Memorias de una pulga (18 page)

BOOK: Memorias de una pulga
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Ambrosio proseguía sus esfuerzos, y el señor Delmont sólo podía ver, mientras la figura del cura se retorcía sobre el cuerpo de su hijita, una ondulante masa negra y sedosa. Con sobrada experiencia para verse obstaculizado durante mucho rato, Ambrosio iba ganando terreno, y era también lo bastante dueño de sí para no dejarse arrastrar demasiado pronto por el placer, venció toda oposición, y un grito desgarrador de Julia anunció la penetración del inmenso ariete.

Grito tras grito se fueron sucediendo hasta que Ambrosio, al fin firmemente enterrado en el interior de la jovencita, advirtió que no podía ahondar más, y comenzó los deliciosos movimientos de bombeo que habían de poner término a su placer, a la vez que a la tortura de su víctima.

Entretanto Verbouc, cuya lujuria había despertado con violencia a la vista de la escena entre el señor Delmont y su hija, y la que subsecuentemente protagonizaron aquel insensato hombre y su sobrina, corrió hacia Bella y, apartándola del abrazo en que la tenía su desdichado amigo, le abrió de inmediato las piernas, dirigió una mirada a su orificio, y de un solo empujón hundió su pene en su cuerpo, para disfrutar de las más intensas emociones, en una vulva ya bien lubricada por la abundancia de semen que había recibido.

Ambas parejas estaban en aquel momento entregadas a su delirante copulación, en un silencio sólo alterado por los quejidos de la semiconsciente Julia, el estertor de la respiración del bárbaro Ambrosio, y los gemidos y sollozos del señor Verbouc.

La carrera se hizo más rápida y deliciosa. Ambrosio, que a la fuerza había adentrado en la estrecha rendija de la jovencita su gigantesco pene, hasta la mata de pelos negros y rizados que cubrían su raíz, estaba lívido de lujuria. Empujaba, impelía y embestía con la fuerza de un toro, y de no haber sido porque al fin la naturaleza la favoreció llevando su éxtasis a su culminación, hubiera sucumbido a los efectos de tan tremenda excitación, para caer presa de un ataque que probablemente hubiera imposibilitado para siempre la repetición de una escena semejante.

Un fuerte grito se escapó de la garganta de Ambrosio. Verbouc sabía bien lo que ello representaba: se estaba viniendo. Su éxtasis sirvió para apresurar a la otra pareja, y un aullido de lujuria llenó el ámbito mientras los dos monstruos inundaban a sus víctimas de líquido seminal. Pero no bastó una, sino que fueron precisas tres descargas de la prolífica esencia del cura en la matriz de la tierna joven, para que se apaciguara la fiebre de deseo que había hecho presa de él.

Decir simplemente que Ambrosio había descargado, no daría una idea real de los hechos. Lo que en realidad hizo fue arrojar verdaderos borbotones de semen en el interior de Julia, en espesos y fuertes chorros, al tiempo que no cesaba de lanzar gemidos de éxtasis cada vez que una de aquellas viscosas inyecciones corría a lo largo de su enorme uretra, y fluían en torrentes en el interior del dilatado receptáculo. Transcurrieron algunos minutos antes de que todo terminara, y el brutal cura abandonara su ensangrentada y desgarrada víctima.

Al propio tiempo el señor Verbouc dejaba expuestos los abiertos muslos y la embadurnada vulva de su sobrina, la cual yacía todavía en el soñoliento trance que sigue al deleite intenso, despreocupada de la espesa exudación que, gota a gota, iba formando un charco en el suelo, entre sus piernas enfundadas en seda.

—¡Ah, qué delicia! —exclamó Verbouc—. Después de todo, se encuentra deleite en el cumplimiento del deber, ¿no es así, Delmont?

Y volviéndose hacia el anhelado sujeto, continuó:

—Si el padre Ambrosio y yo mismo no hubiéramos mezclado nuestras humildes ofrendas con la prolífica esencia que al parecer aprovecha usted tan bien, nadie hubiera podido predecir qué entuerto habría acontecido. ¡Oh, sí!, no hay nada como hacer las cosas debidamente, ¿no es cierto, Delmont?

—No lo sé; me siento enfermo, estoy como en un sueño, sin que por ello sea insensible a sensaciones que me provocan un renovado deleite. No puedo dudar de su amistad…, de que sabrán mantener el secreto. He gozado mucho, y sin embargo, sigo excitado. No sabría decir lo que deseo. ¿Qué será, amigos míos?

El padre Ambrosio se aproximó, y posando su manaza sobre el hombro del pobre hombre, le dio aliento con unas cuantas palabras susurradas en tono reconfortante.

Como una pulga que soy, no puedo permitirme la libertad de mencionar cuáles fueron dichas palabras, pero surtieron el efecto de disipar pronto las nubes de horror que obscurecían la vida del señor Delmont. Se sentó, y poco a poco fue recobrando la calma.

Julia, también recuperada ya, tomó asiento junto al fornido sacerdote, que al otro lado tenía a Bella. Hacía ya tiempo que ambas muchachas se sentían más o menos a gusto. El santo varón les hablaba como un padre bondadoso, y consiguió que el señor Delmont abandonara su actitud retraída, y que este honorable hombre, tras una copiosa libación de vino, comenzara asimismo a sentirse a sus anchas en el medio en que se encontraba.

Pronto los vigorizantes vapores del vino surtieron su efecto en el señor Delmont, que empezó a lanzar ávidas miradas hacia su hija. Su excitación era evidente, y se manifestaba en el bulto que se advertía balo sus ropas.

Ambrosio se dio cuenta de su deseo y lo alentó. Lo llevó junto a Julia la que, todavía desnuda, no tenía manera de ocultar sus encantos. Su padre la miró con ojos en los que predominaba la lujuria. Una segunda vez ya no sería tan pecaminosa, pensó.

Ambrosio asintió con la cabeza para alentarlo, mientras Bella desabrochaba sus pantalones para apoderarse de su rígido pene, y apretarlo dulcemente entre sus manos.

El señor Delmont entendió la posición, y pocos instantes después estaba encima de su hija. Bella condujo el incestuoso miembro a los rojos labios del sexo de Julia, y tras unos empujones más, el semienloquecido padre había penetrado por completo en el interior del cuerpo de su linda hija.

La lucha que siguió se vio intensificada por las circunstancias de aquella horrible conexión. Tras de un brutal y rápido galope el señor Delmont descargó, y su hija recibió en lo más recóndito de su juvenil matriz las culpables emisiones de su desnaturalizado padre.

El padre Ambrosio, en quien predominaba el instinto sexual, tenía otra debilidad más, que era la de predicar. Lo hizo por espacio de una hora, no tanto sobre temas religiosos, sino refiriéndose a otras cuestiones más mundanas, y que desde luego no suelen ser sancionadas por la santa madre iglesia. En esta ocasión pronunció un discurso que me fue imposible seguir, por lo que decidí echarme a dormir en la axila de Bella.

Ignoro cuánto tiempo más hubiera durado su disertación, pero como en aquel punto la gentil Bella se posesionó de su enorme colgajo entre sus manecitas y comenzó a cosquillearlo, el buen hombre se vio obligado a hacer una pausa, justificada por las sensaciones despertadas por ella.

Verbouc, por su parte, que según se recordará lo único que codiciaba era un coño bien lubricado, sólo se preocupaba por lo bien aceitadas que estaban las deliciosas partes íntimas de la recién ganada para la causa, Julia. Además, la presencia del padre contribuía a aumentar el apetito, en lugar de constituir un impedimento para que aquellos dos libidinosos hombres se abstuvieran de gozar de los encantos de su hija. Y Bella, que todavía sentía escurrir el semen de su cálida vulva, era presa de anhelos que las batallas anteriores no habían conseguido apaciguar del todo.

Verbouc comenzó a ocuparse de nuevo de los infantiles encantos de Julia aplicándoles lascivos toquecitos, pasando impúdicamente sus manos sobre las redondeces de sus nalgas, y deslizando de vez en cuando sus dedos entre las colinas.

El padre Ambrosio, no menos activo, había pasado su brazo en torno a la cintura de Bella, y acercando a él su semidesnudo cuerpo depositaba en sus lindos labios ardientes besos.

A medida que ambos hombres se entregaban a estos jugueteos, el deseo se comunicaba en sus armas, enrojecidas e inflamadas por efecto de los anteriores escarceos, y firmemente alzadas con la amenazadora mira puesta en las jóvenes criaturas que estaban en su poder.

Ambrosio, cuya lujuria nunca requería de grandes incentivos, se apoderé bien pronto de Bella. Esta se dejó ser acostada sobre el sofá que ya había sido testigo de dos encuentros anteriores, donde, nada renuente, siguió por el contrario estimulando el desnudo y llameante carajo para permitirle después introducirse entre sus muslos, favoreciendo el desproporcionado ataque lo más que le fue posible, hasta enterrar por entero en su húmeda hendidura el terrible instrumento.

El espectáculo excitó de tal modo los sentimientos del señor Delmont, que se hizo evidente que no necesitaba ya de mayor estímulo para intentar un segundo coup una vez que el cura hubiese terminado su asalto.

El señor Verbouc, que durante algún tiempo estuvo lanzando lascivas miradas a la hija del señor Delmont, estaba también en condiciones de gozar una vez más. Reflexionaba que las repetidas violaciones que ya había experimentado ella de parte de su padre y del sacerdote, la habrían dejado preparada para la clase de trabajo que le gustaba realizar, y se daba cuenta, tanto por la vista como por el tacto, de que sus partes intimas estaban suficientemente lubricadas para dar satisfacción a sus más caros antojos, debido a las violentas descargas que habían recibido.

Verbouc lanzó una mirada en dirección al cura, que en aquellos momentos estaba entretenido en gozar de su sobrina, y acercándose después a la bella Julia la colocó sobre un canapé en postura idónea para poder hundir hasta los testículos su rígido miembro en el delicado cuerpo de ella, lo que consiguió, aunque con considerable esfuerzo.

Este nuevo e intenso goce llevó a Verbouc a los bordes de la enajenación; presionando contra la apretada vulva de la jovencita, que le ajustaba como un guante, se estremecía de gozo de pies a cabeza.

—¡Oh, esto es el mismo cielo! —murmuró, mientras hundía su gran miembro hasta los testículos pegados a la base del mismo.

—¡Dios mío, qué estrechez! ¡Qué lúbrico deleite!

Y otra firme embestida le arrancó un quejido a la pobre Julia.

Entretanto el padre Ambrosio, con los ojos semicerrados, los labios entreabiertos y las ventanas de la nariz dilatadas, no cesaba de batirse contra las hermosas partes íntimas de la joven Bella, cuya satisfacción sexual denunciaban sus lamentos de placer.

—¡Oh, Dios mío! ¡Es… es demasiado grande… enorme vuestra inmensa cosa! ¡Ay de mi, me llega hasta la cintura! ¡Oh! ¡Oh! ¡Es demasiado; no tan recio, querido padre! ¡Cómo empujáis! ¡Me mataréis! Suavemente…, más despacio… Siento vuestras grandes bolas contra mis nalgas.

—¡Detente un momento! —gritó Ambrosio, cuyo placer era ya incontenible, y cuya leche estaba a punto de vertirse—. Hagamos una pausa. ¿Cambiamos de pareja, amigo mío? Creo que la idea es atractiva.

—¡No, oh, no! ¡Ya no puedo más! Tengo que seguir. Esta hermosa criatura es la delicia en persona.

—Estate quieta, querida Bella, o harás que me venga. No oprimas mi arma tan arrebatadoramente.

—No puedo evitarlo, me matas de placer. Anda, sigue, pero suavemente. ¡Oh, no tan bruscamente! No empujes tan brutalmente. ¡Cielos, va a venirse! Sus ojos se cierran, sus labios se abren… ¡Dios mío! Me estáis matando, me descuartizáis con esa enorme cosa. ¡Ah! ¡Oh! ¡Veníos, entonces! Veníos querido…, padre… Ambrosio. Dadme vuestra ardiente leche… ¡Oh! ¡Empujad ahora! ¡Más fuerte…, más…, matadme si así lo deseáis!

Bella pasó sus blancos brazos en torno al bronceado cuello de él, abrió lo más que pudo sus blandos y hermosos muslos, y engulló totalmente el enorme instrumento, hasta confundir y restregar su vello con el de su monte de Venus.

Ambrosio sintió que estaba a punto de lanzar una gran emisión directamente a los órganos vitales de la criatura que se encontraba debajo de él.

—¡Empujad, empujad ahora! —gritó Bella, olvidando todo sentido de recato, y arrojando su propia descarga entre espasmos de placer—. ¡Empujad… empujad… metedlo bien adentro…! ¡Oh, sí de esa manera! ¡Dios mío, qué tamaño, qué longitud! Me estáis partiendo en dos, bruto mío. ¡Oh, oh! ¡Os estáis viniendo… lo siento…! ¡Dios… qué leche! iOh, qué chorros!

Ambrosio descargaba furiosamente, como el semental que era, embistiendo con todas sus fuerzas el cálido vientre que estaba debajo de él.

Al fin se levantó de mala gana de encima de Bella, la cual, libre de sus tenazas, se volteó para ver a la otra pareja. Su tío estaba administrando una rápida serie de cortas embestidas a su amiguita, y era evidente que estaba próximo al éxtasis.

Julia, por su parte, cuya reciente violación y el tremendo trato que recibió después a manos del bruto de Ambrosio la habían lastimado y enervado, no experimentaba el menor gusto, pero dejaba hacer, como una masa inerte en brazos de su asaltante.

Cuando al fin, tras algunos empujones más, Verbouc cayó hacia adelante al momento de hacer su voluptuosa descarga, de lo único que ella se dio cuenta fue de que algo caliente era inyectado con fuerza en su interior, sin que experimentara más sensaciones que las de languidez y fatiga.

Siguió otra pausa tras de este tercer ultraje, durante la cual el señor Delmont se desplomó en un rincón, y aparentemente se quedó dormido. Comenzó entonces una serie de actividades eróticas. Ambrosio se recostó sobre el canapé, e hizo que Bella se arrodillara sobre él con el fin de aplicar sus labios sobre su húmeda vulva, para llenarla de besos y toques de lo más lascivo y depravado que imaginarse pueda.

El señor Verbouc, no queriendo ser menos que su compañero, jugueteó de manera igualmente libidinosa con la inocente Julia. Después la tendieron sobre el sofá, y prodigaron toda clase de caricias a sus encantos, no ocultando su admiración por su lampiño monte de Venus, y los rojos labios de su coño juvenil.

No tardaron en verse evidenciados sus deseos por el enderezamiento de dos rígidos miembros, otra vez ansiosos de gustar placeres tan selectos y extáticos como los gozados anteriormente.

Sin embargo, en aquel momento se puso en ejecución un nuevo programa. Ambrosio fue el primero en proponerlo.

—Ya nos hemos hartado de sus coños —dijo crudamente, volviéndose hacia Verbouc, que estaba jugueteando con los pezones de Bella—. Ahora veamos de qué están hechos sus traseros. Esta adorable criatura sería un bocado digno del propio Papa, y Bella tiene nalgas de terciopelo, y un culo digno de que un emperador se venga dentro de él.

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