Mentirosa (26 page)

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Authors: Justine Larbalestier

Tags: #det_police

BOOK: Mentirosa
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Uno de mis parientes aúlla en el bosque. El denso pelo de mis brazos se eriza.

La abuela vuelve a chasquear la lengua.

—Allí es donde deberías estar —dice—. Y no sentada en una mecedora.

DESPUÉS

Aunque no me transformo, estoy a punto de hacerlo.

El domingo, el único de mis tíos que no es un lobo me acompaña a la estación de tren en la tartana. Llevo puesta una camiseta de manga larga y me calo la gorra hasta los ojos para ocultar las cejas que ahora se juntan en el centro, amenazando con extenderse por todo mi rostro. Me duele la espalda y siento un incómodo escozor en los ojos.

Espero que alejándome de la granja, del resto de los lobos, logre invertir la transformación.

Cuando subo a la calesa, los caballos se asustan de mí. Mi tío debe persuadirlos para que nos lleven a la ciudad. Intento no rascarme el espeso pelo que me cubre todo el cuerpo. Me convenzo a mí misma de que está retrocediendo. El corazón me late demasiado deprisa. El dolor me comprime el pecho.

—¿Volverás en verano? —me pregunta mi tío.

No es una persona muy habladora, de modo que la pregunta me sorprende.

—Sí —digo por fin—. Como siempre.

Ninguno de los dos menciona que si la transformación continúa a este ritmo tendremos que dar la vuelta y regresar a la granja. Mi tío emite un gruñido y ahí termina la conversación.

Tardamos una hora en llegar a la estación. Hasta que no nos adentramos en la periferia de la ciudad no estoy segura de que la transformación vaya a menos; pero, finalmente, el corazón recobra su ritmo habitual y el dolor se amortigua.

Mi tío echa un vistazo a mis manos, las cuales han recuperado su aspecto humano, y me deja en la estación. Se aleja sin asegurarse de que el tren llega puntual. No lo hace. Como siempre: puntual al salir de Nueva York; tarde, tarde, tarde en volver a la ciudad.

Aunque tengo hambre, no tengo suficiente dinero ni para comprar una barrita de chocolate en la máquina expendedora. El poco que tenía me lo gasté en el billete de ida y vuelta. Metro-North no llega hasta tan lejos, y viajar en Armtrak es muy caro.

En el tren, todos los pasajeros que me rodean comen algo: McDonald's, bolsas de patatas, sushi. El hombre mayor sentado a mi lado tiene dos bocadillos enormes de carne envueltos en papel encerado que rezuman mostaza y pepinillos. El olor que desprenden me produce un cosquilleo en la nariz. Pego la cara a la ventanilla y contemplo el Hudson mientras me esfuerzo en no pensar ni en la comida, ni en el chico blanco, ni en Zach, ni en nada que provoque una contracción de los músculos de mi estómago. No es fácil. Vuelvo a desear que Zach no esté muerto, que mi vida vuelva a ser como era antes.

Al llegar a Nueva York el pelo ha desaparecido, el corazón me late con normalidad y las manchas se han diluido. Ahora debo encontrar al chico blanco y conseguir llevarlo a la granja.

No creo que me resulte tan fácil como dicen los Mayores.

DESPUÉS

Vuelvo a casa desde la estación Penn a pie. Ojalá tuviera dinero para recargar la MetroCard o la energía suficiente para hacer el trayecto corriendo. Me muero de hambre. El tren iba con dos horas de retraso y después ha tardado otras tres en llegar a la ciudad. Aunque me cuesta pensar en otra cosa que no sea comida, de camino a casa me esfuerzo en buscar indicios del chico blanco.

Cuanto antes le encuentre, antes se ocuparán de él.

Ocuparse
de
él
. Me siento como si fuera de la Mafia.
La Cosa Nostra. Lupo Nostro
. O algo así.

No huelo su rastro. ¿Seré capaz de encontrarle si no quiere que le encuentre?

Los olores de la ciudad son muy distintos a los del campo. Hay tantos entremezclados que es muy difícil rastrear los más antiguos. Aunque tampoco es que el olor del chico blanco sea muy sutil. Sin embargo, estoy buscando en lugares por los que han pasado miles —cientos de miles— de personas. Por no mencionar a los perros, las ardillas, las ratas y, en las proximidades del parque, los caballos. Y los olores asociados a todos ellos, tanto humanos como animales: orina, mierda, vómito, basura, la fetidez de las alcantarillas que se filtra desde el subsuelo. Y también están las bicicletas, los vehículos, los taxis y los camiones con sus humos de la combustión; las obras que huelen a ladrillo, lodo, soldadura, metal oxidado, plástico, yeso, arena, cemento…

Los olores de la comida son los peores: carne asada, perritos calientes estallando bajo el peso de los pepinillos, la mostaza y el
ketchup
, la fruta podrida, los
pretzels
tostados, el algodón de azúcar, los chicles y los escupitajos. El estómago me ruge tan fuerte que es casi doloroso.

Me tapo la nariz con una mano e intento respirar solo por la boca, pero dejo de hacerlo al recordar que debo
rastrear
al chico blanco.

Cuando abro la puerta del edificio de apartamentos no he detectado ni el más mínimo rastro de su presencia y estoy demasiado hambrienta para pensar con claridad.

¿Qué ocurrirá si no le encuentro?

No puedo soportar la idea del chico blanco librándose de su castigo. Pienso en las palabras de la abuela:
Lupus non mordet lupum.

—Los lobos no muerden a los lobos.

No muerden, pero sí matan

ANTES

Me encontré otra vez con el chico blanco. Lo había olvidado.

Estaba con Zach, enrollándonos sobre una manta en su cueva secreta de Inwood.

Sí, había estado allí antes del funeral. Sí, me lo hice con Zach antes de hacérmelo con Sarah y Tayshawn. Era nuestro lugar especial, el mío y el de Zach. No me gustaba la idea de que hubiese llevado allí a otras chicas. Que no fuera solo
nuestro.

De modo que mentí.

¿Cuántas mentiras van ya? Estoy perdiendo la cuenta.

Aunque no creo que sea una de las gordas, ¿no? Me parece que no la incluiré en el recuento oficial. Después de todo, solo le mentí a Sarah y Tayshawn. Bueno, y a ti.

Pero ahora estoy diciendo la verdad: estuve en la cueva con Zach más de una vez.

Lo consideraba nuestro lugar. Incómodo, frío y maloliente, pero nuestro.

Y una vez —con la boca de Zach pegada a la mía, los pantalones cortos por las rodillas, la camiseta medio subida, la piel reaccionando ante sus caricias, el frío, el calor—, una vez, mi piel se contrajo no por el calor ni por el frío sino por la presencia próxima del chico blanco.

Me aparté de Zach, ignorando sus protestas, y me protegí los ojos con una mano para otear el exterior de la cueva. No vi nada, pero sabía que estaba allí fuera. Mi diminuto vello humano había reaccionado a su presencia erizándose súbitamente. Salí de la cueva mientras me subía los pantalones cortos y me bajaba la camiseta. Olí algo que no había detectado antes.

Zach me llamó para que regresara.

Me di la vuelta y le hice callar.

—Shhhh.

Había algo ahí fuera, alguien.

Miré por entre los árboles y arbustos iluminados por el sol. Desde algún punto lejano me llegó el ladrido de un perro. El viento mecía los árboles, haciendo que las ramas y las hojas se rozaran unas con otras. Percibía la mirada de alguien pero no podía verle. Reconocía el olor pero no podía precisar a quién pertenecía. No fue hasta mucho más tarde —después de la muerte de Zach— cuando finalmente relacioné aquel olor con el chico blanco.

Sin embargo, creo que por entonces ya sabía que el olor, que el chico, era peligroso.

HISTORIA FAMILIAR

Antes solíamos ir de vacaciones. Antes de transformarme por primera vez, mis padres intentaban pasar algunos días fuera de casa una vez al año. Nada del otro mundo. Nunca hemos tenido mucho dinero. Un año fuimos a la costa de Jersey, a la casita de una amiga de mamá. Aunque no estaba en muy buen estado —la amiga de mi madre le pidió disculpas— era unas cien veces más grande que nuestro apartamento. Me lo pasé muy bien. Me encantaba llenarme los pulmones con el aire cargado de salitre y arena del océano, que solo quedaba a unas cuantas calles de la casita. Desde el tejado podía contemplarlo: vasto, azul, salpicado de puntitos blancos. Ni rastro del gris oleaginoso típico del Hudson y el East River.

Fuimos a nadar todos los días de la semana. Nuestra piel —incluso la de mamá— estaba más cálida, morena y feliz. Ojalá hubiéramos podido quedarnos allí para siempre.

En otra ocasión, papá tuvo que escribir un artículo sobre un nuevo modelo de autocaravana. Viajamos con ella hasta Florida, deteniéndonos cada día en un camping distinto. No podíamos permitirnos ir a Disney World, pero pasamos por delante de carteles que lo anunciaban. Era tan divertido estar lejos de la ciudad, visitar lugares nuevos cada día, que no me importó demasiado.

Papá me compró mi primer algodón de azúcar para compensarme por lo de Disney World. Era grande, azul y sus dulces ácidos químicos se disolvieron en mi lengua. Me lo comí lentamente, saboreándolo, deseando poder comer cada día algodón de azúcar.

Nos bañamos en el océano en Carolina del Norte, Carolina del Sur, Georgia y Florida. Era el mismo océano en todos los estados. El mismo océano que en la costa de Jersey. De pequeña, no le encontraba sentido. Me parecía algo mágico.

Después de la primera transformación no hubo más vacaciones. Al menos para mí. Era la ciudad, la granja o nada.

Una vez lo sugerí. Le pregunté a mamá si podíamos ir a Francia, donde ella había nacido. Me miró fijamente, con una mirada que decía
estás loca, tú no irás nunca a ninguna parte.

—No tenemos dinero —me dijo. Aunque lo que en realidad estaba pensando era:
¿Cómo va a viajar un lobo
?
¿Y si olvidas tomarte la píldora y te transformas en el avión
?
¿O en la habitación de un hotel
?
¿O en las calles de una ciudad extranjera
?

Para ti se han acabado los viajes, Micah. Para siempre.

La transformación cerró de golpe todas las puertas de mi vida.

DESPUÉS

Aunque llego a casa tarde, mis padres están aún despiertos, los dos sentados a la mesa de la cocina, ansiosos por hablar conmigo. Intento no gruñir.

—¿Cómo ha ido? —pregunta papá antes de que pueda dejar la mochila en el suelo o ir al baño, o pedir (rogar) algo que llevarme a la boca.

—Bien —digo.

—¿Todo el mundo está bien? —pregunta mamá, aunque en realidad le importa bastante poco. No soporta a la familia Wilkins. Y ellos tampoco la soportan a ella. Pero ninguno de ellos se molestaría en fingir interés por su bienestar.

Sus preguntas me ponen nerviosa. Esto no tiene nada que ver con el viaje; hay algo más. Me ruge tanto el estómago que es imposible que no lo hayan oído. Nadie me ofrece comida.

—Me ha pasado una cosa muy curiosa —dice papá—. Me he cruzado por la calle con tu profesora de biología, la señorita Shoji. Me ha preguntado cómo estabas. Se lo he dicho y ella me ha contado que unos perros mataron a Zachary Rubin. Una noticia terrible, aunque también es un alivio saber por fin qué le ocurrió realmente. Pensaba que yo ya lo sabía.

—Perros —dice mamá—. ¿Por qué no nos lo dijiste?

Me dejo caer de espaldas contra la nevera, con la mochila ejerciendo de amortiguador, y cierro los ojos. El estómago empieza a rugirme todavía más. Por culpa del hambre, también tengo un dolor de cabeza colosal. Tenían que descubrirlo un momento u otro. Tengo suerte de que no lo hayan visto en los periódicos.

—No fui yo —digo finalmente—. De verdad.

—Llegaste a casa descalza, vestida con la ropa de otra persona —dice papá—. La tuya quedó destrozada.

Ya lo sé. ¿Por qué papá me dice algo que ya sé?

—Yo no le maté.

—¿Cómo estás tan segura? —pregunta papá. Tienen los ojos húmedos. Mi padre casi nunca llora.

—Porque lo recordaría. Recuerdo todas las presas que he matado.

Papá se estremece ante la palabra. Mamá aparta la mirada. Yo insisto.

—Todas y cada una de ellas. Jamás he matado nada más grande que un ciervo.

—Los ciervos pueden ser muy grandes —precisa mamá. Tiene los labios muy apretados, pero sus ojos parecen secos—. Zach era delgado.

—Medía metro noventa y cinco. Pesaba mucho más que un ciervo —digo. No estoy segura de eso. Algunos de los ciervos que he cazado debían de pesar unos setenta y cinco kilos—. Además, nunca he matado un ciervo yo sola. Hilliard siempre me acompaña. Y mis primos.

—La policía está segura de que fueron perros. ¿Crees realmente que unos perros pudieron hacerle eso, Micah?

—Supongo que de haber sido un lobo lo sabrían. ¡Lo dirían!

Mis padres se quedan en silencio. La diminuta cocina está saturada de descrédito, tristeza, decepción. El aire apesta a todo eso. No creo que pueda soportarlo. Si estuviera en mi forma de lobo, tendría el pelo de punta.

—Hay otro —digo finalmente—. Otro lobo. Por eso he ido a ver a los Mayores, para hablarles de él. Para preguntarles qué debo hacer. Me han dicho que he de llevarlo a la granja. Estoy segura de que fue
él
quien mató a Zach. Me ha estado siguiendo. Me vio con Zach. Creo que… —No estoy segura de lo que creo—. Creo que le mató para atraer mi atención. Supongo que debió de olerme en él —digo antes de darme cuenta de lo que he dicho.

—¿Olerte en Zachary? —pregunta mamá. Aunque su tono de voz parece calmado, está furiosa. Endereza la espalda. Comprime aún más los labios—. ¿Y por qué tendría que oler a ti? A menos que nos hayas mentido. Otra vez. ¿Seguías viéndole? ¿Seguías besándole? ¿Hacíais el amor? Nos prometiste que no lo harías. Dijiste que solo había pasado una vez y que ahora solo erais amigos. ¿Nos mentiste?

—Zach está muerto…

—Micah —dice papá—. Ya vale. Has de contarnos qué ocurrió. ¿Te transformaste aquel fin de semana porque…? —Deja la pregunta en el aire. No se siente cómodo con la ecuación en la que una variable es su hija y otra el sexo.

—Ya os lo dije. Os conté lo que ocurrió. Lo olvidé —digo—. Olvidé tomarme la píldora. No me di cuenta. Cuando empecé a transformarme ya no tenía tiempo de volver a casa.

—¿Y te ocultaste en el parque de Inwood?

Asiento.

—¿No te acercaste a Central Park? —pregunta papá. No me cree.

Niego con la cabeza. Estoy diciendo la verdad. ¿Por qué no me creen? De acuerdo, sé por qué no me creen. Pero ¿no pueden pensar racionalmente? ¿Cómo puede un lobo recorrer la distancia entre Inwood y Central Park sin llamar la atención? Son más de
cien
manzanas. Es imposible. Tuve muchísima suerte de poder llegar a Inwood antes de que se completara la transformación.

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