¿Qué estábamos haciendo?
Hablar.
No crees que solo hiciéramos eso, ¿verdad? Sobre todo después de las cosquillas, los besos y todo lo demás. Quieres saber qué más hicimos juntos. Cuánto duró. ¿Llegamos a la primera fase? ¿A la segunda? ¿A la tercera? ¿Hasta el final?
Sabes que tomo la píldora, o sea que no hay peligro de quedarme preñada. Sabes que soy lo suficientemente mayor. No me convertiría en una zorra, ¿no? Zach era el primer chico con el que estaba. Aunque también estaba Sarah, la
auténtica
novia de Zach. Ella sí podría pensar que soy una zorra. Es decir, estamos hablando de su novio. Si ella puede pensar que lo soy, entonces también puede hacerlo todo el mundo. Acostarse con el novio de otra es la definición de zorra.
Salvo que, en realidad —y aunque no sea algo que te incumba—, no lo hicimos.
No nos acostamos.
Nos besamos, nos abrazamos y nos apretujamos. Nos besamos
muchísimo
. Pero no nos quitamos la ropa. Nunca pasamos de la primera fase. Él no me tocó ahí; mis dedos nunca se acercaron allí.
¿Lo ves?
Después de todo, soy una buena chica.
Tampoco le maté.
Por primera vez en mi vida quiero estar en la granja, lejos de la escuela, de la ciudad. Quiero salir a correr con Hilliard. Que me enseñe nuevos trucos.
Sé que al cabo de unos días tendré ganas de volver a casa, pero ahora mismo es lo que quiero.
La escuela me supera.
Pero me sobrepongo para ir de todos modos.
Un día en la cama es más de lo que puedo soportar. Papá preocupado por mí es más de lo que puedo soportar. Todo es demasiado.
Tayshawn me hace un gesto con la cabeza en el vestíbulo. Le devuelvo el gesto. Siempre ha sido amable conmigo. No sé por qué. He oído que la policía también ha ido a su casa a interrogarle.
No me saluda nadie más. Me miran. Hablan de mí, pero no conmigo.
Como sola en el aula de Yayeko Shoji. No es una de las profesoras más populares. Y su aula no es una de las más concurridas. Puedo sentarme en el aula de bio, comer, observar los diagramas y carteles colgados en las paredes, pensar en la evolución, en la oxidación de los músculos, en la entropía, en la muerte y en la descomposición.
En Zach.
De acuerdo, comer en el aula de bio no ha sido una gran idea. Pero ¿hay algo que no me recuerde a Zach? ¿Que no me haga pensar en lo que le ocurrió? ¿Dónde puedo estar a salvo en esta escuela, en esta ciudad?
En ningún sitio.
Me quedan siete meses de curso por delante. Creo que no podré soportarlo.
Pero si me marcho ahora a la granja ni siquiera terminaré el instituto.
Peor aún, si me marcho ahora a la granja, me perderé el funeral.
No he sido totalmente sincera contigo. Bueno, sí lo he sido con los hechos. Sobre Zach y la policía. Sobre lo mal que lo pasé en la escuela, en casa. Mi historia personal. Mi enfermedad. Cuando le mostré a Zach los zorros en el parque. Cuando he dicho que todo el mundo sospechaba de mí, de matar a Zach o de cualquier otra cosa.
No he añadido nada para hacerte creer que soy mejor de lo que realmente soy. Ni peor.
Pero no he sido totalmente sincera con lo que sentía por dentro. En mi cabeza, en mi corazón, en mi sangre.
Te lo diré sin rodeos:
Así es cómo me sentí cuando el director entró en el aula para decirnos que Zach había muerto:
Turbada, fría, extraña.
Como si el mundo se hubiese detenido.
Creía saber lo que estaba a punto de decirnos. Que Zach estaba muerto. Llevaba desaparecido desde el sábado. Si le hubieran encontrado con vida, me habría enviado un mensaje de texto. El director no se pasaría por las aulas a menos que hubiese sucedido algo realmente grave.
Sin embargo, aún no había perdido la esperanza. Seguía rezando para que el director Paul nos anunciara otra cosa. Que habían encontrado a Zach y que pronto volvería a la escuela. Podía haber perdido el móvil. O estar en el hospital con una pierna rota. Herido, pero de nada grave.
Me quedé mirando fijamente al director mientras recordaba todo lo que me había dicho Zach. Que me necesitaba. Que dependía de mí. Que gracias a mi olor podía seguir adelante cada día.
¿O se lo había dicho yo a él?
Su muerte lo confunde todo.
Sé que me dijo que lo que había entre nosotros no era amor. Era algo más poderoso. Él y yo no éramos como él y Sarah, ni como él y cualquier otra persona. Lo nuestro no se parecía a nada que hubiese existido hasta entonces entre dos personas.
Zach me dijo eso.
Y se marchó para no volver.
Pensaba que volvería. Estaba convencida de que lo haría. Incluso ahora sigo esperándole.
Me puse la máscara para ocultar mi rostro, para no mostrar lo que sentía. Para mantener dentro de mí lo que no debía salir al exterior.
Cuando las palabras salieron de los labios del director Paul —en ese preciso instante— sentí el impulso de saltarle al cuello. Cerrarle la boca. Desgarrarle la yugular.
Evitar que las palabras abandonaran su boca.
Porque, de ese modo, tal vez Zach estaría vivo.
Y yo no estaría tan sola.
Una de las cosas que le dije a la policía es verdad: Palabras Peligrosas fue la última clase a la que asistí con Zach antes de que desapareciera el fin de semana. Antes de que le asesinaran. Aunque no me gusta tanto como bio, es la única del resto de las clases por la que no siento un odio visceral. En parte porque Lisa Aden suele ponerse colorada y en parte porque es bastante lista y a veces dice cosas interesantes sobre prohibiciones, sobre cómo cambia el significado de las palabras o sobre la censura. Sobre todas esas cosas.
Para asistir necesitamos un permiso firmado por nuestros padres. Porque en Palabras Peligrosas podemos utilizar cualquier palabrota que queramos. Aunque nadie lo hace. Es como si en realidad tampoco pudiéramos hacerlo. Nos sentimos como si nos hubiesen tendido una trampa.
El único momento en que decimos palabrotas durante la clase es cuando leemos en voz alta. Algunos libros asignados las tienen. Pero resulta extraño y forzado y nos tropezamos con las mismas palabras que, fuera del aula, fluyen de nuestras bocas con la misma facilidad que las mentiras.
O de la mayoría de nuestras bocas. Nunca he oído a Sarah decir un taco.
Nadie decía las palabras que supuestamente estábamos autorizados a decir. Hasta el día en que la profesora, Lisa Aden, invitó a una persona el viernes anterior a la muerte de Zach. Un escritor. Un escritor extranjero, creo que inglés. No estaba prestando atención cuando la profesora lo presentó, ni tampoco cuando empezó a hablar. No escuché absolutamente nada hasta que el hombre cogió un trozo de tiza y escribió las peores palabras imaginables en la pizarra. Una a una. Entonces todo el mundo prestó atención a la tiza en sus manos y a las palabras que cobraban forma frente a nosotros.
Escribió las palabras en la pizarra y después las leyó en voz alta, como si no se diferenciaran en nada de otras como «sí», «no», «pastel» o «cielo». Junto a la palabra garabateó una fecha. Fechas muy antiguas. Cada palabra tenía cientos de años de antigüedad. Del siglo XIV o XV o XVI. Intenté imaginar a la gente de aquella época diciéndolas, pero no pude.
—Por supuesto, estas fechas —dijo el escritor— se refieren a la primera vez que aparecieron por escrito, pero es muy probable que se utilizaran desde antes. Mucho antes. Pero nadie las puso por escrito. Es algo que suele ocurrir con las palabras tabú. Hasta hace muy poco, la lengua escrita solía ser más formal que la hablada.
Se detuvo y nos miró, como si esperara que dijéramos algo. Me di cuenta de que Lisa Aden había mudado el color. Estaba más pálida de lo normal, salvo las mejillas, donde parecía haberse acumulado toda la sangre de su organismo.
—Por supuesto, algunas de estas palabras no siempre han sido tabú. Y el modo en que las utilizamos hoy en día no es necesariamente el mismo a aquel en el que se utilizaban siglos atrás. Las palabras evolucionan. Estoy seguro de que vuestra profesora os habrá contado cómo la palabra «niña»
[3]
servía originalmente para referirse a los niños de ambos sexos.
No nos lo había contado.
—Esta es mi preferida. —Señaló la palabra con la tiza y la subrayó. El rubor en las mejillas de Lisa se extendió—. Aquí, en América, probablemente sea una de las más escandalosas. Sin embargo, en mi país apenas tiene relevancia. De hecho, normalmente se utiliza como sinónimo de «chaval» o «colega».
—¿Colega? —preguntó Zach. Su voz zumbó en mis oídos pese a que estaba sentado en la parte posterior del aula.
—Tío. Compañero. Hombre.
—Entonces, ¿en su país no dirían «esos tíos de allí»? —preguntó Zach. No me giré para mirarlo—. ¿Dirían «esos…»?
—Sí. —El escritor asintió.
Lisa Aden estaba empezando a sudar. Podía olerlo desde donde estaba.
—¿Y si fueran amigos tuyos? —quiso saber Zach—. ¿O si no estuvieras enfadado con ellos?
—Daría igual —dijo el escritor, y me pregunté qué tipo de libros escribiría aquel hombre. Probablemente guías de viaje no. Mi padre nunca decía «mierda», y mucho menos lo escribiría—. No importa el estado de ánimo. Amigos, enemigos, conocidos. Todos son…
—Mmm —dijo Lisa Aden, pero vaciló.
—¿Y las chicas? ¿Las mujeres? —se interesó Kayla.
—Solo se utiliza para los hombres. Si lo dices de una mujer tiene el mismo significado que aquí. Por tanto, mejor no decirlo. A menos que estés muy enfadado.
Zach parecía fascinado.
—Entonces… mmm… ¿esa palabra no significa lo mismo aquí que en su país? —preguntó Aaron Ling.
—Exacto.
—¿Como cuando los ingleses no dicen «goma de borrar»
[4]
? —preguntó Aaron Ling—. ¿O cuando dicen «elevador» en lugar de «ascensor»? ¿O «piso» en lugar de «apartamento»?
El escritor asintió.
—¿Puedes hablarnos un poco sobre cómo decidiste escribir un libro sobre palabras tabú? —le pidió Lisa Aden.
El escritor se puso a reír.
—Bueno, podríamos decir que mi interés por el tema viene de lejos.
La mitad de la clase también se rió.
—Este es mi primer libro sobre el lenguaje. Antes escribía básicamente libros sobre crímenes reales, los casos más destacados que ocurrían en Glasgow. La gente sobre la que escribía no era santa precisamente. Más bien todo lo contrario. Tipos duros. Empecé a interesarme por las palabras que utilizaban más a menudo, palabras muy… mmm… descriptivas. Entonces empecé a recopilar información y, casi sin darme cuenta, estaba escribiendo un libro sobre el lenguaje soez.
—¿Cuál es la peor palabrota en su país? —preguntó Zach.
—Verás, esa es una pregunta muy difícil. Cuanto más investigo sobre ello más convencido estoy que lo más importante no son las palabras en sí, sino los significados que les otorgamos. Creo que la gente le da demasiada importancia al hecho de si una palabra en concreto es o no ofensiva y suele perder de vista lo que realmente se dice. Por ejemplo, ¿es más ofensivo defender la muerte de los árabes o la muerte de los «putos árabes»? En ambos casos, el problema es el racismo, simple y llanamente.
Se produjo un momento de silencio.
—¿Alguna vez han prohibido un libro suyo? —se interesó Kayla.
—No que yo sepa. No creo que los libros sobre crímenes reales o lenguaje atraigan mucho la atención de los censores. Aunque desconozco el motivo. La mayoría de libros prohibidos ¿no están dirigidos a un público infantil y adolescente? ¿Como aquel sobre dos pingüinos macho que se enamoraban?
La clase volvió a reír. Me pregunté si el libro que había mencionado existía de verdad o se lo había inventado.
—¿Qué pensáis? —intervino Lisa, dirigiéndose a toda la clase—. ¿Por qué creéis que los libros dirigidos a adolescentes son los que más se censuran?
Aunque sabía la respuesta a aquella pregunta, no levanté la mano. La razón es que los adultos no recuerdan cómo eran en su adolescencia. Lo han olvidado completamente. Recuerdan algo salido de una película de Disney y quieren mantenernos a todos ahí dentro. No se sienten cómodos con la explosión de nuestras hormonas, ni con el hecho de que podamos oler el deseo sexual entre nosotros. Que avancemos por los pasillos cargados con un millón distinto de feromonas. Una simple mirada, aunque sea de reojo, nos produce un escalofrío que nos recorre todo el cuerpo hasta llegar a aquellas partes que nuestros padres desearían que no existieran.
Como la mirada que Zach y yo cruzamos justo en aquel momento. Me revolví en el asiento. Todas las terminaciones nerviosas me empezaron a zumbar. Sentí un escozor en todo el cuerpo. Sentí ganas de salir corriendo. Correr lejos, rápido, con energía. Con Zach a mi lado siguiendo mi ritmo.
Poco después de terminar la clase eso es lo que hicimos. Corrimos y corrimos y corrimos.
Pero después de aquella noche no volví a verle.
Cuando mis padres me dijeron que iba a tener una hermanita, o hermanito, no me lo tomé mal. Tampoco me hizo muy feliz. Para ser sincera, no le di demasiadas vueltas. Tenía otros problemas: los médicos, la escuela.
Tenía siete años y el cuerpo cubierto de pelo. Visité muchísimos médicos. Me metieron y sacaron de un montón de escuelas. La siguiente peor que la anterior. Cuando la medicación no funcionaba, me ponía pantalones y camisetas de manga larga. (Intentamos la depilación con cera, la electrolisis, el láser. El pelo siempre reaparecía al cabo de uno o dos días). A veces también tenía que ponerme guantes y bufanda. Incluso cuando estábamos a treinta y dos grados. Los otros chicos creían que era una de esas religiosas ortodoxas o que tenía una asquerosa enfermedad en la piel. No se equivocaban mucho. Siempre se mantenían a una distancia prudencial.
El bulto que no dejaba de crecer en el vientre de mi madre quedaba fuera del alcance de mi radar.
Por tanto, cuando nació Jordan me quedé estupefacta. Las prisas para llegar al hospital. Mi padre gritándole al taxista. Horas y horas de espera junto a la amiga de mamá, Liz, quien insistía en cogerme de la mano, hasta que finalmente me dejaron pasar y vi a mi padre, agotado, sudoroso y sofocado, y a mi madre, aún más agotada, con un diminuto fardo azul entre los brazos.
—Hola, cariño —dijo mamá—. Ven a conocer a tu hermano.
Levanté la cabeza para mirar a Liz y esta me sonrió. Papá asintió.