—Puede ser —respondí yo con cierta prudencia.
—Por supuesto que sí, hija mía. Una vaca no es cualquier cosa. Considera, si no, lo que ocurre aquí mismo. ¿Quién está aquí, en este desierto helado, en esta soledad? Sólo tú, amiga mía. O, por decirlo en otras palabras, está la vaca. La vaca, y no, por ejemplo, el topo. En otoño sí, en la tibieza del otoño bien que se afanaban los topos haciendo agujeros aquí y allá y retozando; pero ahora, ¿dónde están? ¿Y las lombrices? ¿Y las hormigas? ¿Y los demás bichos? No están en parte alguna, puesto que han huido; han huido al interior de la tierra, han huido más y más adentro, y quién sabe dónde están ya esos cobardes, quizá en el mismo centro de la tierra. ¿Y qué diremos de aquellos que andaban, o más bien se escurrían, entre las hierbas, culebras y culebrillas de toda clase? ¿O de las lagartijas que asomaban y empinaban la cabeza en el resquicio de una roca? Pues que, habiendo huido todos, duermen en su escondrijo. Así y todo, hay quienes siendo superiores a éstos, también huyeron. Como los pájaros. O las ardillas, o los cerdos, o las gallinas. Así es, hija mía, han escapado absolutamente todos, y tú eres la única que está aquí, aquí está la vaca. La vaca conoce qué es la soledad, qué es la desolación, y con ese conocimiento puede enfrentarse a la vida. Realmente, ¡ser vaca es algo grandioso!
—No seré yo quien diga lo contrario —le contesté mientras miraba la roca negra que tenía enfrente. Me pareció que El Pesado tenía algo de razón, que no era una tontería el saber estar allí tranquilamente, sin ningún miedo.
Con todo, una cosa es el miedo y otra muy diferente el aburrimiento, y si al primero le plantaba cara con el segundo no era lo mismo: me cansaba en aquellos parajes helados, y el tiempo se me hacía largo, muy largo, larguísimo. ¿Cuándo iba a llegar el amanecer? ¿Cuándo me enseñaría el día el camino de casa? Pero era inútil, más valía resignarse. No debía de ser ni medianoche, la luna y las estrellas estaban en el cielo para rato. Al final, y a disgusto porque hería mi orgullo, recurrí a la única compañía que tenía a mano.
—Y dime, Pesado, ¿cómo saldremos de aquí? —dije.
—Lo siento, amiga mía, pero no te lo puedo decir todo. Si te dijera todo, no aprenderías a discurrir por ti misma, y te convertirías en un animal tan simple como la oveja. ¿Por qué no piensas un poco, hija mía? Pensando un poco, enseguida te pondrías en el camino de casa.
Si no hubiera estado en una situación tan fastidiosa, igual se me habría ocurrido algo. Pero la situación era muy fastidiosa, cada vez más. Hacía mis esfuerzos, a ver de dónde y cómo había llegado hasta allí, dónde se situaba la casa, cómo era el camino, pero sentía sobre la cabeza una losa que me agarrotaba las respuestas.
—¿No puedes darme una pista, amigo? —le dije entonces, y no entiendo cómo se lo dije, cómo pude darle jabón tratándolo como amigo. Desde luego, era muy joven, y estaba muy aburrida en aquel monte, pero, en fin, qué más da, excusas y sólo excusas, el asunto es que me rebajé. Eso no tiene vuelta de hoja, y de verdad que si pudiera, ahora mismo me daba una patada en ese sitio que no se suele nombrar. Encima, El Pesado no estaba dispuesto a ceder.
—Que no, te digo que no. Tienes que sacudir esa cabeza tuya y ponerla a trabajar. Es de noche, sí, y la nieve ha borrado caminos y atajos, pero eso no puede ser un problema para quien piensa. Piensa, amiga mía, y pronto estarás en casa.
—¡Pues muchas gracias, oye! —le grité entonces en el tono más ordinario posible, y, echándome en la nieve, me quedé mirando a la roca negra con el morro muy largo. De allí a un rato, di media vuelta y me puse a mirar hacia el lado contrario. Pero en aquella postura no se veía ni siquiera la roca, y decidí girarme otra vez. Aunque hacía frío, me picaba todo el cuerpo. Pensé:
«Me levantaré y descargaré mis tripas. A ver si así me entretengo».
Pero nada, resultó que no tenía ganas, y no me quedó otro remedio que seguir aburriéndome. Al final, estiré mi cuello y bramé con todas mis fuerzas:
—¡Pero bueno, qué pasa aquí! ¡Qué pasa! ¡Por qué no estoy asustada! ¡Si estuviera asustada, no me aburriría tanto!
—A eso se le llama bramar, hija mía —exclamó entonces el de dentro—. Y mira por dónde, ese bramido tuyo quizá va a resolverte el problema, ya que habrá puesto sobre aviso a una manada de lobos que anda por estos parajes; lobos que andan por cierto muy hambrientos, con muchas ganas de comerse a un animal tierno como tú. No sería extraño que se presentaran aquí enseguida. Seguro que para ahora ya están corriendo. Por supuesto, ya sé que tú eres una valiente, y que un lobo, o dos, o tres, no tendrían nada que hacer contigo. Un par de patadas a cada uno, y a otra cosa. Pero, atenta, se trata de una manada entera, serán unos dieciséis lobos. No sé, tú verás, pero yo me iría. Y corriendo, de prisa, a la carrera, o, por decirlo en una palabra, pitando.
¿Qué decía El Pesado? ¿Qué era aquel cuento de los lobos? ¿Lobos? ¿Lobos hambrientos? ¿Dieciséis lobos? ¿De qué dieciséis lobos? ¿De dónde salía tanto lobo? Un escalofrío me recorrió la espalda de parte a parte, pero decidí permanecer firme y en el lugar que estaba. Mi orgullo de vaca no me dejaba otra salida.
—¡Cállate, Pesado! —me revolví luego—. Conque lobos, ¿eh? ¡Nada menos que en el siglo XX! ¡Hay que ser tonto para creer semejante cosa!
—De acuerdo, hija mía, es el siglo XX, o por decirlo más exactamente, el año de 1940, pero estamos en el País Vasco, y en el País Vasco ha habido guerra hasta hace poco, precisamente la guerra civil de 1936, y hay mucha hambre, mucha pobreza, poca gente para limpiar los bosques, y corre el rumor de que todo está lleno de lobos.
—Correrán bulos, pero no lobos —le dije al Pesado queriendo hacer un chiste. Pero todavía se me estremecía el rabo. ¡Lobos! ¡Dieciséis lobos! ¡Dieciséis lobos hambrientos! Y yo, en cambio, sólo una vaca. No una vaca cualquiera, pero vaca al fin y al cabo.
De pronto, a la roca negra le salió un bultito más negro, como un chichón. Allí donde, hasta un poquito antes, no había más que mucha nieve y una roca negra, ahora había mucha nieve, una roca negra y un bultito. Al poco, aparecieron otros dos bultitos negros: mucha nieve, una roca negra y tres bultos. Cuatro bultos, seis bultos, nueve bultos.
—Y, además, todos tienen orejas —pensé, aguzando la vista. Me levanté de golpe.
—¡Lobos asquerosos! ¡Conque todos a la vez! ¡Venid de uno en uno, y veremos quién puede! —les dije, o no, no se lo dije, sólo imaginé que lo decía.
—Hija mía, piensa un poco —intervino entonces El Pesado—. ¿Dónde está tu casa? ¿Dónde puede estar?
Justo en aquel momento, cuando ya el rabo me empezaba a temblequear, se me hizo la luz. ¿Acaso no estaba yo en lo alto de un monte? ¿No estaba arriba? Por tanto, ¿cuál era la solución?
—¡Bajar! —me dije a mí misma. Además, era posible que más abajo no hubiera nieve y el camino estuviera al descubierto. Tensándome de la cabeza a los pies, me dispuse a correr al trote. Para entonces, la roca negra estaba repleta de bultos; por lo menos tenía dieciséis bultos, todos con orejas.
—Atiende, hija mía —intervino en ese momento El Pesado, y muy oportunamente por cierto, como un auténtico amigo—. Ya sé que en el establo de casa no hay quien te iguale corriendo, pero sin duda alguna los lobos te superan. No empieces a trotar, vete despacio y tranquila, como si estuvieras buscando briznas de hierba, exactamente igual. Así, no te atacarán inmediatamente. Te seguirán por detrás, eso sí, pero atacarte no. Sangre fría es lo que te hace falta, hija.
Comprendiendo que El Pesado tenía razón, empecé a moverme como con desgana, y di tres pasos y me paré. Esperé un poco, y otros dos pasos. Tres pasos. Cuatro pasos, dos pasos. Miré por el rabillo del ojo hacia la roca: todos los bultos estaban ahora sobre la nieve, y eran dieciséis, todos con orejas. Di un paso, los de las orejas otro. Yo tres, ellos tres. Y ante mí, sólo la oscuridad de la noche y la blancura de la nieve. Y algunas estrellas, y la luna. En cierto momento, el rabo se me movió como por un espasmo, y al distraerme di cinco pasos bastante rápidos.
—¡Con cuidado, amiga! —oí dentro. Todos los bultos estaban apiñados a unos pocos metros de mí, y podía sentir su resuello.
Con audacia y sin pensarlo dos veces, me encaré a los lobos y me puse a comer la nieve, tranquila y tan a gusto, como si no fuera nieve lo que tenía ante la boca, sino gavillas de alholva. Los bultos, al ver esto, se desconcertaron y se pararon, primero uno y luego todos los demás. Comprobé que, además de orejas, tenían ojos: orejas puntiagudas, ojos enrojecidos. Entonces, y sin perder la compostura, empecé a recular, bastante rápido, uno dos tres, uno dos tres, uno dos tres, y los lobos, uno dos tres, no me quitaban ojo de encima, pero, uno dos tres, tampoco se decidían a atacarme. Y así, uno dos tres y uno dos tres, llegamos todos hasta una arboleda. Me acordé de que aquella arboleda estaba justo encima de mi casa.
«Después de la arboleda hay una pendiente grande, y al final de la pendiente es donde está el camino de casa —pensé—. Si al llegar allí me tiro cuesta abajo, puede que me rompa una pata, pero no me comerán esos lobos».
—¡Qué gran idea! —oí dentro.
Comencé a avanzar de nuevo, poquito a poco, vigilando los dieciséis lobos con el rabillo del ojo. Seguían teniendo orejas y ojos, pero sobre todo boca. Tenían la boca roja, y los dientes blancos. De vez en cuando, uno se ponía a aullar, y detrás de él empezaban a aullar los demás. Igual fueron imaginaciones mías, pero en aquel momento le dijo un lobo a otro:
—¿Nos la comemos o qué?
No tuve temple para esperar a oír la respuesta. Y como el borde de la pendiente estaba a unos cuarenta metros, eché a correr, a correr al trote, a correr sacudiendo la nieve de las ramas de los árboles, y yo corriendo y los lobos corriendo también, y yo resoplando y los lobos también resoplando, y el vaho de mis resoplidos se perdía en el aire frío, y el vaho del resuello de los lobos, en cambio, no se perdía en el aire frío, sino en el lugar de mi cuerpo que no quiero nombrar por aquello de la educación. Cada vez sentía más vaho en ese lugar, pero el final de la arboleda estaba también cada vez más cerca.
Entonces, en el momento en que estaba completamente segura de llegar a la pendiente, algo como una llamarada me alcanzó en ese dichoso lugar que no he nombrado, y uno de los lobos empezó a tirarme de los últimos pelos del rabo. Lo miré directamente: tenía las orejas tiesas, los ojos enrojecidos, la boca peluda. Para mi desgracia, aquellos pelos de su boca eran mis propios pelos.
—¡Estamos perdidos, amiga! —oí dentro.
—¡Que te crees tú eso! ¡Todavía no ha nacido lobo! —grité en aquel trance desesperado. Y con la fuerza que da la desesperación, di un salto enorme y me tiré de cabeza pendiente abajo. Parecía que iba a sumergirme en un abismo.
Después de recorrer un trecho al vuelo, descendí dando tumbos y al final acabé rodando. De no haber nieve, seguro que me habría roto más de un hueso. Pero la nieve estaba mullida, y me salvó.
—¿Y los lobos? ¿Dónde habrán quedado los lobos? —me dije para mí. Y mientras lo decía, aquel lobo que me había estirado los pelos del rabo, ¡chasc!, me hincó los dientes en aquella zona un tanto retirada de mi cuerpo. Grité de dolor al tiempo que le daba una coz tremenda, y que lo cogió de lleno. Allí se fue el infeliz dando aullidos: se llevó consigo orejas y ojos, se llevó la boca, pero los dientes de la boca no se los llevó. Se los saqué todos de golpe. De allí a un rato, gracias al Pesado en gran parte, estaba a salvo y en el establo de casa.
Pero, puestos a pensar, ¿dónde estarán ahora las nieves de aquel invierno? O dicho como, mucho después de suceder lo de los lobos, aprendí a decir en francés: Où sont les neiges d'antan? ¿Cuántos años habrán pasado desde que se fundieron para siempre? Porque ésa es la verdad, que se fundieron, y junto con ellas nuestra juventud también se fundió. Todos éramos jóvenes entonces: joven era yo, joven El Pesado, jóvenes los lobos, jóvenes las otras vacas de mi casa. Y hasta el mismo siglo era joven, pues estábamos en 1940; ahora, en cambio, el siglo está acabando. ¡Adónde habrá ido a parar todo! Où sont les neiges d'antan! En aquel tiempo, ahora me doy cuenta cabal, éramos casi felices, y hasta con el mismo Pesado me arreglaba mejor de lo que las apariencias daban a entender. En realidad, aún no se había convertido en un auténtico Pesado, no me irritaba tanto; le gustaba salirse con la suya, eso sí, pero también sabía pasarse sin dar órdenes. Yo estaba casi convencida de que era mi Ángel de la Guarda. Últimamente, en cambio, no para hasta conseguir lo que quiere de mí. La noche de los rayos y los truenos, por ejemplo, le dio igual lo a gusto que yo estaba en mi lecho, y me hizo mil veces aquella pregunta:
—Escucha, hija mía, ¿acaso no ha llegado la hora? ¿Acaso no es el momento adecuado, correcto y conveniente?
Cuando se pone así, hay que ceder ante el viejo Pesado. De lo contrario, no calla.
—¿La hora de qué? ¿No será la de levantarse? Si se trata de eso, por favor, déjame en paz hasta que aclare el día.
—No es hora de levantarse, hija mía, sino hora de cumplir la promesa hecha hace tiempo. ¿Recuerdas lo que me dijiste aquel día de los lobos?
—¡Ni idea!
—Has envejecido y estás perezosa, pero a pesar de todo no creo que te sea imposible recordar. Pues, precisamente, ¿quién se acuerda bien de los tiempos juveniles? La vaca de edad avanzada. La vaca de edad avanzada olvida lo sucedido la víspera, pero retiene perfectamente lo de hace más de cuarenta años. De cualquier forma, yo mismo te diré lo que prometiste después de escapar de los lobos. Dijiste: «Algún día escribiré mis memorias y contaré lo de hoy».
—No me lo puedo creer —le contesté secamente.
—Pues no deja de extrañarme, porque lo mismo dijiste después de estar en unas fiestas de pueblo, y también cuando te marchaste de casa. Y en muchas otras ocasiones. No tenías otra cantinela, que escribirías tus memorias y que escribirías tus memorias.
—¡Me resulta increíble!
—Pues es verdad. Y ahora que lo recuerdo, cuando Gafas Verdes se presentó en tu casa, volviste a decir lo mismo, que aquel episodio amargo también pasaría a las memorias.
—¡Gafas Verdes! ¡El ser más repugnante que he conocido jamás! —exclamé sin poderme contener.
—¿Estás viendo? Sí que te acuerdas, ¡y muy bien! ¿Y sabes lo que te digo? Que el siglo va para adelante, y tú también vas para adelante, y no puedes irte de este mundo como las vacas vulgares. ¡Que quede tu testimonio! ¡Que el mundo conozca la grandeza de la vaca! ¡Ha llegado la hora, hija mía, ha llegado el momento!