—Es él —digo—. El asesino de Zach.
—No quería hacerlo —dice el chico.
—Mon dieu
—dice mamá tapándose la nariz con una mano.
No hay forma de evitar al chico en la diminuta cocina. Está tendido en el suelo, con expresión huraña. Sin aire fresco que mitigue el olor, su hedor es más insoportable aquí que en la calle. Los tres estamos apiñados en el pasillo, sin atrevernos a acercarnos más a él. Me pregunto si yo también apesto después de estar a su lado las últimas horas. Me duele la mano y necesito una ducha.
—¿Por qué le has traído aquí? —Papá también se tapa la nariz.
—Porque no me creíais. Bueno, pues aquí le tenéis: el chico que mató a Zach.
Los tres le miramos fijamente. El chico se encoge, pegando las rodillas al pecho.
—Fui yo —admite.
—¿Es un lobo? —pregunta mamá.
—Solo una vez —dice el chico—. Me gustó. Ella dice que puedo volver a serlo. Una vez al mes.
Mamá y papá cruzan una mirada. Es evidente que ahora me creen. Puede que me permitan quedarme.
—Está asqueroso —dice papá—. Voy a llenar la bañera.
La bañera de hecho es una media bañera. El cuarto de baño es diminuto. Por muy escuálido que sea el chico, tendrá problemas para caber en ella.
—No quiero. No me gusta el agua.
—No hace falta que lo digas —digo.
—Vamos —dice papá—. Te dejaré como nuevo. Y después te prestaremos ropa limpia.
—No me gusta el agua. —No hace ademán alguno de moverse.
—Eso ya lo veo —dice papá—. Pero te bañarás, aunque tenga que llevarte a rastras.
—Si no vas con papá, no te llevaré a la granja.
—¿La granja de los lobos?
—Sí, la granja de los lobos. Pero antes tienes que bañarte. Los lobos son animales muy limpios.
—Vale —dice, y empieza a levantarse, lentamente. Mamá y yo nos pegamos a la puerta de entrada para evitar tocarle, enredándonos con los abrigos que cuelgan del perchero.
—Por aquí —dice papá, como si se pudiera ir hacia otro sitio. El chico le sigue.
—¿Te ayudo? —pregunta mamá.
Papá niega con la cabeza, conduce al chico hasta el cuarto de baño y cierra la puerta a su espalda. Unos segundos de silencio y entonces el chico empieza a gritar, pero su voz es tan estridente y agitada que no entiendo ni una sola palabra. El agua parece estar salpicando todo el cuarto de baño.
—¿Está seguro Isaiah? —pregunta mamá—. No le hará daño, ¿verdad?
Pego la oreja a la puerta. Papá está hablando en voz baja, intentando tranquilizar al chico, persuadirle.
—Papá está bien. —El chico está enfadado pero no rabioso—. No le pasará nada.
—Pero mató a Zach —dice mamá—. ¿Estás segura?
Asiento.
—¿No es lento? ¿Entiende lo que le dices?
—Es un poco lento pero lo entiende. Es como yo. Tendrías que ver cómo corre. No tiene ningún estilo. Totalmente descoordinado, pero corre tan rápido como yo.
—Oh —dice mamá.
—Sí. No hay ninguna duda. —Recorro todo el pasillo, retorciéndome para pasar junto a mamá. No es muy largo. Voy desde la puerta de entrada hasta mi habitación pasando junto a los abrigos, la cocina, el cuarto de baño y el dormitorio de mis padres. Unos quince pasos no demasiado largos. Y después hago el recorrido a la inversa. El agua se filtra bajo la puerta del cuarto de baño. Pero han cesado los gritos. Mamá coge un trapo de cocina y lo embute bajo la puerta.
—¿Dónde le encontraste?
—Él me encontró a mí. No lo sabía, mamá. No sabía que vivía en la calle. ¡Un vagabundo! El chico no tenía ni idea de lo que le sucedió. No sabía que era un lobo.
Mamá parece afligida. Apoya una mano en mi hombro. Es la primera vez que me toca desde ayer por la noche. Me siento tan aliviada que me saltan las lágrimas.
—No tiene familia que le diga lo que es, mamá. No tiene casa. Y no creo que haya ido mucho a la escuela. Ni siquiera tiene para comer. ¿Te has fijado en lo delgado que está?
—Sí. Es un desastre. La granja le sentará bien —dice mamá—. Los Wilkins le ayudarán. —Entra en la cocina, abre las ventanas y, después, coge la fregona y empieza a limpiar el suelo.
Deambulo por el pasillo. No es el momento de contarle lo que los Mayores planean hacer con él. Cada vez que paso por delante del cuarto de baño el olor es menos desagradable. Probablemente, papá esté eliminando pruebas. La sangre y el ADN de Zach bajo sus uñas. Aunque tampoco importa demasiado; no tenemos intención de entregarlo a la policía. Pero, aun así, me incomoda.
Imagino cómo quedó pegada allí la sangre y el ADN de Zach y siento un repentino estallido de ira.
No puedo esperar a llevarlo a la granja. A que los Mayores lo descuarticen miembro a miembro. Ojalá me dejaran participar. Licántropos castigando a uno de los suyos. Me pregunto si existirá algún tipo de ritual para aquellos casos. Aunque lo dudo. Los Mayores no son muy dados a los rituales. Se limitan a hacer las cosas como siempre se han hecho.
Quiero hacerlo a lo grande. Celebrar la muerte del chico blanco con fuegos artificiales. Aunque no creo que me permitan hacerlo en la granja. Los caballos se asustarían y mis parientes huirían al bosque. A los lobos no nos gusta mucho el fuego ni los sonidos estridentes. La mayoría de las veces es un disparo de escopeta y una bala en el costado.
Pero él
sabía
que era Zach.
Tu chico
, había dicho.
Papá abre la puerta del baño, asiente con gravedad y vuelve a cerrarla a su espalda antes de que pueda echar un vistazo.
—Se llama Pete —dice papá antes de desaparecer en su dormitorio.
¿Pete? No se me había ocurrido preguntarle su nombre. No se me había ocurrido que pudiera
tener
uno. Papá vuelve con algo de ropa y una toalla y entra de nuevo en el baño.
Tengo la sensación de que papá está disfrutando con aquello.
Yo no. Y mamá tampoco. Sigue en la cocina, limpiando.
Me pregunto qué pensará de todo esto el chico blanco. Pete.
Limpio, el chico blanco sigue teniendo mal aspecto. Su cuerpo está lleno de costras y cicatrices, y el ojo morado por culpa de mi puñetazo ha adquirido una chillona tonalidad mezcla de verdes, azules y púrpuras. Me sonríe, aunque lo único que consigue es tener un aspecto aún más espantoso y que mi corazón se contraiga por la culpa. ¿Cómo he podido golpear a alguien tan abatido y patético?
Papá hace inventario de todas sus heridas, las viejas y las nuevas. Le ha vendado las costillas lo mejor que ha podido.
—Creo que tiene al menos una rota —me dice, y yo intento no encogerme de vergüenza—. Pete ha tenido una vida muy dura.
Ni que lo digas. Y cuando le llevemos a la granja empeorará aún más. Pero una parte de mí quiere verle muerto. Quiero recuperar mi vida. Estoy deseando entregar la de Pete a cambio. Mató a Zach; se merece el castigo de los Mayores.
Papá está al teléfono, intentando conseguir un coche. Mamá le entrega al chico una bolsa de hielo. Me apoyo en la nevera y le observo.
—Frío —dice el chico, y deja caer la bolsa.
Mamá la recoge.
—Es para el ojo —le dice.
—¿Mi ojo? —pregunta. Está sentado encima de la mesa, debajo de las bicicletas. Se ha comido prácticamente toda la comida que teníamos, incluidos cuatro cuencos de cereales. La ha devorado con más ansia de la que yo he demostrado nunca, acercándose a él todos los platos, por si acaso nos arrepentíamos y se los quitábamos. No puedo evitar pensar que probablemente esta es su última comida.
Me mira en busca de confirmación.
—Sí —le digo—. Para la hinchazón.
Permite que mamá le ponga la bolsa en el ojo.
—¿Hay más comida? —pregunta el chico.
Mamá le sirve otro cuenco de cereales con la poca leche que queda. El chico los devora, con una mano sosteniendo la bolsa de hielo y con la otra metiéndose cucharadas de cereales en la boca.
El chico está más delgado de lo que imaginaba. La ropa que le ha prestado papá le cuelga del cuerpo, como si estuviera hecho de cuerda y alambre. También comprendo que es más joven de lo que pensaba. Parece más cerca de los doce que de los catorce. Eso podría explicar su estupidez. O puede que hayan sido todas las palizas que ha recibido. O la falta de comida. Daños cerebrales o malnutrición, o ambas cosas. Mamá le pregunta cuándo fue la última vez que comió. El chico se encoge de hombros.
Mamá mueve la cabeza y chasquea la lengua. Por un segundo me recuerda a la abuela. No se lo digo.
—¿Estás seguro de que mataste a Zachary? —le pregunta. Se sienta frente a él y le sonríe afectuosamente.
El chico deja de comer un instante para asentir.
—Fui yo —dice casi con satisfacción. Un copo de cereal sale disparado de su boca.
Mamá le limpia discretamente otro copo pegado en su mejilla. Sé que está esforzándose por comprender.
—¿Dónde naciste, Pete?
—No sé.
—¿De dónde son tus padres?
—No sé.
—¿Qué les pasó?
El chico se encoge de hombros.
Mamá suspira.
—¿Por qué no vives en un orfanato? ¿O con una familia de acogida?
—No sé.
—¿Duermes en la calle?
—Y en los parques. Bancos. Escaleras de edificios. En las alcantarillas. Puedo dormir en cualquier parte. —Parece orgulloso de sus habilidades para encontrar un lugar donde dormir.
—Mon dieu
. ¿Sabe alguien cómo vives?
Levanta la cabeza. Los cereales han desaparecido.
—¿Qué quieres decir?
—¿Tienes algún amigo? ¿Alguien que cuide de ti?
—No. Estoy solo. —No está triste ni enfadado. Las cosas son así, punto.
—¡No puedo creer que vivas así! —dice mamá subiendo el tono de voz. Parece muy enfadada por la situación del chico—. ¿Sin ayuda ni consuelo? Pete, no está bien.
El chico se encoge de hombros.
Mamá retira el plato, encoge la cabeza para evitar las bicicletas y lo limpia en el fregadero. Tiene los ojos enrojecidos.
—¿Cuándo iremos a la granja? —pregunta Pete.
—En cuanto consigamos un coche —le dice mamá, y deja el plato en el escurridero que hay encima del fregadero.
El chico asiente. Por lo menos ya no apesta. Aunque sigue despidiendo un olor extraño. Haría falta quitarle todas las capas de piel para deshacerse de él. Puede que nunca llegue a oler normal, ya no digamos bien.
Aunque tampoco importa demasiado; no le queda mucho tiempo.
—Tengo un coche —anuncia papá—. Volveré dentro de media hora. Esperadme en la calle. Os llamaré cuando esté cerca.
—Bien —dice mamá—. Date prisa.
El sol empieza a filtrarse por las ventanas. Voy a mi cuarto y me tomo la píldora.
A veces creo que Zach no sentía lo mismo que yo sentía por él. Vale, a veces no. Solía pensarlo bastante a menudo. Aunque tampoco estuvimos juntos mucho tiempo. Aquel invierno y parte de la primavera. Después estuve fuera todo el verano. Y a principios de otoño murió.
No intentó ponerse en contacto conmigo en todo el verano. Aunque he de admitir que tampoco era fácil. No tenía internet ni teléfono. Le di la dirección de la gasolinera para que me escribiera. ¿Pero quién escribe cartas hoy en día?
Yo le escribí una:
Querido Zach, Corro cada día. No sé cuántos kilómetros exactamente. No tenemos ninguna pista ni nada de eso. Hago estiramientos. Subo las rodillas hasta la cara y todo eso. No es muy difícil. Soy más rápida.
Nos vemos en otoño.
Micah.
No le envié besos ni recuerdos ni le dije que le echaba de menos. Pero le echaba de menos.
Aquel fue el verano más largo de mi vida. Me hubiera gustado ser un lobo todo el tiempo. Cuando era un lobo todo era dorado. Cuando era humana, el tiempo pasaba muy lento, echaba de menos a Zach y me ponía enferma porque no sabía nada de él.
Ojalá hubiéramos tenido más tiempo.
Puedo contar el tiempo que estuve con él en minutos.
A veces pasaba una semana —dos incluso— sin verle. Un fugaz vistazo en la escuela, el rastro de su olor. Nada real.
Él no me echaba de menos como lo hacía yo.
Él no me amaba como le amaba yo.
No tenía un corazón constante como el mío.
Sí que tengo un hermano.
Tenía
un hermano.
Nada me gustaría más que haberme inventado a Jordan. Murió.
Yo tenía doce años. Él tenía diez. Fue un accidente. En casa nunca hablamos de su muerte. Ni siquiera soy
capaz
de pensar en ello.
Papá tarda bastante más de media hora en aparecer. Uno de sus amigos periodistas le ha prestado el coche. Está abollado y su velocidad punta es de unos sesenta kilómetros por hora. Papá conduce. Mamá se sienta a su lado. Yo voy detrás con el chico blanco. Les acompaño porque mis padres quieren que lo vigile de cerca. Me negué, pero ellos insistieron, e inmediatamente el chico blanco aseguró que no iría a ningún sitio sin mí.
Y aquí estoy, en un coche tan pequeño que oigo la respiración de mis padres desde el asiento trasero. Hemos bajado las ventanillas pese al frío que hace porque el chico sigue oliendo muy mal. No habla nadie. El chico mira por la ventanilla. No ha apartado la vista del paisaje desde que salimos de la ciudad y nos internamos en el campo.
Cada vez estoy más segura de que no está del todo bien de la cabeza.
Cuanto más nos alejamos de la ciudad, el otoño se hace más patente. Los árboles que flanquean la autopista se han convertido en llamas; las tonalidades doradas, rojas y granates lo dominan todo hasta donde alcanza la vista. En la ciudad, la mayor parte de los árboles siguen teniendo un exuberante color verde. El otoño se retrasa. Me alegro. No me apetece pasar mi primer invierno sin Zach.
—¡Vacas! —anuncia el chico—. ¡Y otra más! ¡Y otra! ¡Y otra! ¡Cinco vacas!
Por lo menos sabe sumar.
—¡Siete vacas!
Este va a convertirse en el viaje en coche más divertido de la historia. Lento, frío y con un erudito cuentavacas para entretenernos. Matadme ya.
—¡Once vacas! ¡Dos caballos!
Por favor, que no cuente y nombre todos los animales que ve por la ventanilla.
—¿Nunca habías visto una vaca? —pregunta papá.
—No —contesta el chico.
Mamá se gira para mirarlo a la cara.
—¿Alguna vez has salido de la ciudad?
El chico no gira la cabeza. Sigue observando el paisaje por la ventanilla.