Mentirosa (33 page)

Read Mentirosa Online

Authors: Justine Larbalestier

Tags: #det_police

BOOK: Mentirosa
7.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Soy un lobo —vuelvo a decir. No puedo evitarlo. Finalmente le he contado la verdad a alguien y… esto es lo que consigo a cambio.

—Soy una científica, Micah.

—Puedo demostrarlo. Envía mi sangre a otro laboratorio…

—Micah,
crees
que eres un licántropo —dice con voz neutra. Yayeko empieza a entender por qué mis padres me echaron de casa. Tengo que convencerla de lo contrario.

—Soy un lobo, Yayeko. Pídele a mis padres que te dejen entrar en mi habitación. Hay una jaula. Una jaula metálica muy grande, con una tela encima para que parezca un escritorio. Es el mueble más grande que tengo.

—¿Una jaula? Micah, ¿de qué estás hablando?

Lo dejo estar. Mamá y papá nunca le permitirán verla.

—¿Todo esto es porque unos perros mataron a Zach? —pregunta Yayeko.

—¡No!

—¿Crees que fuiste tú? Todo esto lo provoca el sentimiento de culpa por la muerte de tu novio, ¿verdad?

—Zach no era mi novio —digo automáticamente—. Y yo no le maté. Zach no tiene nada que ver en esto. Tiene que ver con quién soy. Con lo que soy. Sé que suena… Sé que parece una locura. Por eso nunca se lo he contado a nadie. Pero puedo demostrártelo.

Yayeko me mira fijamente. Creo que está asustada, pero no porque crea que soy un lobo.

HISTORIA PERSONAL

Contar la verdad te da fuerzas.

Contarle la verdad a Yayeko me ha dado fuerzas. Incluso aunque no me creyera, me ha hecho sentir más real, más como una persona.

Antes pensaba que no era nada: ni negra, ni blanca; ni una chica, ni un chico; ni humana, ni lobo. Ni peligrosa, ni completamente inofensiva. Ni loca, ni completamente cuerda.

Me sentía menos que nada.

Pensaba que la mitad de todo equivalía a nada en absoluto. Era una no-persona que no pertenecía a ningún sitio. Ni a la ciudad, ni a la granja.

Nunca he sabido qué era. Si no soy algo completo, entonces ¿qué soy? ¿Quién soy? ¿Algo intermedio?

¿O nada?

Ahora ya no pienso igual: la mitad de todo es algo, no nada.

Un montón de
algos.

DESPUÉS

Esto es lo que pensaba que sucedería. Esto es lo que podía suceder. Esto es lo que
ha
sucedido.

Vamos a una pista de atletismo de una escuela pública donde la hija de Yayeko está entrenando con su equipo de baloncesto femenino. Yayeko habla con el entrenador, un hombre delgado y de músculos fibrosos, como un corredor de maratón. Un silbato plateado rebota contra su pecho cuando se mueve. No se que le dice pero acepta que corra junto a sus velocistas. Una carrera de cien metros.

Se sitúan en posición, colocando los pies en las cuñas. Todos son más pequeños que yo. Salvo un chico, demasiado musculoso y alto para tener catorce años.

Nunca he competido. Nunca he puesto los pies en una cuña. Les observo y me dedico a imitarles. Coloco las manos con precisión ante la línea, como hacen todos. El chico musculoso repara en mi presencia y me sonríe burlonamente. Está convencido de que va a sacarme de la pista. Yo no estaría tan segura.

Cuando el entrenador hace sonar el silbato, pierdo el equilibrio, pero consigo estabilizarme, levanto mucho las rodillas, me impulso con los codos. Hago todo lo que me enseñó Zach. La pista es esponjosa, el material con que está hecha me ayuda a impulsarme hacia delante. Corro más rápido de lo que lo he hecho nunca. Supero al resto de corredores. Fácilmente. Noto cómo el aire me golpea las orejas. La pista se curva. El mundo se desdibuja a mi alrededor. Me siento tan bien que sigo corriendo más allá de la línea de llegada antes de detenerme.

Vuelvo junto a Yayeko y el entrenador a paso ligero. Me están mirando boquiabiertos.

—Joder, tía —dice el chico musculoso. Él también me mira con la boca abierta. Como el resto de los corredores. Si no la cierran pronto, les entrará una mosca, diría la abuela.

El entrenador consulta el cronómetro, me mira y vuelve a consultarlo. El silbato que cuelga de su cuello se agita con cada movimiento.

—Un poco más de ocho segundos y medio —dice finalmente—. Tiene que ser un error.

Acabo de batir la marca mundial masculina. No, acabo de destrozarla. Miro a Yayeko y le sonrío. Está lívida.

—Tendremos que repetirlo —dice el entrenador.

Me río.

—¿Quiere ver cómo corro los mil quinientos?

HISTORIA PERSONAL

Es posible que fueran diez segundos.

Estoy mareada.

Demasiadas mentiras.

Estaba segura de que lo haría mucho mejor.

¿Cuántas mentiras van ya? ¿Ocho? ¿Nueve? ¿Diez? Ni siquiera sé cómo llevar la cuenta.

El tejido de mi vida empieza a desenmarañarse. ¿Hay algo de verdad en todo lo que he dicho?

Hace frío aquí. Y está muy oscuro. No hay ventanas.

El asidero resbala de mis manos. Los engranajes chirrían. ¿Hay algo que sepa con seguridad que es cierto?

¿Alguna verdad genuina, auténtica, real?

¿Algo?

Soy un lobo.

Un lobo. Hasta el mismísimo tuétano de mis huesos. Cada célula. Cada fibra de mi cuerpo.

Lobo=yo.

Eso es lo único que me queda.

DESPUÉS

Sé lo que es real y lo que no lo es.

Es verdad que corrí por la pista de atletismo. Demostré lo que soy. Pero no como lo he contado.

Esto es lo que sucedió realmente.

Yayeko no me cree. Aunque finge que sí. O al menos deja que me quede en su casa. Me presenta a su hija; tiene catorce años y se muestra un poco recelosa. Megan sostiene una pelota de baloncesto a su espalda y se queda en el umbral de la puerta, el pelo cubriéndole los ojos. Es bajita. Incluso más que Yayeko. Juega de base.

—¿Quieres hacer unos tiros? —le pregunto. De camino hasta aquí, he visto una canasta sin red en una de las paredes del edificio.

La chica sigue mirando el suelo.

—Responde, Megan.

Megan murmura algo.

Llega la madre de Yayeko, arrastrando una maleta con ruedas, enfundada en un traje. Es una mujer pequeña, elegante y educada, aunque algo fría. Me sonríe. Me hace sentir demasiado grande y torpe. Cenamos comida libanesa. Después, friego los platos y la madre de Yayeko los seca. En cuando terminamos, desaparece en su habitación. Hace rato que Megan ha desaparecido en la suya.

Oigo a Yayeko hablar por teléfono a través de la puerta de su dormitorio. Primero llama a mis padres. Yayeko no participa mucho en la conversación. Debe de estar hablando con papá, quien no parece muy interesado en lo que tiene que decirle. Me doy cuenta de que Yayeko intenta no levantar la voz. Cuelga. Me pregunto qué le habrá dicho papá. «¡Mantén alejado de mí a ese monstruo!» O algo aún peor.

La siguiente llamada es un poco más larga. Pero no la siguiente. Nadie quiere hacerse cargo de mí.

Yayeko vuelve a la cocina, parpadea al verme y se sienta al otro lado de la mesa.

No creo que esto funcione.

Me habla de convertir el sofá en una cama, se pregunta si es prudente que vuelva a la escuela. Después de todo, tengo pagado todo el curso. Ella sigue hablando sobre esto y lo otro, mientras yo asiento y gruño y me planteo si lo mejor que puedo hacer es volver a la granja.

Y entonces cambia de tono.

—No hay nada malo en ser una chica, Micah. De verdad.

«Otra vez», pienso, pero no digo nada.

—Tienes que aceptar quien eres.

Tiene razón, aunque no por lo que ella cree.

—No quiero ser un chico —le digo—. En serio.

No sé qué está pensando Yayeko. Pero lo descubro unos días más tarde. Mientras habla sobre negar mi feminidad, está pensando en sustituir las píldoras de verdad por unas falsas de azúcar. Y lo hace.

El tercer día después de llegar a su casa, me transformo.

DESPUÉS

Me despierto a las 5 de la madrugada. Estaba soñando con un bosque y un ciervo. Estoy acalorada, sudorosa y sé por qué.

He tirado la manta al suelo. En la sábana hay unas cuantas manchas de sangre.

Me pica todo el cuerpo. No, peor aún, es como si la piel quisiera separarse de la carne. Un pelo espeso me recubre los brazos, la espalda, todo mi cuerpo. Me estalla la cabeza, los ojos. Todo se difumina. Me duelen los músculos, los huesos. Los dientes se desplazan solos, se hacen más grandes, se mueven. La mandíbula se desencaja.

Me caigo del sofá con un ruido sordo. La sacudida resuena por todo el apartamento.

Oigo pasos. Yayeko, su hija, Megan, su madre. Sus respiraciones me hacen daño en los oídos. Mis manos y pies resbalan en el suelo porque ya no son manos y pies, sino garras y patas.

Estoy agachada, mi espalda se tensa, se alarga. Oigo aullidos. Creo que soy yo.

Los olores me hacen enloquecer. Olores humanos: sal, sudor, carne, sangre, miedo.

Huelo a presa.

Muchas presas.

Siempre estoy hambrienta cuando me transformo

HISTORIA PERSONAL

El primer recuerdo que tengo de mi vida es estar mirando los ojos de un lobo. Eran enormes, azules. Yo era tan pequeña que, cuando el lobo me miró, me olisqueó y me lamió, solo podía verle los ojos. Observé fijamente aquellos ojos lobunos.

Aunque no era ningún lobo, sino un husky. El perro de la pareja que antes vivía en el apartamento de al lado.

Recuerdo que me encantaba su olor. Recuerdo que aquel olor me hacía sentir en casa. Por entonces solo era un bebé. Mucho después les pregunté a mis padres por aquel perro. Me dijeron que la pareja de ancianos se había mudado antes de que naciera Jordan. Antes de que yo cumpliera los dos años.

—Es tan cruel —dijo mamá—. Tener un perro como ese en un sitio tan pequeño.

Me pregunto si el lobo en aquel perro podía ver al lobo que había en mí.

Me aceptó sin dudarlo. Me dejaba tirarle de la cola, apoyarme en su estómago y quedarme dormida junto a él.

Los lobos no mienten. Ni tampoco lo hacen sus relaciones. Nos reconocimos mutuamente.

No volví a sentirme como en casa hasta que conocí a Zach.

Pero en él no había ningún lobo.

DESPUÉS

Huelo la sangre corriendo por las venas de la más alta. También lo huelo en las otras dos, oculta detrás de la sal, el agua y el miedo. Su miedo desprende un olor delicioso. El olor de la presa.

Me acerco a ellas, gruñendo. Estoy hambrienta; la saliva resbala por entre mis dientes, escurriéndose por mi mandíbula. La más pequeña retrocede. La mayor se mueve con ella. Sus movimientos son lentos, extraños. Incluso sin mis parientes, son presas fáciles. Pese a todo, me gustaría que Hilliard pudiera ver cómo las acorralo.

La más alta da un paso hacia delante. No huelo su miedo.

La pequeña vuelve a moverse.

Doy un salto.

Pero la más alta se interpone entre mis colmillos y mi presa. Caigo encima de ella y la abato, los colmillos al aire.

La pequeña y la vieja lloriquean y gimotean. Le suelto un zarpazo a esta última y cae al suelo como un peso muerto. Se queda inmóvil. Huelo a orina. La pequeña se queja como si ya la hubiera destripado. Me preparo para volver a saltar.

Pero la más alta me observa desde el suelo, mientras su garganta produce unos sonidos graves.

Reconozco ese sonido.

Me doy la vuelta y me concentro en la pequeña. Estoy hambrienta y, con sus gemidos, me está rogando que coma de ella.

La más alta alarga un brazo y apoya su mano en el pelaje que me recubre el cuello, desliza sus dedos, me obliga a mirarla. Mi saliva resbala hasta su rostro.

Continúa emitiendo el mismo sonido grave, firme, seguro, inalterable.

—Micah —está diciendo. Una y otra vez.

Mi nombre.

—Micah —dice Yayeko.

Tengo hambre. Soy un lobo.

—Micah, Micah, Micah, Micah, Micah, Micah, Micah.

Me gustaría decirle: «Micah es un lobo». Pero los lobos no pueden hablar.

Megan está recostada sobre su abuela, llorando.

—Micah —dice Yayeko, una y otra y otra vez—, Micah.

Su voz empieza a adormilarme; el sueño se impone al hambre.

Apoyo la cabeza en mis patas mientras recuerdo qué se siente al tener dedos

DESPUÉS

Yayeko por fin me cree.

Quiere hablar con la gente del Centro de Biología Genómica y de Sistemas de la Universidad de Nueva York. Estudió allí y tiene una amiga que también lo hace. Tiene otra amiga en el laboratorio de ciencia deportiva de Fordham. Ellas pueden determinar hasta qué punto estoy fuera de los límites de lo humano.

No estoy segura.

El lobo no es solo mi secreto. También lo es de toda mi familia. La abuela y la tía abuela morderán a cualquiera que intente quitarles un poco de sangre. Ellas no creen en la ciencia.

Ni en la civilización.

No se llevan bien con los forasteros. No quieren que nadie descubra lo que son. Por Dios, no
quieren
saber lo que son, ni cómo funciona la transformación.

Pero yo sí quiero saberlo.

Si hacen más análisis y estos demuestran lo que sé que demostrarán, Yayeko cree que conseguirán fondos para estudiarme. Podría pagarme la universidad. Sería el proyecto de investigación de otra persona, una rata de laboratorio remunerada.

Si dejo que me hagan pruebas.

Si les muestro lo que soy.

Pero ¿qué tipo de vida sería esa? Me convertiría en un monstruo peor del que ya soy.

Hay becas deportivas. Una vez Zach me preguntó sobre eso. Lo único que me impedía hacerlo era papá repitiéndome que debía ocultar mi naturaleza. Pero ahora no tengo ningún impedimento: puede correr lo suficientemente rápido para conseguir una beca; aunque no tanto para asustarlos.

Tengo opciones.

Pero esta es muy fácil: no puedo traicionar a mi familia, a mi
verdadera
familia, a los Mayores, a todo el mundo en la granja. No quiero que Pete pierda su nueva casa.

Iré a la escuela. Una buena escuela con un buen programa de atletismo y un buen departamento de biología. Descubriré qué soy.

MENTIRA NÚMERO DIEZ

Esto es más una omisión que una mentira. No sé cómo catalogarla: ¿es solo una omisión o son muchas? ¿Cuántas omisiones hacen falta para considerarlo una mentira?

No he mencionado a los periodistas. No he dicho nada sobre cómo tenía que abrirme paso por entre una multitud de periodistas para llegar a la puerta de la escuela, las preguntas lanzadas al aire, el acoso de las cámaras. Mi fotografía en todos los periódicos. La de Tayshawn. La de Sarah.

Other books

Blood Magic by Tessa Gratton
Love Required by Melanie Codina
In God's House by Ray Mouton
The Riviera Connection by John Creasey
Chocolate Sundae Mystery by Charles Tang
Good Sex Illustrated by Tony Duvert