Metro 2034 (13 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

BOOK: Metro 2034
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Pero, de golpe, las imprentas del mundo entero habían desaparecido, o habían quedado abandonadas. Los telares de la historia se habían detenido. En un mundo sin futuro no tenían ninguna función. Una hebra muy fina mantenía unidos los últimos jirones de la urdimbre…

Durante los primeros años después de la catástrofe, el desesperado Nikolay Ivanovich había recorrido las superpobladas estaciones en busca de su familia. Hacía tiempo que había abandonado toda esperanza pero, presa de la soledad y el abandono, recorrió las tinieblas del metro, porque habría sido incapaz de hacer nada para sí mismo en aquella especie de más allá. El ovillo de Ariadna —el sentido de la vida— que habría podido mostrarle el camino correcto por el interminable laberinto de túneles, se le escapó de la mano.

Llevado por su añoranza de los tiempos pretéritos, empezó a acumular periódicos, para recordar, para soñar. Y estudiaba las páginas de noticias y las de opinión, en un intento por descubrir si habría sido posible impedir el Apocalipsis. Más adelante empezó a anotar todo lo que había ocurrido en las estaciones que visitaba, en un estilo que trataba de imitar el de las noticias de los periódicos.

Y así fue como Nikolay Ivanovich encontró una nueva hebra para el taller de la Historia, en sustitución de la que se había perdido: decidió hacerse cronista del metro, escritor de la historia reciente, desde el fin del mundo hasta su propio fin. Su colección desordenada y sin criterio acabaría por tener sentido: restaurar con laborioso afán la urdimbre de la historia y seguir tejiéndola con sus propias manos.

Los demás pensaban que aquella pasión de Nikolay Ivanovich era una chifladura inofensiva. Podía llegar a sacrificar las provisiones que llevaba para el camino a cambio de periódicos antiguos, y no importaba dónde viviese: siempre tenía un verdadero archivo en su rinconcito. Se presentaba voluntario para el servicio de guardia, porque allí, junto a la hoguera del metro 300, los aventureros contaban historias disparatadas a la manera de los muchachos jóvenes, historias de las que siempre lograba extraer una pizca de información creíble sobre las otras regiones del metro. A partir de miríadas de rumores, filtraba los hechos verdaderos y los anotaba con gran rigor en sus cuadernos escolares.

Aunque su labor le sirviera como distracción, sabía muy bien que la realizaba en vano. Una vez que hubiera muerto, todas las noticias que había mantenido con vida en el herbario de sus cuadernos quedarían reducidas a polvo por falta de cuidados. A partir del mismo día en el que no regresara de un acto de servicio, sus periódicos y sus crónicas se emplearían para encender hogueras y nadie se preocuparía de conservarlos.

El papel amarillento se transformaría en humo y cenizas, sus átomos establecerían nuevas conexiones, adoptarían nuevas formas. En pocas palabras: la materia no se podría destruir, pero todo lo que él había querido preservar, todo lo inasible, efímero que había quedado escrito en aquellas páginas, se perdería para siempre, sin posibilidad de recuperación.

Así funcionaba el ser humano: lo que estaba escrito en los libros escolares permanecía en la memoria tan sólo hasta que se aprobaba el examen de final de curso. Y luego, cuando se olvidaba todo lo aprendido, se olvidaba con genuina sensación de alivio. La memoria de los hombres —pensaba Nikolay Ivanovich— era como las arenas del desierto. Los números, las fechas y los nombres de las personas de segundo rango desaparecen sin dejar rastro, como si alguien los hubiera escrito con un bastón sobre un montículo de arena.

Sólo se conserva lo que se adueña de la fantasía del hombre, lo que le acelera el pulso, aquello que lo mueve a añadir algo nuevo a sus pensamientos, aquello que le hace sentir. Una historia conmovedora sobre un gran héroe y su amor sobrevivirá a una civilización entera, porque se asienta en el alma del hombre y se transmite a lo largo de los siglos, de generación en generación.

En cuanto lo hubo comprendido, Nikolay Ivanovich se transmutó de aprendiz de científico en alquimista, y así se transformó en Homero. Desde aquel día, no volvió a pasar las noches atareado con la elaboración de sus crónicas, sino ocupado en la búsqueda de una fórmula de la inmortalidad. En busca de un relato que perdurase tanto tiempo como el de Gilgamesh, tan imborrable como el de Ulises. Homero entretejería con su hebra todos los saberes que había estado recopilando. Y, en un mundo donde el papel se convertía en calor, donde el pasado, en un mero instante, se sacrificaba con ligereza por el presente, la leyenda del héroe se adueñaría de los corazones de los hombres y los redimiría de su amnesia colectiva.

Pero la anhelada fórmula se hizo esperar. El héroe se negaba a salir a escena. A base de copiar artículos de periódico, Homero no había aprendido a crear mitos, a insuflar vida a un gólem, ni a conseguir que una historia inventada fuese más atractiva que la realidad. Le parecía que su mesa de trabajo era una especie de laboratorio del doctor Frankenstein: por todas partes había hojas arrugadas con los fragmentos del primer capítulo de una saga cuyos personajes no resultaban convincentes, unos personajes que no serían capaces de sobrevivir. Lo único que sacaba de sus largas noches en vela eran bolsas oscuras bajo los ojos y labios magullados a fuerza de tanto mordérselos.

Y, con todo, Homero no se resignaba a abandonar su empresa. Le horrorizaba la sospecha de no ser la persona adecuada, de carecer del talento necesario para crear un mundo.

Se decía a sí mismo que sólo tenía que aguardar a que le viniera la inspiración… ¿Y cómo podía encontrarla en la sofocante atmósfera de la estación donde vivía? ¿Entre el ritual del té que siempre cumplían en su casa y su turno de trabajo en los cultivos? ¿O en las guardias, que se le confiaban cada vez con menor frecuencia a causa de su edad? No, lo que necesitaba eran emociones, aventuras, el tumulto de la pasión. Tal vez entonces se vendrían abajo las presas que aislaban su conciencia y podría dar inicio a su labor creadora…

***

La Nagatinskaya no había quedado nunca totalmente desierta, ni siquiera en sus peores épocas. Indudablemente no era el sitio ideal para vivir: allí no crecía nada, y las salidas al exterior estaban cerradas. Pero de vez en cuando alguien se dirigía a ella para desaparecer por un tiempo, o para una cita íntima con su amada.

Y, sin embargo, la encontraron vacía.

Hunter subió por la escalera a toda velocidad, sin hacer ningún ruido, y se detuvo al llegar al andén. Homero lo siguió, jadeante, y miró nervioso en todas direcciones. La estación estaba a oscuras. Lo único que brillaba a la luz de sus linternas era el polvo suspendido en el aire. Los escasos montones de andrajos y cartón sobre los que solían acomodarse los ocasionales huéspedes de la Nagatinskaya estaban deshechos.

Homero apoyó la espalda en una columna y se dejó resbalar hasta sentarse en el suelo. Antaño, la Nagatinskaya, con sus elegantes mosaicos de mármol policromados, había sido una de sus estaciones favoritas. Pero en ese momento estaba tan oscura y muerta que apenas si conservaba nada de lo que había sido; como el retrato de un muerto grabado sobre una lápida mortuoria, realizado a partir de una vieja foto de carné en la que el retratado no tenía idea de que su mirada no se dirigía tan sólo al objetivo de la cámara, sino a la eternidad.

—No hay ni un alma —-dijo Homero, vacilante, confuso.

—Sólo una —respondió el brigadier, y señaló al viejo con un gesto de cabeza.

—Yo quería decir… —replicó éste, pero Hunter le hizo un ademán con la mano para que se callara.

Al otro extremo de la estación, en el lugar donde terminaba la hilera de columnas, y que no alcanzaba a iluminar ni siquiera la linterna del brigadier, había algo que se arrastraba lentamente sobre el andén…

Homero se cayó de costado, se sostuvo sobre ambos brazos y se incorporó con torpeza. La linterna de Hunter se había apagado, y el brigadier había desaparecido. El viejo sintió tanto miedo que el cuerpo se le cubrió de sudor. Buscó el seguro del arma y, tembloroso, apoyó la culata en el hombro. Oyó a lo lejos dos disparos amortiguados por un silenciador. Entonces, se envalentonó, se asomó por detrás de la columna y corrió hacia el lugar.

Hunter estaba de pie en medio del andén. A sus pies se retorcía una figura difícil de identificar, flaca y lastimosa. Parecía un monigote hecho con cartones y jirones de tela. Se asemejaba vagamente a un ser humano. Pero eso es lo que era. Su edad y sexo no se distinguían a primera vista… en su rostro cubierto de sangre sólo se reconocían los ojos. Emitía sonidos incomprensibles, como una especie de sollozo, y trataba de alejarse a rastras del brigadier, que se erguía frente a él. Por lo que se veía, éste le había disparado en ambas piernas.

—¿Dónde está todo el mundo? ¿Por qué no hay nadie? —Hunter sujetaba con la bota el montón de andrajos raídos y malolientes que el indigente arrastraba tras de sí.

—Se han marchado todos… me han dejado solo. Me he quedado solo —lloriqueaba éste. Agitaba las manos sobre el granito, pero no conseguía moverse.

—¿Adonde se han marchado?

—A la Tulskaya…

Homero estaba ya junto a ellos e intervino en la conversación:

—¿Qué sucede allí?

—¿Y yo cómo voy a saberlo? —El indigente hizo una mueca—. Todos los que han ido hasta allí han muerto. Pregúntaselo a ellos. A mí ya no me quedan fuerzas para meterme por los túneles. Prefiero morir aquí.

El brigadier no lo soltaba.

—¿Por qué se marcharon?

—Tenían miedo, jefe. La estación se estaba vaciando. Decidieron que se irían todos. No ha regresado nadie.

—¿Absolutamente nadie? —Hunter levantó el cañón de la pistola.

—Nadie. Sólo uno —se corrigió el hombre. Al darse cuenta de que la boca de la pistola se volvía hacia él, se retorció como una hormiga bajo una lupa que enfocara hacia ella los rayos del sol—. Uno que se fue hacia la Nagornaya… Me había dormido… Quizá me lo haya imaginado.

—¿Cuándo?

El indigente meneó la cabeza.

—No tengo reloj. Quizá fuera ayer, quizás haga una semana.

No hubo más preguntas, pero el cañón de la pistola se acercaba cada vez más a la frente del interrogado. Hunter permanecía en silencio, como si se le hubiera estropeado un mecanismo. Su respiración se había vuelto extrañamente pesada. Parecía como si la conversación con el vagabundo le hubiera consumido demasiadas energías.

—¿Puedo…? —empezó a decirle el indigente.

—¡Trágate esto! —exclamó el brigadier y, antes de que Homero hubiese podido comprender lo que ocurría, tiró dos veces del gatillo. La negra sangre brotó de la frente perforada e inundó los dos ojos, que el desgraciado aún tenía abiertos como platos. Se desplomó, y cobró una vez más la apariencia de un montón de andrajos y cartones. Sin levantar la mirada, Hunter metió otros cuatro cartuchos en el cargador de su Stechkin y saltó a la vía.

—Será mejor que vayamos enseguida a investigarlo —le gritó al viejo.

Aunque tuviera que sobreponerse a su repulsión, Homero se inclinó sobre el cadáver del indigente, tomó un trozo de tela y lo empleó para cubrir su cabeza destrozada. Las manos aún le temblaban.

—¿Por qué lo has matado? —dijo en voz baja.

—Pregúntatelo a ti mismo —le respondió Hunter con voz apagada.

***

Aun cuando hiciera acopio de todas sus fuerzas, no conseguía nada más que abrir y cerrar los ojos. Qué extraño que hubiera despertado de nuevo… debía de haber pasado una hora inconsciente, y durante ese tiempo el entumecimiento había engullido su cuerpo como una capa de hielo. Tenía la lengua seca y pegada al paladar, y sentía en el pecho un peso abrumador. No podría ni siquiera despedirse de su hija, y eso era lo único por lo que habría merecido la pena volver en sí una vez más y aplazar de nuevo el final de su eterna lucha por la vida.

Sasha había dejado de sonreír. Debía de tener una pesadilla. Estaba hecha un ovillo sobre el camastro, con ambos brazos pegados al cuerpo y la frente arrugada. Desde que era niña, su padre había tenido por costumbre despertarla cada vez que una pesadilla la atormentaba. Pero en aquel momento el hombre sólo tenía fuerzas para mover los párpados.

Al final, también esto último le resultó demasiado dificultoso.

Si quería mantenerse consciente hasta que Sasha despertara, tendría que luchar. Su lucha había durado más de veinte años. Cada día. Cada minuto. Y estaba francamente cansado. Cansado de esconderse, cansado de emprender persecuciones. De demostrar, de esperar, de mentir.

Mientras se le nublaba la conciencia, sintió todavía dos deseos: mirar una vez más a los ojos de Sasha y, finalmente, hallar el reposo. Pero no lo lograba. Las imágenes del pasado tomaban forma una y otra vez ante su ojo interior y se mezclaban con la realidad. Debía tomar una decisión. Destrozar a sus enemigos, o permitir que lo destrozaran a él. Castigar, o sufrir el castigo…

Los soldados de la guardia cerraron filas. Se habían confiado a él en cuerpo y alma. Estaban dispuestos a morir en ese mismo momento y lugar, a dejarse descuartizar por la turba, a disparar contra personas desarmadas. Él era el jefe de la última estación de metro que se mantenía incólume, presidente de una confederación que había dejado de existir. Entre aquellos soldados no se discutía su autoridad, lo tenían por infalible, y todas sus órdenes se cumplían al instante, sin pensar. Él asumiría la responsabilidad por todo lo que ocurriera, igual que la había asumido siempre.

Si se rendía, la estación sería presa del caos y se apoderaría de ella un Imperio Rojo en plena efervescencia, que se había desbordado de sus fronteras originales y se anexionaba continuamente nuevos territorios en su seno. Si ordenaba a sus hombres que abrieran fuego contra la multitud, conservaría el poder… al menos por algún tiempo. Y si no tenía escrúpulos en recurrir a las ejecuciones masivas y a la tortura, quizá lo conservaría para siempre.

Empuñó el rifle de asalto. Al instante, la unidad entera lo imitó.

Estaban allí, rabiosos: no eran unos centenares de manifestantes, sino una masa humana gigantesca, una masa sin rostro. Los dientes al descubierto, los ojos a punto de salírseles de las órbitas, los puños cerrados.

Quitó el seguro. La unidad entera respondió con el mismo gesto.

Había llegado la hora de imponerse al destino.

Apuntó a lo alto y apretó el gatillo. Del techo cayeron trozos de cal. La muchedumbre enmudeció por unos instantes. Hizo una señal a sus soldados para que bajaran las armas y dio un paso adelante. Se había decidido.

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