Y le había dado más, aunque había tardado en descubrirlo. En las múltiples libretas que Regina guardaba en su escritorio, aquellas que contenían anotaciones para su próxima novela, Judit había encontrado, cuando las había podido medio leer a hurtadillas, aprovechando un descuido de la otra, descripciones que encajaban con ella, frases que la definían o pretendían hacerlo, fragmentos de sus conversaciones con Álex.
Digamos que hemos hecho un intercambio, concluyó, sofocando el gusanillo de la culpa, mientras empujaba la puerta de la oficina del servicio de mensajería exprés por el que iba enviarle a la agente literaria su proyecto de novela.
Escribió la dirección con letra grande y pagó la tarifa más alta, para que el envío se encontrara en el despacho de Blanca cuando ésta llegara a la mañana siguiente.
Cuando Judit regresó, Regina ya había repasado la lista de invitados a la fiesta. Se la entregó.
—Busca los teléfonos de la gente que he añadido y llámalos. Asegúrate de que vendrán, o al menos, que sepan que los he tenido en cuenta. Los números están en mi agenda. Diles que las invitaciones han salido tarde. Es la excusa de siempre.
La joven quedó impresionada por la categoría de los nombres. Hizo las llamadas con su propio móvil, desde su mesa. Regina se levantó de la suya y se quedó un rato de espaldas, mirando el jardín.
—Vaya un día asqueroso —dijo por fin, volviéndose—. Espero que en Madrid haga un tiempo más alegre, aunque sea más frío. No prepares más equipaje que la bolsa de mano. Blanca se ha encargado de suspender la gira. No tengo el menor interés en perder tiempo. Pero no te preocupes por el uso que le vas a dar a tu juego de maletas, que tiempo habrá de utilizarlas.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Yo me entiendo.
Volvió a sentarse ante el escritorio y abrió los cajones. Sin dejar de dar explicaciones por teléfono a los invitados tardíos o a sus secretarias, Judit la vio extraer las libretas de anotaciones y apilarlas sin el menor cuidado. A continuación, Regina se dedicó a arrancar las páginas de cada cuaderno y hacerlas trizas, arrojándolas a la papelera, hasta que la cesta se llenó de papelillos.
—Listo —dijo Regina en voz baja, hablando para sí misma, al deshacerse de la última libreta—. Ahí va mi próxima novela.
—Y eso, ¿por qué? —preguntó, señalando la papelera.
—Porque una novela es como una pasión, o no es nada.
Judit sonrió, sin entender. ¿Se le estaría escapando algo importante?
A Regina, Madrid le traía buenos recuerdos. Era una ciudad a la que regresaba con deleite, y no sólo porque fue el trampolín que había impulsado sus éxitos. Poseía una memoria madrileña anterior, de su época hippy, de aquellos grupos de gente de su edad, intercambiables, que la envolvían como un torbellino cuando llegaba con su saco de dormir y su recuento de aventuras. Madrid había cambiado en los últimos veinticinco años, pero Regina aún conservaba, enquistados en su corazón, retazos de sus experiencias de la década de los setenta que tuvieron como escenario la capital. El calor asfixiante, la promiscuidad de los cuerpos durante sus paseos dominicales por el Rastro, aquel revolver en los puestos de baratijas en busca de frascos de purpurina, perfume de pachulí, pañuelos de gasa de colores sicodélicos y pantalones de tejidos brillantes con estampados de estrellas y medialunas, el último grito de la moda entre su comunidad, en aquellos tiempos. El aire olía a sardinas y marihuana.
A la barcelonesa que había crecido con las cuadrículas del Eixample dividiéndole la mente en compartimentos aquel Madrid caótico la atraía por lo que ofrecía de picaresca en bruto, por la posibilidad de empezar cada noche un episodio distinto y afrontar cada amanecer al lado de personas como ella que no le hacían preguntas. Los pisos adonde la invitaban y los coches en donde la conducían de un lugar a otro tenían siempre más ocupantes de lo admisible. Jóvenes en todas partes, noches sin fin y días erráticos, música a cualquier hora, mientras se planificaba la próxima expedición para ir al Machu Picchu a la Fiesta del Sol o a Londres para ver a los Rolling Stones.
Aprendió a amar Madrid como no la amaban los catalanes que juzgaban la ciudad sin saber de ella, sin haberse perdido nunca en sus múltiples abrazos. Se relacionó con niños bien capaces de meterse cualquier sustancia en el cuerpo y que, con los años, supo que no habían sobrevivido a la llegada masiva de la heroína que ella se negó a probar sólo porque odiaba las jeringuillas: un golpe de suerte. Tuvo amigos chatarreros que le enseñaron a emborracharse en Semana Santa, siguiendo la procesión de Jesús el Pobre, a comer gallinejas y a joder como los perros en el servicio de un bar. Aquel Madrid por el que solía pasearse en busca de comercios que, de puro clásicos, le resultaban exóticos: viejas ferreterías con su oferta inacabable de tiradores de puertas y cajones, comercios donde se vendían corchos para botellas de cualquier tamaño, corseterías para tallas más que grandes y almacenes de caramelos. Aquel Madrid de sus recuerdos se había acabado para Regina desde que su impresionante éxito la abocó a otra forma de vida, pero le seguía teniendo ley, y en esta ocasión quería rendirle tributo aunque sólo fuera con el pensamiento.
Tantas cosas iban a cambiar para ella, en el inminente futuro, a impulsos del remoto pasado, que quién sabe si aún le sería posible disponer de unas horas para pasear por la calle de Toledo y buscar las esquinas y las fuentes en donde su juventud se desbocó antes de que se convirtiera en la Regina Dalmau que había llevado a cuestas hasta la noche de su reencuentro con Teresa. Tampoco Barcelona, la ciudad en donde vivía, le era familiar desde que se había sometido a su rutina de escritora ensimismada, sujeta a las salidas puntuales que le imponían sus obligaciones pero con los músculos de la curiosidad urbana anquilosados, con el deseo de callejear desfallecido, olvidado con el resto de los hábitos sencillos que antaño le proporcionaron tanto placer. Ni siquiera sabía qué había sido de la casa de Teresa, de su calle.
«Nel mezzo del cammin di nostra vita»,
la frase de Dante que figuraba en el reloj Swatch que una lectora le había enviado como regalo por su último cumpleaños era, quizá, una sentencia que podía aplicar a sus inmediatos cincuenta: siempre que aceptara la convención de que cualquier vida, si sabemos enderezarla a tiempo, vale por cien años de experiencia y sabiduría. Una convención en la que Regina necesitaba creer para darse la oportunidad de ser tal como habría querido Teresa.
El restaurante donde Blanca la había citado pertenecía al mundo que estaba a punto de abandonar. Siguiendo a una encargada vestida de Armani, atravesó el comedor inferior, repleto de ejecutivos. Se dejó llevar con la mirada perdida —no mires si no quieres que te miren, se decía en estos casos— hacia una mesa del piso superior, por encima de cuya balconada podía observar el trasiego de clientes sin ser descubierta. Blanca nunca era puntual, aprovechaba hasta el último momento para dar instrucciones al personal de su oficina, a menudo volvía sobre sus pasos para recalcar una cosa u otra; desde el mismo ascensor seguía velando por los intereses de sus autores. Y hoy tenía mucho trabajo, a causa de la presentación del libro de Regina.
Por la mañana, Hildaridad había ido a recibir a la escritora y a Judit al aeropuerto.
—Qué aspecto de buena que tienes —le había dicho, abrazándola. Y, señalando a la chica, que sonreía modosamente al lado de Regina, había añadido—: Así que ésta es la niña que está en tus ojos.
En el hotel, Regina encargó a Judit que mandara planchar el vestido que esa noche se pondría en la fiesta.
—Aprovecha para darles también el tuyo —le aconsejó.
—¿Vamos a comer en el hotel? —la joven parecía excitada.
—Tú, si quieres, aunque yo te recomendaría que te dieras un paseo por los alrededores. Puedes ver las Cortes, ir al Prado, yo qué sé. Es tu primer día en Madrid, disfrútalo. Yo tengo que almorzar con Blanca. Negocios. Te llamaré a la habitación cuando regrese.
La muchacha se quedó con el ceño fruncido, pero Regina se marchó sin cargo de conciencia. No era su niñera, después de todo.
Mientras esperaba a Blanca, pidió una botella de Moét Chandom.
—No esperaré para beber —le dijo al camarero, indicándole la copa.
Iba por la segunda cuando la agente entró en el restaurante. Desde su observatorio, Regina se asombró ante su dinamismo. Era de su edad, quizá un par de años más joven, pero desplegaba energía incluso cuando, como ocurría ahora, se limitaba a abrirse paso en un lugar público. Blanca era una mujer más alta que la media y, además, usaba tacones de quince centímetros para subrayar su poderío. Su cabello rubio de peluquería, que llevaba despeinado a lo leona, parecía tintinear tanto como el oro que la adornaba profusamente, repartido en aretes, anillos, pulseras y collares de diverso grosor. Regina pensó en lo mucho que quería a aquella fuerza de la naturaleza que se desvivía por ella y el resto de los autores de su cuadra.
—¡Por fin he podido escaparme! —explotó, al llegar frente a la escritora, desembarazándose simultáneamente del abrigo de ante con cuello de piel de tigre sintética, del bolso enorme que colgaba de uno de sus hombros y de varios originales de novelas que, sin duda, había cogido del despacho para hojearlos en el taxi, porque detestaba perder el tiempo.
Casi volcó la mesa al precipitarse a abrazarla, envolviéndola en una nube de perfume de jazmín. Bajo el vestido de punto gris exhibía un cuerpo ajamonado pero hermoso, de proporciones algo titánicas, como su propia personalidad.
—Joder, guapa, hacía siglos que no nos veíamos —dijo, desplomándose en su asiento—. ¿Qué estás tomando? ¿Champán? Creí que no bebías más que vino.
—Ésa es otra de las cosas que ya no son como eran —Regina sonrió con misterio.
—Si hay que beber, mejor que sea champán francés.
Se sirvió antes de que el camarero pudiera acudir en su auxilio.
—A mí tráeme, pero ya, un poco de esa chistorra tan rica que tenéis —pidió.
El muchacho se alejó trotando como si acabara de recibir órdenes de Júpiter. Y, en cierto modo, así era, pensó Regina. Mientras esperaba su pedido, Blanca la escudriñó con sus ojos chispeantes, casi tan dorados como sus abalorios y su pelo.
—Te veo muy bien. Muy bien —enfatizó—. Aunque sospecho que tienes novedades que no me van a gustar. Lo que me adelantaste por teléfono me puso los pelos de punta. Últimamente estás rara de cojones, perdona que te lo diga.
—Siempre me ha sorprendido tu habilidad para adivinar mis estados de ánimo. Sin embargo, corrígeme si me equivoco, hace más de veinte años que nos desconocemos. ¿No es así?
—Ja! Si hay algo que controlo como la palma de mi mano son las emociones de mis autores. No empieces con sutilezas de escritora. Es cierto, no nos contamos nuestras mutuas vidas, pero en lo que a mí respecta, no hay gran cosa que explicar. Como bien sabes, fuera de mi trabajo existe poco más. Salvo algún buen polvo que otro con un jovenzuelo que quiere triunfar en la literatura, para qué voy a engañarte. Hum, qué rica está la chistorra, Dios mío, todas las dietas de adelgazamiento deberían incluirla.
—Voy a dejarlo.
—¿Que vas a dejar el qué? —con la boca llena, Blanca parecía al borde de la congestión.
—No te hagas la tonta. Esto. Escribir. Publicar. Toda la fanfarria. Me sorprende tu asombro. Tú has sido la primera en decirme que, como novelista, me he agotado. No tengo nada que contar.
El mundo entero no tiene nada que decir —la agente hizo un gesto expresivo, abriendo los brazos—. Una cosa es estar agotado y otra ser tan tonto como para no disimularlo. Tienes un cartel sensacional y suficiente inteligencia para seguir sacándole partido unos cuantos años más. Creí que ibas a probar lo de escribir sobre jóvenes.
El obsequioso maître se acercó a tomarles nota. Antes de que las abrumara enumerando las especialidades del día encargaron, de tácito acuerdo, verduras a la parrilla y una dorada a la sal.
—Me muero por un buen cocido madrileño —confesó Regina—. Pero no quiero presentarme en la fiesta con la digestión a medias. En cuanto a la novela de jóvenes, olvídala. Me aburre infinitamente, no tiene nada que ver conmigo y sería un desastre. Créeme.
—Vamos a ver si te entiendo. Estás cansada, harta. ¿Quién no? ¿Quieres tomarte un año sabático?
Regina se echó a reír.
—¡Una vida sabática! Eso es. O lo que me quede por vivir. Hay algo que nunca te he contado, quizá porque no necesitaba hacerlo y porque ni siquiera me lo había confesado a mí misma. Hace muchos años, poco antes de que publicara mi primera novela, murió una persona que había sido muy importante para mí.
—Déjame adivinar. Tu primer amor, el inolvidable... Es la crisis de los cincuenta.
—Por favor, Blanca, deja de pensar en términos de utilidad o de tópicos noveleros. No, esto fue muy diferente, y no tuvo nada que ver con el amor convencional, pero sí con el cariño capaz de cambiar una vida. Era una mujer. Una mujer mayor, que podía ser mi madre. Que debió serlo. En realidad, fue una especie de madre, que no supe apreciar en su momento. Ella también escribía.
—¿Ah, sí? ¿La conozco?
—Sólo los especialistas. Escribía cuentos infantiles, muy bonitos, por lo que recuerdo, muy modernos, que se vendían más o menos, porque ser escritora era entonces más difícil que en estos tiempos y se publicaba a pelo, sin alharacas, como bien sabes. Lo más importante es que escribió en mí, educándome a mí, la obra de su vida. He tardado muchos años en darme cuenta.
—Dices que murió.
—Sí. Murió sola. Me lo había dado todo, y yo no fui capaz de acudir a su lado cuando me necesitó.
—Y ahora tienes remordimientos. Un poco tarde, ¿no? Disculpa, pero sigo sin ver qué relación hay entre lo que acabas de contarme y tu literatura.
—Me he convertido en el tipo de escritora que Teresa detestaba y contra el que siempre me previno.
—Pensativa, Blanca apuró el champán de su copa. Puso la botella en el cubilete e hizo señas al camarero para que la repusiera.
—Todos tenemos cosas de las que arrepentirnos —dijo—. No por eso hay que fustigarse hasta la eternidad.
—No me fustigo, Blanca. Es exactamente lo contrario. Al descubrir cuál era el motivo de mi angustia, me he liberado. ¿Sabes? Esta crisis que he tenido y que tú, a tu manera, fuiste la primera en detectar, tuvo su origen en lo que no hice en esa época, pero, sobre todo, se fue larvando a medida que me asentaba como novelista. ¿No te has preguntado nunca qué hubiera ocurrido si, en un determinado momento de tu vida, hubieras tomado aquel camino y no éste, tal decisión y no tal otra?