisó todo el material recogido en el escenario donde encontramos a la primera víctima y acaba de ponerse con las filmaciones del segundo escenario, pero hay realmente poco. No soy nada optimista.

—Que lo revise todo bien, Montes tiene una retina privilegiada. De las imágenes de los funerales no sacamos nada en claro, ¿verdad?

—No. En el de María Fernanda no había mucho sitio para dejar el coche y las imágenes que se tomaron no son nada buenas. Se ven pocas caras. Al de la señora apenas asistieron una docena de personas y no hay nada extraño.

—Otra cosa, necesito que me busques información sobre una pistola de electrochoque.

—Claro. ¿Por qué?

—Me acaba de decir Villamil que ha encontrado una marca en el cuello que podría haber sido causada por uno de esos artilugios.

—La Taser X26 es lo último en pistolas de impulsos. Una maravilla. Esa pistolita dispara dos dardos que, al impactar, transmiten la descarga incluso a través de la ropa. Hay unos vídeos estupendos en YouTube.

—Tenemos que averiguar cómo ha podido conseguir una.

—Claro. Yo me encargo.

Los pasajeros del vuelo empezaban a salir cargados con su equipaje.

—Tengo que dejarte, ya hablamos.

Sancho se quedó a cierta distancia descartando posibilidades. Primero, mujeres y menores de cincuenta años. Imaginó que siendo una eminencia, como le había calificado Mejía, estaría por encima de ese rango de edad. Eliminó también a aquellos que estaban acompañados. Un hombre de unos sesenta años tirando de un
trolley
rojo con una mano y un maletín negro en la otra buscando a alguien con la mirada centró su atención. Tenía cara de psicólogo, por lo que se dirigió hacia él pensando en estrecharle la mano y presentarse primero evitándose así el bochorno de no recordar su nombre. Cuando se iba a poner en movimiento, le retuvo una mano que presionó su hombro izquierdo.

—Ramiro Sancho, supongo.

La inminente colisión frontal con dos ojos saltones de color gris acero le hizo retroceder un paso.

—Lamento haberte asustado. Soy Armando Lopategui.

El colmillo izquierdo asomaba por la comisura de sus labios luciendo la sonrisa de un niño travieso que acabara de salirse con la suya. Esa expresión le resultó familiar, pero aquella cara huesuda y visiblemente picada por la viruela no encajaba con ninguna de las que conservaba en su «banco de rostros» particular. Entendió al momento el mote de Carapocha.

—Ramiro Sancho —se presentó estrechando la mano que tenía tendida ante él—. Me ha pillado desprevenido.

—He de confesar que lo he hecho a propósito. Te he visto siguiendo a otra presa y he aprovechado. Espero no haberte molestado.

—Para nada —fingió—. Tengo el coche fuera. ¿No lleva equipaje?

—Sí, aquí. De momento, no necesito más.

Se giró para mostrarle una mochila que llevaba a la espalda.

—Muy bien. Es por aquí.

Carapocha nadaba en regocijo cuando llegaron al aparcamiento; Sancho, en vinagre. El psicólogo caminaba como queriendo impulsar su pierna derecha hacia delante, lo cual le forzaba a balancearse sutilmente con cada paso que daba. Era como si llevara un erizo en los calzoncillos, provocando un movimiento tan peculiar como extraño era su acento.

—¿Es automático? —preguntó mirando la caja de cambios del Audi A4 incautado hacía más de tres años por los de narcóticos y que se había convertido recientemente en el vehículo oficial del inspector.

—Así es.

—¿Me dejas conducirlo?

El inspector no respondió.

—Nunca he tenido la oportunidad de conducir un coche automático. Según dicen, hasta los ancianos con problemas de cadera podemos hacerlo —se justificó.

—Claro —cedió.

El inspector abrió la puerta para cambiar de asiento esperando cruzarse con ese extraño personaje que le tenía desconcertado. Cuando llegó a la puerta del copiloto, se percató de que ya estaba con las manos agarradas al volante.

—¿Adónde vamos?

Sancho no pudo esconder la expresión de perplejidad que se adueñó de su rostro.

—¿Dónde se aloja?

—En ningún sitio. Esta noche pensaba alojar mi pene en alguna vagina y ahorrarme el hotel. ¿Qué te parece mi plan?

—Claro, claro, no hay que esperar a que llegue la Navidad para pasar una noche buena —contestó—. Si le parece, vamos a comisaría.

Carapocha resopló con hastío. Su corte de pelo a cepillo y su color blanco nuclear le daban el aspecto de un alto cargo militar. Sancho no dejaba de preguntarse a quién le recordaba esa cara mientras se ponían en marcha.

—¿Y para qué vamos a ir a comisaría? ¿No eres tú la persona que dirige la investigación?

El inspector asintió casi de forma imperceptible.

—Entonces, busquemos otro sitio para que me pongas al día de todo. Tengo aquí el informe que me han remitido desde el Ministerio del Interior. Me lo he leído detenidamente durante el vuelo, pero necesito saber lo que no está escrito cuanto antes.

—Otro sitio —repitió.

—Sí. Alguno en el que podamos hablar tranquilamente antes de que me lleves a cenar al segundo mejor restaurante de Valladolid. Soy un tipo humilde —aseguró ladinamente—. Por cierto, estrellaré el coche contra la primera gasolinera que nos encontremos si me vuelves a tratar de usted.

—Otro sitio…

Para cuando entraron en el pub irlandés The Sun Park Tavern, Sancho ya le había puesto al corriente de los hechos y del curso de la investigación. Durante los treinta y cinco minutos que duró el trayecto desde que salieron del aeropuerto, Carapocha no le había interrumpido ni una sola vez. Es más, no había abierto la boca para otra cosa que no fuera para preguntar: «Y ahora, ¿por dónde tiro?». El inspector tenía serias dudas acerca de que le hubiera estado escuchando. Sancho pidió un botellín. Carapocha, una pinta de Murphy’s, y aludiendo al origen de la cerveza, afirmó:

—Los irlandeses son los mayores especialistas del mundo en materia de emigración; los españoles en procrastinar, y los rusos, en beber. Y tú… ¿qué haces bien?

—Pues mira: lo primero me lo estoy planteando muy seriamente; lo segundo que has dicho no sé qué significa —reconoció—, y para lo tercero estoy entrenando duro.

—Por tu aspecto, cualquiera podría pensar que eres descendiente directo de irlandeses del condado de Limerick. No he visto tantos pelirrojos por metro cuadrado en ningún otro lugar del planeta, pero cuando has pedido esa ridícula botellita de cerveza lo he descartado por completo.

El psicólogo le demostró que estaba sobradamente preparado para la tercera de las habilidades que había mencionado pegando un trago que medió el vaso antes de retomar la palabra:

—Me gusta este sitio, has elegido bien.

—Gracias. Solía venir los jueves a ver monólogos, pero ya hace tiempo que no los hacen. Precisamente el dueño de este garito es Vaquero, un monologuista. Muy bueno, por cierto.

—De acuerdo, inspector. Yo ya he escuchado tu monólogo de camino, ahora te toca escuchar el mío. Supongo que eres consciente de que resolver este caso va a obligarnos a trabajar muy estrechamente unidos. Es muy importante que nos conozcamos bien el uno al otro, y saber el pasado de cada uno suele ser un buen primer paso. Si te parece, empezaré yo. Así dejarás de darle vueltas de una vez a la procedencia de mi marcado acento.

—Me parece.

—El 12 de junio de 1937, en plena Guerra Civil y ya viudo por aquel entonces, mi abuelo, Armando Lopategui, subió a su hijo Valentín, de catorce años, a un barco que partía desde Santurce rumbo a Rusia. Hacía menos de dos meses que la Legión Cóndor había arrasado Gernika y mi padre se encontraba allí al cuidado de unos familiares. Aquello le hizo tomar la decisión al abuelo. Así, aprovechándose de su rango de capitán del tercio requeté de Zumalacárregui, y pensando en traerle de vuelta cuando terminara el conflicto, falsificó la fecha de nacimiento de mi padre para saltarse el límite máximo de edad, que era de doce años. Mi abuelo era vasco, católico y carlista, por ese orden. Él no sabía hacer otra cosa que cocinar y pegar tiros y, según decía mi padre, era muy bueno en ambas facetas. No comulgaba con las ideas del franquismo, y aunque le tocó luchar en ese lado de la guerra, no le importó dejar a su hijo en brazos del comunismo con tal de salvaguardar su vida. Mi abuelo, como el resto de padres, pensaba que sería solo para unos meses y que emprendería el viaje de vuelta en cuanto terminara la contienda. Cuando, tras diez días de viaje en condiciones infrahumanas, aquellos hijos de republicanos españoles desembarcaron con el puño en alto en Leningrado, fueron recibidos por su nueva madre, la Unión Soviética, como auténticos héroes. Como curiosidad, te contaré que registraron a muchos de los recién llegados con el apellido Bilbao, ya que la palabra «apellido» se pronuncia en ruso «familia», y claro, creyendo que les preguntaban por su familia, ellos respondían que «en Bilbao». Sigo. En aquellos días, todo el país estaba envuelto en el fervor de la propaganda del régimen comunista en su lucha contra el fascismo. A mi padre le instalaron en una de esas «casas infantiles» situada a las afueras de la ciudad, en Pushkin. Allí vivió y se educó en la doctrina de la hoz y el martillo, ajeno a todo lo que se estaba cocinando en la Europa de finales de los años treinta. No se enteró de la muerte de su padre hasta casi un año después de que falleciera en la batalla del Ebro, en octubre de 1938. Con su muerte, las posibilidades de volver a España se esfumaron completamente y todo se derrumbó cuando el avance del ejército alemán en la operación Barbarroja les enseñó de cerca la esvástica en 1941. ¿Cómo estás en historia?

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