Read Memorias de una pulga Online
Authors: Anónimo
Sólo entonces despertó a la realidad y, temeroso de las consecuencias de su ultraje, se levantó a toda prisa, escondió su húmeda arma, y se deslizó fuera de la cama por el lado opuesto a aquel en que se encontraba su asaltante.
Esquivando lo mejor que pudo los golpes del señor Verbouc, y manteniendo los vuelos de su sayo por encima de la cabeza, a fin de evitar ser reconocido, corrió hacia la ventana por la cual había entrado, para dar desde ella un gran brinco. Al fin consiguió desaparecer rápidamente en la oscuridad, seguido por las imprecaciones del enfurecido marido.
Ya antes habíamos dicho que la señora Verbouc estaba inválida, o por lo menos así lo creía ella, y ya podrá imaginar el lector el efecto que sobre una persona de nervios desquiciados y de maneras recatadas había de causar el ultraje inferido. Las enormes proporciones del hombre, su fuerza y su furia casi la habían matado, y yacía inconsciente sobre el lecho que fue mudo testigo de su violación.
El señor Verbouc no estaba dotado por la naturaleza con asombrosos atributos de valor personal, y cuando vio que el asaltante de su esposa se alzaba satisfecho de su proeza, lo dejó escapar pacíficamente.
Mientras, el padre Ambrosio y Bella, que siguieron al marido ultrajado desde una prudente distancia, presenciaron desde la puerta entreabierta el desenlace de la extraña escena.
Tan pronto como el violador se levantó tanto Bella como Ambrosio lo reconocieron. La primera desde luego tenía buenas razones, que ya le constan al lector, para recordar el enorme miembro oscilante que le colgaba entre las piernas.
Mutuamente interesados en guardar el secreto, fue bastante el intercambio de una mirada para indicar la necesidad de mantener la reserva, y se retiraron del aposento antes de que cualquier movimiento de parte de la ultrajada pudiera denunciar su proximidad.
Tuvieron que transcurrir varios días antes de que la pobre señora Verbouc se recuperara y pudiera abandonar la cama. El choque nervioso había sido espantoso, y sólo la conciliatoria actitud de su esposo pudo hacerle levantar cabeza.
El señor Verbouc tenía sus propios motivos para dejar que el asunto se olvidara, y no se detuvo en miramientos para aligerarse del peso del mismo.
Al día siguiente de la catástrofe que acabo de relatar, el señor Verbouc recibió la visita de su querido amigo y vecino, el señor Delmont, y después de haber permanecido encerrado con él durante una hora, se separaron con amplias sonrisas en los labios y los más extravagantes cumplidos.
Uno había vendido a su sobrina, y el otro creyó haber comprado esa preciosa joya llamada doncellez.
Cuando por la noche el tío de Bella anunció que la venta había sido convenida, y que el asunto estaba arreglado, reinó gran regocijo entre los confabulados.
El padre Ambrosio tomó inmediatamente posesión de la supuesta doncellez, e introduciendo en el interior de la muchacha toda la longitud de su miembro, procedió, según sus propias palabras, a mantener el calor en aquel hogar. El señor Verbouc, que como de costumbre se reservó para entrar en acción después de que hubiere terminado su cofrade, atacó en seguida la misma húmeda fortaleza, como la nombraba él jocosamente, simplemente para aceitarle el paso a su amigo.
Después se ultimó hasta el postrer detalle, y la reunión se levantó, confiados todos en el éxito de su estratagema.
DESDE SU ENCUENTRO CON EL RÚSTICO MOZUELO cuya simpleza tanto le había interesado, en la rústica vereda que la conducía a su casa, Bella no dejó de pensar en los términos en los que aquél se había expresado, y en la extraña confesión que el jovenzuelo le había hecho sobre la complicidad de su padre en sus actos sexuales.
Estaba claro que su amante era tan simple que se acercaba a la idiotez, y, a juzgar por su observación de que
mi padre no es tan listo como yo
, suponía que el defecto era congénito. Y lo que ella se preguntaba era si el padre de aquel simplón poseía —tal como lo declaró el muchacho— un miembro de proporciones todavía mayores que las del hijo.
Dado su hábito de pensar casi siempre en voz alta, yo sabía a la perfección que a Bella no le importaba la opinión de su tío, ni le temía ya al padre Ambrosio. Sin duda alguna estaba resuelta a seguir su propio camino, pasare lo que pasare, y por lo tanto no me admiré lo más mínimo cuando al día siguiente, aproximadamente a la misma hora, la vi encaminarse hacia la pradera.
En un campo muy próximo al punto en que observó el encuentro sexual entre el caballo y la yegua, Bella descubrió al mozo entregado a una sencilla labor agrícola. Junto a él se encontraba una persona alta y notablemente morena, de unos cuarenta y cinco años.
Casi al mismo tiempo que ella divisó a los individuos, el jovenzuelo la advirtió a ella, y corrió a su encuentro, después de que, al parecer, le dijera una palabra de explicación a su compañero, mostrando su alegría con una amplia sonrisa de satisfacción.
—Este es mi padre —dijo, señalando al que se encontraba a sus espaldas—, ven y pélasela.
—¡Qué desvergüenza es esta, picaruelo! —repuso Bella más inclinada a reírse que a enojarse—. ¿Cómo te atreves a usar ese lenguaje?
—¿A qué viniste? —preguntó el muchacho—. ¿No fue para joder?
En ese momento habían llegado al punto donde se encontraba el hombre, el cual clavó su azadón en el suelo, y le sonrió a la muchacha en forma muy parecida a como lo hacía el chico.
Era fuerte y bien formado, y a juzgar por las apariencias, Bella pudo comprobar que sí poseía los atributos de que su hijo le habló en su primera entrevista.
—Mira a mi padre, ¿no es como te dije? —observó el jovenzuelo—. ¡Deberías verlo joder!
No cabía disimulo. Se entendían entre ellos a la perfección, y sus sonrisas eran más amplias que nunca. El hombre pareció aceptar las palabras del hijo como un cumplido, y posó su mirada sobre la delicada jovencita. Probablemente nunca se había tropezado con una de su clase, y resultaba imposible no advertir en sus ojos una sensualidad que se reflejaba en el brillo de sus ojazos negros.
Bella comenzó a pensar que hubiera sido mejor no haber ido nunca a aquel lugar.
—Me gustaría enseñarte la macana que tiene mi padre —dijo el jovenzuelo, y, dicho y hecho, comenzó a desabrochar los pantalones de su respetable progenitor.
Bella se cubrió los ojos e hizo ademán de marcharse. En el acto el hijo le interceptó el paso, cortándole el acceso al camino.
—Me gustaría joderte —exclamó el padre con voz ronca—. A Tim también le gustaría joderte, de manera que no debes irte. Quédate y serás jodida.
Bella estaba realmente asustada.
—No puedo —dijo—. De veras, debéis dejarme marchar. No podéis sujetarme así. No me arrastréis. ¡Soltadme! ¿A dónde me lleváis?
Había una casita en un rincón del campo, y se encontraban ya a las puertas de la misma. Un segundo después la pareja la había empujado hacia dentro, cerrando la puerta detrás de ellos, y asegurándola luego con una gran tranca de madera.
Bella echó una mirada en derredor, y pudo ver que el lugar estaba limpio y lleno de pacas de heno. También pudo darse cuenta de que era inútil resistir. Sería mejor estarse quieta, y tal vez a fin de cuentas la pareja aquella no le haría daño. Advirtió, empero, las protuberancias en las partes delanteras de los pantalones de ambos, y no tuvo la menor duda de que sus ideas andaban de acuerdo con aquella excitación.
—Quiero que veas la verga de mi padre ¡y también tienes que ver sus bolas!
Y siguió desabrochando los botones de la bragueta de su progenitor. Asomó el faldón de la camisa, con algo debajo que abultaba de manera singular.
—¡Oh!, estate ya quieto, padre —susurró el hijo—. Déjale ver a la señorita tu macana.
Dicho esto alzó la camisa, y exhibió a la vista de Bella un miembro tremendamente erecto, con una cabeza ancha como una ciruela, muy roja y gruesa, pero no de tamaño muy fuera de lo común. Se encorvaba considerablemente hacia arriba, y la cabeza, dividida en su mitad por la tirantez del frenillo, se inclinaba mucho más hacia su velludo vientre. El arma era sumamente gruesa, bastante aplastada y tremendamente hinchada.
La joven sintió el hormigueo de la sangre a la vista de aquel miembro. La nuez era tan grande como un huevo, regordeta, de color púrpura, y despedía un fuerte olor. El muchacho hizo que se acercara, y que con su blanca manecita lo apretara.
—¿No le dije que era mayor que el mío? —siguió diciendo el jovenzuelo—. Véalo, el mío ni siquiera se aproxima en tamaño al de mi padre.
Bella se volvió. El muchacho había abierto sus pantalones para dejar totalmente a la vista su formidable pene. Estaba en lo cierto: no podía compararse en tamaño con el del padre.
El mayor de los dos agarró a Bella por la cintura. También Tim intentó hacerlo, así como meter sus manos por debajo de sus ropas. Entrambos la zarandearon de un lado a otro, hasta que un repentino empujón la hizo caer sobre el heno. Su falda no tardó en volar hacia arriba.
El vestido de Bella era ligero y amplio, y la muchacha no llevaba calzones. Tan pronto vio la pareja de hombres sus bien torneadas y blancas piernas, que dando un resoplido se arrojaron ambos a un tiempo sobre ella. Siguió una lucha en la que el padre, de más peso y más fuerte que el muchacho, llevó la ventaja. Sus calzones estaban caídos hasta los talones y su grande y grueso carajo llegaba muy cerca del ombligo de Bella. Esta se abrió de piernas, ansiosa de probarlo.
Pasó su mano por debajo y lo encontró caliente como la lumbre, y tan duro como una barra de hierro. El hombre, que malinterpretó sus propósitos, apartó con rudeza su mano, y sin ayuda colocó la punta de su pene sobre los rojos labios del sexo de Bella. Esta abrió lo más que pudo sus juveniles miembros, y el campesino consiguió con varias estocadas alojarlo hasta la mitad.
Llegado este momento se vio abrumado por la excitación y dejó escapar un terrible torrente de fluido sumamente espeso. Descargó con violencia y, al tiempo de hacerlo, se introdujo dentro de ella hasta que la gran cabeza dio contra su matriz, en el interior de la cual vertió parte de su semen.
—¡Me estás matando! —gritó la muchacha, medio sofocada—. ¿Qué es esto que derramas en mi interior?
—Es la leche, eso es lo que es —observó Tim, que se había agachado para deleitarse con la contemplación del espectáculo—. ¿No te dije que era bueno para joder?
Bella pensó que el hombre la soltaría, y que le permitiría levantarse, pero estaba equivocada. El largo miembro, que en aquellos momentos se insertaba hasta lo más hondo de su ser, engrosaba y se envaraba mucho más que antes.
El campesino empezó a moverse hacia adelante y hacía atrás, empujando sin piedad en las partes íntimas de Bella a cada nueva embestida. Su gozo parecía ser infinito. La descarga anterior hacía que el miembro se deslizara sin dificultades en los movimientos de avance y retroceso, y que con la brusquedad de los mismos alcanzara las regiones más blandas.
Poco a poco Bella llegó a un grado extremo de excitación. Se entreabrió su boca, pasó sus piernas sobre las espaldas de el y se asió a las mismas convulsivamente. De esta manera pudo favorecer cualquier movimiento suyo, y se deleitaba al sentir las fieras sacudidas con que el sensual sujeto hundía su ardiente arma en sus entrañas.
Por espacio de un cuarto de hora se libró una batalla entre ambos. Bella se había venido con frecuencia, y estaba a punto de hacerlo de nuevo, cuando una furiosa cascada de semen surgió del miembro del hombre e inundó sus entrañas.
El individuo se levantó después, y retirando su carajo, que todavía exudaba las últimas gotas de su abundante eyaculación, se quedó contemplando pensativamente el jadeante cuerpo que acababa de abandonar.
Su miembro todavía se alzaba amenazador frente a ella, vaporizante aún por efecto del calor de la vaina. Tim, con verdadera devoción filial, procedió a secarlo y a devolverlo, hinchado todavía por la excitación a que estuvo sometido, a la bragueta del pantalón de su padre.
Hecho esto el joven comenzó a ver con ojos de carnero a Bella, que seguía acostada en el heno, recuperándose poco a poco. Sin encontrar resistencia, se fue sobre ella y comenzó a hurgar con sus dedos en las partes íntimas de la muchacha.
Esta vez fue el padre quien acudió en su auxilio. Tomó en su mano el arma del hijo y comenzó a pelarla, con movimientos de avance y retroceso, hasta que adquirió rigidez. Era una formidable masa de carne que se bamboleaba frente al rostro de Bella.
—¡Que los cielos me amparen! Espero que no vayas a introducir eso dentro de mí —murmuró Bella.
—Claro que si —contestó el muchacho con una de sus estúpidas sonrisas. Papá me la frota y me da gusto, y ahora voy a joderte a ti.
El padre conducía en aquellos momentos el taladro hacia los muslos de la muchacha. Su vulva, todavía inundada con las eyaculaciones que el campesino había vertido en su interior, recibió rápidamente la roja cabeza. Tim empujó, y doblándose sobre ella introdujo el aparato hasta que sus pelos rozaron la piel de Bella.
—¡Oh, es terriblemente larga! —gritó ella—. Lo tienes demasiado grande, muchachito tonto. No seas tan violento. ¡Oh, me matas! ¡Cómo empujas! ¡No puedes ir más adentro ya! ¡Con suavidad, por favor! Está totalmente dentro. Lo siento en la cintura. ¡Oh, Tim! ¡Muchacho horrible!
—Dáselo —murmuró el padre, al mismo tiempo que le cosquilleaba los testículos y las piernas—. Tiene que caberle entero, Tim. ¿No es una belleza? ¡Qué coñito tan apretado tiene! ¿no es así muchachito?
—¡Uf! No hables, padre, así no puedo joder.
Durante unos minutos se hizo el silencio. No se oía más ruido que el que hacían los dos cuerpos en la lucha entablada sobre el heno. Al cabo, el muchacho se detuvo. Su carajo, aunque duro como el hierro, y firme como la cera, no había expelido una sola gota, al parecer. Lo extrajo completamente enhiesto, vaporoso y reluciente por la humedad.
—No puedo venirme —dijo, apesadumbrado.
—Es la masturbación —explicó el padre.
—Se la hago tan a menudo que ahora la extraña.
Bella yacía jadeante y en completa exhibición.
Entonces el hombre llevó su mano a la verga de Tim, y comenzó a frotarla vigorosamente hacia atrás y hacia adelante. La muchacha esperaba a cada momento que se viniera sobre su cara.
Después de un rato de esta sobreexcitación del hijo, el padre llevó de repente la ardiente cabeza de la verga a la vulva de Bella, y cuando la introducía un verdadero diluvio de esperma salió de ella, para anegar el interior de la muchacha. Tim empezó a retorcerse y a luchar, y terminó por morderla en el brazo.