Memorias de una pulga (11 page)

BOOK: Memorias de una pulga
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Lo primero que había que hacer era despertar la imaginación de Julia, y avivar en ella los latentes fuegos de la lujuria.

Esta noble tarea la confiaría el buen sacerdote a Bella, la que, debidamente instruida, se comprometió fácilmente a realizarla.

Puesto que ya se había roto el hielo en su propio caso, Bella, a decir verdad, no deseaba otra cosa sino conseguir que Julia fuera tan culpable como ella. Así que se dio a la tarea de corromper a su joven amiga. Cómo lo logró, vamos a verlo a su debido tiempo.

Fue sólo unos días después de la iniciación de la joven Bella en los deleites del delito en su forma incestuosa que hemos ya relatado, y en los que no había tenido mayor experiencia porque el señor Verbouc tuvo que ausentarse del hogar. A la larga, sin embargo, tenía que presentarse la nueva oportunidad, y Bella se encontró por segunda vez, sola y serena, en compañía de su tío y del padre Ambrosio.

La tarde era fría, pero en la estancia reinaba un calorcito placentero por efecto de una estufa instalada en el lujoso departamento. Los suaves y mullidos sofás y otomanas que amueblaban la habitación proporcionaban a la misma un aire de indolencia y abandono. A la brillante luz de una lámpara exquisitamente perfumada los dos hombres parecían elegantes devotos de Baco y de Venus cuando se sentaron, ligeros de ropa, después de una suntuosa colación.

En cuanto a Bella, estaba por así decirlo excedida en belleza. Vistiendo un encantador
negligie
, medio descubría y medio ocultaba aquellos encantos en flor de que tan orgullosa podía mostrarse.

Sus brazos, admirablemente bien torneados, sus suaves piernas revestidas de seda, el seno palpitante, por el que asomaban dos manzanitas blancas, exquisitamente redondeadas y rematadas en otras tantas fresas, las bien formadas caderas, y unos diminutos pies aprisionados en ajustados zapatitos, eran encantos que, sumados a otros muchos, formaban un delicado y delicioso conjunto con el que se hubieran intoxicado las deidades mismas, y en las que iban a complacerse los dos lascivos mortales.

Se necesitaba, empero, un pequeño incentivo más para aumentar la excitación de los infames y anormales deseos de aquellos dos hombres que en dicho momento, con ojos inyectados por la lujuria, contemplaban a su antojo el despliegue los tesoros que estaba a su alcance.

Seguros de que no habían de ser interrumpidos, se disponían ambos a hacer los lascivos attouchernents que darían satisfacción al deseo de solazarse con lo que tenían a la vista.

Incapaz de contener su ansiedad, el sensual tío extendió su mano, y atrayendo hacia sí a su sobrina, deslizó sus dedos entre sus piernas a modo de sondeo. Por su parte el sacerdote se posesionó de sus dulces senos, para sumir su cara en ellos.

Ninguno de los dos se detuvo en consideraciones de pudor que interfirieran con su placer, así que los miembros de los dos robustos hombres fueron exhibidos luego en toda su extensión, y permanecieron excitados y erectos, con las cabezas ardientes por efecto de la presión sanguínea y la tensión muscular.

—¡Oh, qué forma de tocarme! —murmuró Bella, abriendo voluntariamente sus muslos a las temblorosas manos de su tío, mientras Ambrosio casi la ahogaba al prodigarle deliciosos besos con sus gruesos labios.

En un momento determinado la complaciente mano de Bella apresó en el interior de su cálida palma el rígido miembro del vigoroso sacerdote.

—¿Qué, amorcito, no es grande? ¿Y no arde en deseos de expeler su jugo dentro de ti? ¡Oh, cómo me excitas, hija mía! Tu mano… tu dulce mano… ¡Ay! ¡Me muero por insertarlo en tu suave vientre! ¡Bésame, Bella! ¡Verbouc, vea en qué forma me excita su sobrina!

—¡Madre santa, qué carajo! ¡Ve, Bella, qué cabeza la suya! ¡Cómo brilla! ¡Qué tronco tan largo y tan blanco! ¡Y observa cómo se encorva cual si fuera una serpiente en acecho de su víctima! ¡Ya asoma una gota en la punta! ¡Mira, Bella!

—¡Oh, cuán dura es! ¡Cómo vibra! ¡Cómo acomete! ¡Apenas puedo abarcarla! ¡Me matáis con estos besos, me sorbéis la vida!

El señor Verbouc hizo un movimiento hacia adelante, y en el mismo momento puso al descubierto su propia arma, erecta y al rojo vivo, desnuda y húmeda la cabeza.

Los ojos de Bella se iluminaron ante el prospecto.

—Tenemos que establecer un orden para nuestros placeres, Bella —dijo su tío—. Debemos prolongar lo más que nos sea posible nuestros éxtasis. Ambrosio es desenfrenado. ¡Qué espléndido animal es! ¡Hay que ver qué miembro! ¡Está dotado como un garañón! ¡Ah, sobrinita mía, mi criatura, con eso va a dilatar tu rendija. La hundirá hasta tus entrañas, y tras de una buena carrera descargará un torrente de leche para placer tuyo!

—¡Qué gusto! —murmuró Bella—. Anhelo recibirlo hasta mi cintura. Sí, sí. No apresuremos el delicioso final; trabajemos todos para ello.

Hubiera dicho algo más, pero en aquel momento la roja punta del rígido miembro del señor Verbouc entró en su boca.

Con la mayor avidez Bella recibió el duro y palpitante objeto entre sus labios de coral, y admitió tanto como pudo de ella. Comenzó a lamer alrededor con su lengua, y hasta trató de introducirla en la roja abertura de la extremidad. Estaba excitada hasta el frenesí. Sus mejillas ardían, su respiración iba y venía con ansiedad espasmódica. Se aferró más aún al miembro del lúbrico sacerdote, y su juvenil estrecho coño palpitaba de placer anticipado.

Hubiera querido continuar cosquilleando, frotando y excitando el henchido tronco del lascivo Ambrosio, pero el fornido sacerdote le hizo seña de que se detuviera.

—Aguarda un momento, Bella —suspiró—, vas a hacer que me venga.

Bella soltó el enorme dardo blanco y se echó hacia atrás, de manera que su tío pudo accionar despaciosamente hacia dentro y hacia fuera de su boca, sin que la mirada de ella dejara por un solo momento de prestar ansiosamente atención a las extraordinarias dimensiones del miembro de Ambrosio.

Nunca había gustado Bella con tanto deleite de un pene, corno ahora estaba disfrutando el respetable miembro de su tío. Por tal razón aplicó sus labios al mismo con la mayor fruición, sorbiendo morbosamente la secreción que de vez en cuando exudaba la punta. El señor Verbouc estaba arrobado con sus atentos servicios.

A continuación el cura se arrodilló, y pasando la rasurada cabeza por entre las piernas de Verbouc, que estaba de pie ante su sobrina, abrió los rollizos muslos de ésta para apartar después con sus dedos los rojos labios de su vulva, e introducir su lengua hacia dentro, al tiempo que con sus gruesos labios cubría sus juveniles y excitadas partes.

Bella se estremecía de placer. Su tío se puso aún más rígido, y empujó fuertemente dentro de la bella boca de la muchacha, la cual tomó sus testículos entre sus manos para estrujarlos con suavidad. Retiró hacía atrás la piel del ardiente tronco, y reanudó su succión con evidente deleite.

—¡Vente ya! —dijo Bella, abandonando por un momento la viscosa cabeza con objeto de poder hablar y tomar aliento—. ¡Vente, tío! ¡Me agrada tanto saborearlo!

—Podrás hacerlo, queridita, pero todavía no. No debemos ir tan aprisa.

—¡Oh, cómo me mama! ¡Cómo me lame su lengua! ¡Estoy ardiendo! ¡Me mata!

—¡Ah, Bella! Ahora no sientes más que placer: te has reconciliado con los goces de nuestros contactos incestuosos.

—De veras que sí, querido tío. Ponme tu carajo de nuevo en la boca.

—Todavía no, Bella, amor mío.

—No me hagas aguardar demasiado. Me estáis enloqueciendo. ¡Padre! ¡Padre! ¡Oh, ya viene hacia mí, se prepara para joderme! ¡Dios santo, qué carajo! ¡Piedad! ¡Me partirá en dos!

Entretanto Ambrosio, enardecido por el delicioso jugueteo con el que estuvo entretenido, devino demasiado excitado para permanecer como estaba, y aprovechando la oportunidad de una momentánea retirada de Verbouc, se puso de píe y tumbó sobre sus espaldas, en el blando sofá, a la hermosa muchacha.

Verbouc tomó en su mano el formidable pene del santo padre, le dio un par de sacudidas preliminares, retiro la piel que rodeaba su cabeza en forma de huevo, y encaminando la punta anchurosa y ardiente hacia la rosada hendidura, la empujó vigorosamente dentro del vientre de ella.

La humedad que lubricaba las partes nobles de la criatura facilitó la entrada de la cabeza y la parte delantera, y el arma del sacerdote pronto quedó sumida. Siguieron fuertes embestidas, y con brutal lujuria reflejada en el rostro, y escasa piedad por la juventud de su víctima, Ambrosio la ensartó. La excitación de Bella superaba el dolor, por lo que se abrió de piernas hasta donde le fue posible para permitirle regodearse según su deseo en la posesión de su belleza.

Un ahogado lamento escapó de los entreabiertos labios de Bella cuando sintió aquella gran arma, dura como el hierro, presionando su matriz, y dilatándola con su gran tamaño.

El señor Verbouc no perdía detalle del lujurioso espectáculo que se ofrecía a su vista, y se mantuvo al efecto cerca de la excitada pareja. En un momento dado depositó su poco menos vigoroso miembro en la mano convulsa de su sobrina.

Ambrosio, tan pronto como se sintió firmemente alojado en el lindo cuerpo que estaba debajo de él, refrenó su ansiedad. Llamando en auxilio suyo el extraordinario poder de autocontrol con el que estaba dotado, pasó sus manos temblorosas sobre las caderas de la muchacha, y apartando sus ropas descubrió su velludo vientre, con el que a cada sacudida frotaba el mullido monte de ella.

De pronto el sacerdote aceleró su trabajo. Con poderosas y rítmicas embestidas se enterraba en el tierno cuerpo que yacía debajo de él. Apretó fuertemente hacia adelante, y Bella enlazó sus blancos brazos en torno a su musculoso cuello. Sus testículos golpeaban las rechonchas posaderas de ella, su instrumento había penetrado hasta los pelos que, negros y rizados, cubrían por completo el sexo de ella.

—Ahora lo tiene. Observa, Verbouc, a tu sobrina. Ve cómo disfruta los ritos eclesiásticos. ¡Ah, qué placer! ¡Cómo me mordisquea con su estrecho coñito!

—¡Oh, querido, querido…! ¡Oh, buen padre, jodedme! Me estoy viniendo. ¡Empujad! ¡Empujad! Matadme con él, si gustáis, pero no dejéis de moveros! ¡Así! ¡Oh! ¡Cielos! ¡Ah! ¡Ah! ¡Cuán grande es! ¡Cómo se adentra en mí!

El canapé crujía a causa de sus rápidas sacudidas.

—¡Oh. Dios! —gritó Bella—. ¡Me está matando…, realmente es demasiado… Me muero… Me estoy viniendo! Y dejando escapar un grito abogado, la muchacha se vino, inundando el grueso miembro que tan deliciosamente la estaba jodiendo.

El largo pene engruesó y se enardeció todavía más. También la bola que lo remataba se hinchó, y todo el tremendo aparato parecía que iba a estallar de lujuria. La joven Bella susurraba frases incoherentes, de las que sólo se entendía la palabra joder.

Ambrosio, también completamente enardecido, y sintiendo su enorme verga atrapada en las juveniles carnes de la muchacha, no pudo aguantar más, y agarrando las nalgas de Bella con ambas manos, empujó hacia el interior toda la tremenda longitud de su miembro y descargó, arrojando los espesos chorros de su fluido, uno tras otro, muy adentro de su compañera de juego.

Un bramido como de bestia salvaje escapó de su pecho a medida que arrojaba su cálida leche.

—¡Oh, ya viene! ¡Me está inundando! ¡La siento! ¡Ah, qué delicia!

Mientras tanto el carajo del sacerdote, bien hundido en el cuerpo de Bella, seguía emitiendo por su henchida cabeza el semen perlino que inundaba la juvenil matriz de ella.

—¡Ah, qué cantidad me estáis dando! —comentó Bella, mientras se bamboleaba sobre sus pies, y sentía correr en todas direcciones, piernas abajo, el cálido fluido—. ¡Cuán blanco y viscoso es!

Esta era exactamente la situación que más ansiosamente esperaba el tío, y por lo tanto procedió sosegadamente a aprovecharla. Miró sus lindas medias de seda empapadas, metió sus dedos entre los rojos labios de su coño, embarró el semen exudado sobre su lampiño sexo. Seguidamente, colocando a su sobrina adecuadamente frente a él, Verbouc exhibió una vez más su tieso y peludo campeón, y excitado por las excepcionales escenas que tanto le habían deleitado, contempló con ansioso celo las tiernas partes de la joven Bella, completamente cubiertas como estaban por las descargas del sacerdote, y exudando todavía espesas y copiosas gotas de su prolífico fluido.

Bella, obedeciendo a sus deseos, abrió lo más posible sus piernas. Su tío colocó ansiosamente su desnuda persona entre los rollizos muslos de la joven.

—Estate quieta, mí querida sobrina. Mí carajo no es tan gordo ni tan largo como el del padre Ambrosio, pero sé muy bien cómo joder, y podrás comprobar si la leche de tu tío no es tan espesa y pungente como la de cualquier eclesiástico. Ve cómo estoy de envarado.

—¡Y cómo me haces esperar! —dijo Bella—. Veo tu querida verga aguardando turno. ¡Cuán roja se ve! ¡Empújame, querido tío! Ya estoy lista de nuevo, y el buen padre Ambrosio te ha aceitado bien el camino.

El duro miembro tocó con su enrojecida cabeza los abiertos labios, todavía completamente resbalosos, y su punta se afianzó con firmeza. Luego comenzó a penetrar el miembro propiamente dicho, y tras unas cuantas embestidas firmes aquel ejemplar pariente se había adentrado hasta los testículos en el vientre de su sobrina, solazándose lujuriosamente entre el tufo que evidenciaba sus anteriores e impías venidas con el padre.

—Querido tío —exclamó la muchacha—. Acuérdate de quién estás jodiendo. No se trata de una extraña, es la hija de tu hermano, tu propia sobrina. Jódeme bien, entonces, tío. Entrégame todo el poder de tu vigoroso carajo. ¡Jódeme! ¡Jódeme hasta que tu incestuosa leche se derrame en mi interior! ¡Ah! ¡Oh! ¡Oh!

Y sin poderse contener ante el conjuro de sus propias ideas lujuriosas, Bella se entregó a la más desenfrenada sensualidad, con gran deleite de su tío.

El vigoroso hombre, gozando la satisfacción de su lujuria preferida, se dedicó a efectuar una serie de rápidas y poderosas embestidas. No obstante lo anegada que se encontraba, la vulva de su linda oponente era de por sí pequeña, y lo bastante estrecha para pellizcarle deliciosamente en la abertura, y provocar así que su placer aumentara rápidamente.

Verbouc se alzó para lanzarse con rabia dentro del cuerpo de ella, y la hermosa joven se asió con el apremio de una lujuria todavía no saciada. Su verga engrosó y se endureció todavía más.

El cosquilleo se hizo pronto casi insoportable. Bella se entregó por entero al placer del acto incestuoso, hasta que el señor Verbouc, dejando escapar un suspiro, se vino dentro de su sobrina, inundando de nuevo la matriz de ella con su cálido fluido. Bella llegó también al éxtasis, y al propio tiempo que recibía la poderosa inyección, placenteramente acogida, derramaba una no menos ardiente prueba de su goce.

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