—¿Tú crees? —le dije resignada. Sabía que no tenía otra salida que escribir las memorias. Si no, lo que he dicho antes, que tendría que oír su cantinela noche tras noche.
—Estoy segura, hija mía. Debes escribir.
—Entonces voy a traer papel y tinta. Empezaré la tarea con el primer rayo de luz.
Y eso es lo que hice.
Por qué no regreso a Balanzategui, mi casa natal.
Lo que me cuenta Pauline Bernardette.
El primer disgusto, mi nacimiento.
Por lo visto tenía que nacer, y acabé naciendo en un bosque del País Vasco a poco de terminar la guerra de 1936. El bosque pertenecía a los terrenos de la casa llamada Balanzategui, y a aquella casa quedé adscrita; allí tuve mi primer establo y mi primer hogar, y allí pasé también la primera época de mi vida, la más importante. Cierto que no me quedé durante mucho tiempo, cierto que llevo años lejos de aquella casa; sin embargo, mi espíritu sigue anhelando aquel rincón del mundo. Y, ¡quién sabe!, a lo mejor este espíritu mío vuela hacia allí cada vez que me quedo dormida. Porque ya lo dijo un sabio oriental:
El mirlo de Estambul siempre vuela hacia Estambul.
Yo no seré mirlo ni zorzal ni pájaro de ninguna clase, que bastante más grande y pesada ya soy, pero no digo ninguna mentira si afirmo que mi corazón no es muy diferente del de ellos. Efectivamente, mi corazón es como el de un pájaro; si por él fuera ahora mismo abriría mis alas y me pondría a volar hacia la tierra de mí niñez. Llegaría allí, posaría mis quinientos kilos como un copo de nieve, y luego desgarraría mi garganta con este grito sincero:
—¡Viva Balanzategui!
Pero, naturalmente, no tengo alas, y no puedo mover mi cuerpo más que después de plantar bien en tierra las cuatro patas, y aun entonces con bastante fatiga. Y es precisamente por eso, por la fatiga y los achaques de la edad, por lo que no vuelvo a Balanzategui; de sentirme con fuerzas, mañana mismo me pondría en camino. Y, pensándolo bien, hasta con mis achaques me pondría en marcha si supiera a ciencia cierta cuánto tiempo de vida me queda. Si, por poner un ejemplo, me aseguraran que todavía tengo dos años por delante, lo intentaría; despacio y sin prisa, pero lo intentaría. Como dice el refrán:
Vaca que no lo intenta, o es cobarde o es tonta.
Yo no creo ser ni lo uno ni lo otro, y hoy mismo me encaminaría hacia Balanzategui si supiera que voy a tener los dos años del ejemplo. Lo que no sé es si los tengo o no, porque nosotras las vacas tenemos mala suerte en todo, y también el día que repartieron el tiempo se nos metió por medio esa misma mala suerte. O eso he oído yo al menos. He oído que en los comienzos del mundo alguien estaba repartiendo el tiempo, y que ese alguien dijo a la serpiente:
—Tú vivirás doce años.
Y la serpiente:
—De acuerdo.
—Tú, quince años —al perro.
Y el perro:
—De acuerdo.
—Tú, veintiocho —al burro.
Y el burro:
—De acuerdo.
—Tú, treinta y tres —al hombre.
Y el hombre:
—Ni hablar. No estoy de acuerdo. Quiero vivir más.
—Sea, vivirás ochenta y ocho años —debió de decir entonces el que repartía el tiempo—. Pero de esos ochenta y ocho, pasarás treinta y tres como un hombre; veintiocho, trabajando como un burro; quince, llevando una vida de perro, y los últimos doce los pasarás arrastrándote como una serpiente.
Parece que por fin acabó la cuestión del tiempo para los hombres y que la repartición siguió adelante. Y, así las cosas, las hormigas, las abejas, las mariposas, los chochines, las gaviotas, los cernícalos, las tortugas, los camellos, las truchas, los leones, los tigres, los canguros, todos ellos y muchos animales más supieron cuánto tiempo tendrían en el mundo. Y llegó un momento en que todo se dio por terminado y el Repartidor de Tiempo se dispuso a retirarse.
—¿Y nosotras? ¿Nosotras cuánto tiempo? —se oyó entonces. Naturalmente, era la vaca. Al parecer nadie se había acordado de ella.
—¿Cuántos? —dicen que dijo el Repartidor de Tiempo con un gesto cansino—. Pues, no sé. Un puñado.
—Muchas gracias —agradeció la vaca. Y con las mismas, todos se despidieron y cada cual se fue por su camino.
Y digo yo: tiene que ser tonta la vaca, tiene que ser pardilla la vaca, tiene que ser patosa la vaca para decir el Repartidor de Tiempo «un puñado» y contestar ella «muchas gracias». ¿Cómo que «muchas gracias»? Desde luego, aquella vaca no se parecía en nada a mí.
—¿Y qué es para usted un puñado? —le habría dicho yo al Repartidor de Tiempo—. Porque, claro, un puñado puede ser cualquier cosa. Tres años, un puñado; cuarenta años, un puñado; doscientos años, un puñado. Depende de cómo se mire. Así que, ¿por qué no concreta usted lo de un puñado?
Y el Repartidor de Tiempo concretaría, y me diría unos años exactos. Pongamos que cien. Y según eso, conociendo nuestro tiempo en este mundo, habría modo de hacer los cálculos:
—Vine al mundo hacia 1940, y ahora está a punto de terminar el siglo. Eso quiere decir que he pasado en el mundo unos cincuenta años. Como he nacido para vivir cien, cien menos cincuenta igual a cincuenta. Todavía me quedan cincuenta años y merece la pena que emprenda camino a Balanzategui poco a poco. Aunque pierda diez años viajando, ¡cuánto tiempo para estar tranquilamente a la sombra de mi bosque natal!
Pero aquella vaca de los comienzos del mundo era tonta, y no preguntó de cuánto era nuestro puñado. Y de ahí que yo no pueda saber si el viaje a Balanzategui me merece la pena, pues si triste es morirse lejos de donde nacimos, aún resultaría más triste tener que dar el último adiós en cualquier punto perdido del itinerario. Lo mismo me dice Soeur Pauline Bernardette, la pequeña monja que me cuida desde hace ya bastante tiempo:
—Tú no partirás d'ici a ningún sitio, Mo, pues tú eres a gusto y a placer con nosotros. ¿Dirás tú que no? ¿Dirás tú que en el couvent te miramos mal? ¿Qué es que tú quieres? ¿Irte d'ici y aparecer en un mal chemin à la espalda rota y partida?
—Por una part, tú tienes de la razón, Soeur Pauline Bernardette. De veras yo te digo que, apart Balanzategui, este couvent es la casa de mi corazón —le contesto a la pequeña monja chapurreando como puedo esa lengua suya tan complicada. Y ella bien que aprecia mis palabras, eso de que el couvent es la casa de mi corazón y demás. Tanto se alegra que, antes de que me haya dado cuenta, ya tengo delante de mí un buen montón de hierba, de hierba o de hierbas, pues de todo suele haber en sus montones, desde alholva hasta trébol o alfalfa.
—Attention, Soeur Pauline Bernardette! —le suelo decir yo, por aquello de que siempre hay que protestar un poco—. Me traes mucha hierba, mucho demasiado. A seguir así, seré un hipopotame, no una vaca. Después que soy venido al couvent, he ganado veinte kilos todos los años.
—¡Que tú eras flaca aquel jour lá que nous nos conocimos, hace largo tiempo! —suspira entonces la pequeña monja—. Pero mientras yo viva, tú no te pasarás de la hambre, Mo. ¡Antes de eso yo segaré todos los Pirineos enteros!
—No los siegues, Soeur Pauline Bernardette, que también las otras vacas tendrán que comer algo —le pido dejándome de chapurreos y hablando como sé. Porque esta Pauline Bernardette será pequeña, sí, pero también muy fuerte y muy dotada para el ejercicio físico, una segadora inigualable. Y con el cariño que me tiene, cualquiera sabe, a lo mejor dejaría las faldas de los Pirineos sin un terreno en condiciones.
Así pues, no son materiales las razones que me llevan a soñar con Balanzategui, sino espirituales. Bien están el couvent y la pequeña monja, bien están la alfalfa, el trébol y la alholva, pero a mí me pasa lo de la vieja canción:
Cuando salí de Balanzategui,
cuando salí de aquel caserón,
allí dejé enterrado mi corazón…
¡Mi querido Balanzategui! ¡Cuánto me acuerdo de ti! Ya sé que habría muchos que, oyendo mis palabras, pensarían mal, pensarían que miento, pensarían que exagero como un auténtico animal. Pero tú, querida casa de mi niñez, conoces perfectamente la verdad: que por cada vez que grito «Viva Balanzategui», guardo cien vivas más en la garganta. Y todo ello a pesar de los pesares, a pesar de todos los reveses y disgustos que tuvimos que aguantar en aquellos años de después de la guerra. Mi mismo nacimiento, por ejemplo. ¿Recuerdas, querida casa mía, lo mal que lo pasé nada más nacer y los peligros que corrí? Yo al menos sí que me acuerdo, y muy bien.
De pronto, supe que había nacido. No recuerdo exactamente lo que sentí, quizá un poco de frío o el cosquilleo del viento, pero de cualquier modo me pareció que estaba ante algo inusual, y que a lo mejor era que había venido al mundo. Ésa era, además, la única seguridad que yo tenía en aquel momento, porque, por no saber, ni siquiera sabía qué clase de animal era. Hacía todo lo posible para mirarme y conocer la verdad, pero los ojos no me respondían: estaba como cegada, como deslumbrada por una sábana blanquísima que alguien me hubiera puesto delante. Ante aquella incertidumbre, no me quedaba otro remedio que recurrir a la imaginación, y eso es lo que, con cierto exceso, hice inmediatamente.
—¿Qué seré? —me pregunté a mí misma—. No hay forma de saberlo en concreto —me respondí—. Pero, al menos, no soy un animal cualquiera. De lo contrario no hubiera venido al mundo sobre un suelo tan mullido y agradable.
Para confirmar mi impresión, daba unos pasos a un lado y a otro, y palpaba lo que me encontraba debajo. Y siempre, siempre, aquello tan mullido, aquello tan agradable.
—¿De qué será esta blandura? —me pregunté.
—Una de dos. O de la alfombra de un palacio, o del césped muy cuidado de un jardín —me respondí.
Como andar me resultaba cansado, me recosté. Mi cuerpo, que en aquel primer momento tenía unos cuarenta kilos, se sintió a gusto inmediatamente, y la hipótesis de la alfombra fue tomando fuerza.
—Parece persa, además —me dije—. O sea, que es seguro que soy animal de palacio. El palacio parece pequeño, eso sí, sin árboles ni fuentes, pero al fin y al cabo es un palacio.
Para entonces, la sábana que veía ante mis ojos ya no era tan blanca, sino que tenía unas manchas oscuras en su parte superior. Parecían árboles, o mejor dicho, las copas de unos cuantos árboles. Al mismo tiempo —pues, por lo visto, también el oído se me iba afinando— sentí ruido de agua y el canto de unos pájaros.
«Pues no es tan pequeño el palacio —pensé medio riéndome—. Tiene sus árboles y sus fuentes. Y yo, ¿qué seré? ¿Uno de esos caballos que son todo elegancia y a los que peinan y cepillan todos los días? Y, si no, ¿qué? ¿Uno de esos gatos de pelaje fino que suele haber en todos los palacios? De cualquier forma, no está mal, no está nada mal».
No sé cuánto tiempo pasó. Una hora, quizá, o una hora y media. Mientras tanto, y al tiempo que la sábana de mis ojos iba deshaciéndose, las manchas iban tomando cuerpo. Al final, la sábana se fundió por completo, y todo lo que había detrás quedó al descubierto. Los árboles, entonces, se afirmaron y se hicieron árboles enteros: raíz, tronco y ramas. Y en las ramas había hojas verde oscuro o verde claro; y en las hojas había bichos y larvas; y había pájaros —pájaros de cabeza roja, sobre todo— que se acercaban a comer aquellos bichos y aquellas larvas. Más lejos, el bosque acababa de golpe, y a continuación aparecía un prado, un prado extenso que iba hasta un riachuelo. En el riachuelo había un molino, y detrás del molino comenzaba otra vez el bosque.
—Hija mía —escuché entonces, y aquella fue la primera vez que oí al Ángel de la Guarda o Pesado o como quiera que se llame—, has nacido en el País Vasco, o para decirlo con más exactitud y corrección, en el bosque de la casa Balanzategui. Este valle, que abarca, empezando en el molino, todas las casas y bosques de alrededor, será tu territorio.
—¿Y yo, qué soy? —pregunté. Era mi mayor preocupación, no me atrevía ni a mirarme—. Esa casa Balanzategui de la que me hablas, ¿es un palacio? —añadí. Pero me parecía que no. Lo que tenía a mis pies no era una alfombra, era musgo.
Pero El Pesado se había callado del todo, y en balde esperé su respuesta. Tenía el corazón oprimido: ¿qué clase de animal sería? Pero a qué alargar la cuestión, me bastaba con girar la cabeza para saberlo. Y giré la cabeza, vi lo que vi, vi el rabo, las patas, la espalda y todo lo demás, y un bramido desgarrador me salió de las entrañas:
—¡Pero si soy una vaca!
Cegada por la decepción, a trompicones, cayéndome de bruces aquí y levantándome a duras penas allá, comencé a correr y a alejarme de aquel lugar maldito, aquel lugar que había sido testigo de la rotura de mi primera ilusión. Salí al prado, y tras atravesar el riachuelo por delante del molino, me adentré en el bosque del otro lado del valle. Un instante antes de entrar, oí al Pesado por segunda vez:
—Hija mía, antes de ocultarte en el bosque, contempla tu casa. ¡He ahí Balanzategui!
La casa se encontraba a unos cien metros del viejo molino, más abajo en el valle. Era blanca, de dos pisos, y tenía el tejado rojo; una casa bastante bonita, pero no un palacio. Ni falta que le hacía, por supuesto. Yo tampoco era muy palaciega, que digamos; no era ni caballo de paseo ni gato de Angora, sino vaca, una pura vaca, un animalote feo, feísimo, y tontorrón, y de mala fama. Realmente, había sido muy mala suerte.
«¡Qué jugarreta me ha hecho la vida!» —pensé dando un bramido y buscando una palabrota en la memoria.
Pero todavía era recién nacida, y me resultó imposible dar con una palabra fuerte. Si hubiera sido ahora, a saber el juramento que soltaría. Seguro que soltaría uno como para dejar a Pauline Bernardette patas arriba, aunque, claro, en realidad no lo soltaría, porque no quiero darle sustos precisamente a ella, que se asusta de cualquier cosa. Una vez, por ejemplo, un chico que había venido al couvent me tiró una piedra, y yo me enfadé y le dije:
—¡Ahí te llenes de mierda, atontado!
Y justo entonces, no sé por qué casualidad, el chico se tropezó y cayó en un montón de estiércol todo lo largo que era. Quedó calado de mierda, el desgraciado. Pauline Bernardette, que lo había visto todo, abrió los ojos espantada:
—¡A las veces me das miedo, Mo! —exclamó—. Tú tienes dentro le diable, y es así que tendremos que estar de rodillas una otra vez, a ver si sale ton diable.
—No ha sido el diablo, Soeur, sino el destino o la casualidad. El chico se ha caído por su cuenta, no por lo que yo le he deseado. No creo que debamos ponernos de rodillas.