Con eso de que hay que sacarme el diablo, Pauline Bernardette a veces me pone de rodillas, y allí nos estamos las dos en el jardín del couvent moliéndonos las piernas y haciendo el tonto. Pero, qué puedo hacer, ya he dicho antes que la pequeña monja es una segadora como no hay dos y que me trae las hierbas más sabrosas: sea como sea, tengo que seguirle la corriente.
Pero dejemos por ahora las historias de Pauline Bernardette y sigamos con lo sucedido el día de mi nacimiento. Pues, como he contado, me adentré en el bosque, furiosa y desengañada, y comencé a alejarme. No quería saber nada de Balanzategui, no quería volver a verlo más. Y, quién sabe, de haber tenido yo fuerzas quizá habría pasado eso, que me habría alejado hasta perder para siempre mi casa natal. Pero todavía estaba muy débil, y no llegué a salir del valle. De vez en cuando, me paraba, me miraba, levantaba todo lo posible la cabeza y luego bramaba:
—¡Soy una vaca!
Dos días anduve de aquel modo desesperado. Al tercero, después de haber estado dormida unas horas, me sentí algo más tranquila. El Pesado aprovechó ese momento para hablarme por tercera vez:
—Hija mía, ¿por qué tanta queja? ¿Por qué tanto disgusto a cuenta de ser vaca? Pero ¡si ser vaca es algo grande!
—¡Mucho me importa a mí! —le contesté dolida—. Yo quería ser caballo o gato, no vaca. Y también me hacía ilusiones de vivir en un palacio. ¡Y mira en qué ha parado la cosa!
El Ángel de la Guarda, es decir, El Pesado, soltó una risita. Creo que aquélla fue la primera y la última vez que le oí reír.
—¡Qué poco sabes de la vida, hija mía! ¿Qué piensas tú que son los palacios? ¿Sabes que a los mejores palacios del mundo les faltaban los lugares más necesarios? ¿Sabes, por poner un ejemplo, lo que le faltaba a Versalles?
—¿Qué? ¿La cocina?
—No, no es la cocina.
—¿El establo?
—No, no es el establo.
—¿Los dormitorios?
—No, no son los dormitorios.
—¿El desván?
—No, no es el desván.
—¿El trastero?
—No, no es el trastero.
—Entonces…
—Sí, hija mía, eso es lo que le faltaba. Considera ahora lo que eran los palacios. Pura apariencia, hija. Pero, aparte de eso, grandes agobios, aprietos de toda clase, búsquedas infructuosas. En Balanzategui, por el contrario, ningún problema en ese aspecto. Los prados, el bosque, el monte, el mismo establo: todo permitido, todo libre, a disposición tuya y de tus necesidades.
Estaba tan asombrada de lo que acababa de saber sobre los palacios, que por un momento olvidé la cuestión de mi vacunidad y la vergüenza que me daba ser vaca. El Pesado me sacó de mis cavilaciones:
—Y acerca de esa otra posibilidad que planteas, que preferirías por ejemplo ser gato, pues no sé, hija mía, no sé. Yo no soy quién para entrometerme en el modo de vida de los gatos, pero a mí me parece que sufren mucho, y que son muy mal avenidos entre ellos, sobre todo en meses como febrero y agosto. Espera a que llegue uno de esos meses, ¡ya oirás sus chillidos y sus lamentos, hija mía! ¡Desgarradores, realmente desgarradores! No sé lo que es, pero algo les sucede. Y luego, como sabrás, andan mucho por los tejados, y eso no puede ser serio. Lo dicho, yo no soy quién para hablar de los gatos, pero de poder elegir, preferiría ser vaca.
—¿Y el caballo? ¿No es algo hermoso ser caballo? —le dije entonces.
—El caballo tiene sus ventajas, no lo niego. Es un animal grande, a veces incluso más grande que la vaca. Y la verdad es que corre bastante. Pero, con todo, hay que aceptar la realidad: el caballo no sabe qué significa dormir bien. Es demasiado inquieto, demasiado nervioso. Y eso, a mi entender, es un grave defecto, porque, efectivamente, la vida es en gran parte dormir, y quien dice dormir mal, dice vivir mal. El que pasa mala noche, tampoco pasa bien el día. Ya ves, hija mía. El caballo es alguien en este mundo, pero de poder elegir, yo preferiría ser vaca. La vaca duerme placenteramente, siempre descansa bien. Tú misma lo acabas de comprobar, mira lo mucho que te han tranquilizado unas horas de sueño.
Me quedé pensativa, y aunque la cuestión de la vacunidad no quedó resuelta a fondo —eso vendría después—, al final me resigné. Era tan sólo una criatura, y no tenía recursos para discutir con El Pesado. Sí, había que conformarse. Si tenía que ser una vaca, sería una vaca.
—¡Pero no una vaca vulgar! —grité.
—Bien dicho, hija mía. Y ahora ve a Balanzategui. Mejor retirarse a casa antes de que oscurezca del todo —me aconsejó El Pesado, y yo lo acepté y comencé a bajar hacia el valle. Bajaría hasta el molino viejo, y de allí me iría a mi casa.
Sin embargo, no fue exactamente eso lo que pasó, ya que en mi camino se interpuso Gafas Verdes, la persona más maligna que yo haya conocido nunca.
Gafas Verdes y sus dos subordinados.
Los cuentos de la torre de Babel.
Una vaca llamada La Vache qui Rit me salva la vida y después me informa de la guerra que acaba de terminar.
No sé cuántas cosas se pueden ver a la vez, si pueden verse diez, quince o cuarenta y cinco, pero al menos yo, al bajar del bosque hasta el molino viejo, vi una cantidad enorme de cosas. Vi la luna en el cielo despejado del atardecer, y a lo lejos una montaña grande que para aquella hora ya estaba medio en sombras; y delante de esa montaña, otra más pequeña; y delante de esa montaña más pequeña, otra más pequeña todavía; y delante de esa montaña más pequeña todavía, una larga fila de colinas muy suaves. Pero no vi sólo eso: al mismo tiempo que la luna, el cielo y todas aquellas montañas, vi el valle en que había nacido, con su bosque, sus prados y sus casas; una casa al lado izquierdo del riachuelo, otra al lado derecho, y luego más cerca Balanzategui, y todavía más cerca, enfrente de mí, el molino viejo. Pero, con todo, lo que vi no fue sólo eso: al tiempo que luna, cielo, montañas, valle, bosques, prados, casas y molino, mis ojos vieron también cuatro individuos, los cuatro a muy poca distancia del sendero donde yo estaba: el primero, un caballo alazán muy fino y muy elegante, con una mancha blanca en la frente; el segundo, un hombre joven y con los dientes anormalmente grandes, quizá albañil, que trabajaba en el tejado del molino; el tercero, otro dentudo, hermano gemelo del anterior, éste también en el tejado; el cuarto, Gafas Verdes.
Gafas Verdes era un hombre de unos sesenta años, muy pálido. Tenía la piel blanquísima o, por decirlo con más detalle, una piel transparente, como papel de fumar, que le dejaba a la vista las venillas de la cara y del cuello; sus gafas, como pegadas sobre aquella palidez de su cara, parecían hechas de cristal de botella. Tanto aquel día como después, siempre lo vería así, con los ojos ocultos. No sé cuántas cosas se pueden ver a la vez, no sé cuántas vi yo cuando bajé por el sendero del bosque y me paré delante del molino; lo que sí sé es que todas aquellas cosas se me olvidaron de golpe, y que mi atención, mi curiosidad, quedó prisionera del cristal verde de sus gafas. No veía nada más, sólo el cristal verde de las gafas, y ni siquiera los gritos de los hermanos dentudos conseguían que volviera la cabeza hacia ellos. De pronto, Gafas Verdes torció la boca y movió los labios.
—¡Karral! ¡Karral, karral! —dijo.
—¿Cómo? —le preguntaron los dos hermanos dentudos desde el tejado.
—¡Karral! ¡Karral, karral! —repitió Gafas Verdes con voz más áspera.
No le entendía nada. Era evidente que estaba hablando, pero lo que decía era ininteligible para mí. Pronunciaba las palabras de forma muy rara.
—¿Qué pasa aquí? —me dije sorprendida. Pero no me pude contestar. Aún era una criatura, una recién llegada que ni siquiera sabía que en el mundo existieran lenguas y países diferentes, y que eso era lo que pasaba allí, que aquel hombre de las gafas verdes era un extranjero que hablaba mal mi lengua. O como hubiera dicho Pauline Bernardette:
—Aquí lo que se pasa es Babel.
A Pauline Bernardette le gusta mucho citar lo de Babel o, mejor dicho, le gustaba mucho hasta que me contó la historia y una objeción mía estuvo a punto de causarle un disgusto.
—Cierta vez, hace mucho tiempo —comenzó aquel día Pauline Bernardette—, los hombres tomaron la decisión de construire una torre terriblement grande que llegaría al ciel, porque era su deseo ser semejantes a Dieu Notre Seigneur. Y se metieron al trabajo, construyeron una part de la torre con sus picos, palas y azadas, y todo iba très bien, la torre para arriba y para arriba, pero voici que Dieu confundió sus lenguas. De pronto y de seguido, no se comprendían unos a otros, y como no se comprendían entre ellos mismos, surgía la riña y la discorde partout, y a la fin tuvieron que dejar el trabajo, y la torre y todo como estaba, y toda la gente, cada grupo con su nueva lengua, partió para el mundo cada uno a su rincón y país.
—Una historia preciosa, Soeur. Lástima que sea mentira —le dije yo.
—¿Mentira? —se espantó la pequeña monja—. Mais, non! ¿Cómo tú dices eso, Mo?
—Pues sí, mentira —contesté secamente—. ¿Cómo voy a creer que se mezclaron las lenguas de la gente y pararon las obras? Para hacer una obra no hay necesidad de hablar, basta con trabajar. Si Dios deseaba que la torre de Babel no fuera más arriba, ¿por qué no les quitó todos los picos, azadas y palas? De estar yo allí, habría hecho eso: dejar a todos sin picos, azadas y palas, y se acabó la cosa, adiós paredes, adiós escaleras y adiós todo.
Pauline Bernardette se quedó con los ojos abiertos de par en par cuando oyó mis argumentos, y hasta creí que se enfadaría y me pondría de rodillas. Pero en vez de eso, empezó a andar de aquí para allá en el jardín del couvent, todavía con los ojos de par en par, y pasó así por lo menos media hora. Luego dijo:
—Cuando vivía en mi pueblo, en Altzürükü, nuestro vecino Pierre tenía deseo de hacer un muro justo à coté de nuestra huerta. Pero mon père, como no estaba d'accord con aquel disparate, fue una noche y le quitó la azada, el pico y la pala, y escondió las herramientas debajo la terre. Alors, fue Pierre y compró otra vez azada, pico y pala. Y mon père, también terco, otra vez los escondió. Y así muchas veces. Al final, Pierre se rindió y el muro restó sin construir. Como Babel, la misma cosa. Entonces, de la historia de la Biblia no sé qué yo voy a pensar.
La pequeña monja continuaba como ida, y aquellos ojos tan abiertos me dieron miedo. Dudaba, toda su fe religiosa temblaba como un edificio que fuera a caerse de un momento a otro. Y, naturalmente, aquello no me convenía. Si Pauline Bernardette se iba del convento, yo me quedaba sin alholva y sin alfalfa.
—Puestos a pensar —comencé entonces—, lo ocurrido en Babel y lo ocurrido en Altzürükü con Pierre es casi lo mismo. Porque, claro, ¿qué pasaba cuando Dios creó los idiomas y dio a cada uno el suyo? Pues que uno le decía al otro «pásame la pala», y éste le pasaba la azada. Y al revés. O que decía un tercero, «traedme un cubo de agua para la masa», y lo que le traían era un par de picos. Y, claro, así no se puede trabajar. Conque, ya ves, la historia de Babel tiene su razón, más de lo que yo pensaba en un principio.
Enseguida se le pasó el apuro a Pauline Bernardette, y sus ojos volvieron a ser los de siempre, alegres y despreocupados.
—C'est la verité, Mo! ¡Qué peso me has quitado de encima! ¡Qué alegría! ¡Cómo yo estimo tu ayuda, Mo!
Y diciendo estas palabras, cogió la guadaña y se fue para una ladera cercana al convento, a cortar para mí la hierba más sabrosa.
De todas formas, ya lo he dicho antes, las historias de Pauline Bernardette son cosas de después, no de la época en que conocí a Gafas Verdes. En aquella época nada sabía de las diferentes lenguas y pronunciaciones. Y, en parte, ésa fue mi suerte el día del molino, porque debido a la sorpresa que me causó la forma de hablar de aquel hombre, mis ojos se despegaron del cristal verde de sus gafas y pudieron ver a los dos hermanos dentudos. Venían corriendo hacia mí.
—¡Atrápala! ¡Atrápala! —le decía un hermano al otro.
—¡Ven aquí, pequeña, que nos vamos a dar un buen banquete a tu costa! —me decía el otro enseñando todos los dientes.
En un instante, como tocada por un rayo, tuve una revelación: comprendí que la muerte existía y que podía tomar la forma de un cuchillo o de una maza. Casi llegué a sentir el cuchillo en mi corazón y la maza en mi cabeza. Sí, los de los dientes grandes querían matarme. Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¡Karral, karral! —oí entonces. Riéndose, Gafas Verdes se burlaba de mi angustia.
Aquel desprecio me encorajinó, y huí a trompicones sendero arriba. Si conseguía meterme en el bosque, estaba salvada. Sentía detrás de mí a los dos hermanos, que maldecían y resoplaban sin parar.
—¡No escaparás! —gritó de pronto uno de ellos. Estaba más cerca de lo que calculaba.
Los hermanos eran rápidos y corrían bien, y pronto quedó claro que acabarían por cogerme. Pero justo cuando comenzaba a desmoralizarme, ocurrió uno de esos milagros que tanto le gustan a Pauline Bernardette: me salió un salvador, o mejor dicho, una salvadora, pues se trataba de una vaca negra: la que luego, durante muchísimo tiempo, conocería como La Vache qui Rit. Allí estaba, en la orilla del bosque, mirando con muy mala cara a los dos hermanos que me seguían por el sendero.
—¡Cuidado! —gritó uno de los dentudos—. ¡Está ahí esa vaca tan peligrosa!
Se dieron la vuelta y quisieron salir corriendo hacia el molino, pero fue inútil, porque La Vache qui Rit no les dio tiempo de nada. La Vache qui Rit, aquella vaca tan peligrosa, los embistió antes de que tuvieran tiempo de refugiarse en el molino. Al poco, uno de los hermanos estaba en el suelo, y el otro escondido en una hondonada del riachuelo.
—¡Karral! —gritó entonces Gafas Verdes. Con la boca torcida y agitando su bastón en el aire, recriminaba a los dos gemelos. Me fijé en su bastón: estaba forrado de cuero, y del extremo le sobresalía un estoque.
—¡Karral! —volvió a repetir, pero dirigiéndose esta vez a su caballo, que, después de haber estado hasta entonces como en otro mundo, se había puesto a relinchar de manera escandalosa. Tenía su razón El Pesado: aquel animal tan espléndido y elegante era, sin embargo, demasiado nervioso, un poco pobre de espíritu.
—Sin lugar a dudas, amiga mía —intervino El Pesado al oírme—. Ya te lo he dicho antes, el caballo no duerme bien por la noche, y luego en cualquier momento le surge la necesidad de echar una cabezadita. Es lo que le ha sucedido a éste del molino: que dormía, y que al despertarse de repente se ha asustado con el alboroto que se ha organizado.