Cuando Albert escribió aquella carta, habían pasado seis meses desde la fecha del nomeolvides. A Regina se le removió la hiel al pensar que mientras ella, desorientada, vagaba por la casa, agarrada al delantal de Santeta, Teresa ya preguntaba por ella. ¿Con qué intenciones?
El primer cuento que su padre le regaló fue
Marta y los piratas.
Tenía una dedicatoria: «Nunca dejes de soñar, tu amiga Teresa.» De qué sutil manera, pensó, empezó Albert a unirlas.
—Es una señora que inventa historias para hacer felices a las niñas como tú —le dijo—. La conozco de arreglarle joyas. Algún día, también la conocerás.
En otra ocasión:
—La señora Teresa a veces me pregunta cosas de ti, para ponerlas en sus libros.
Recordaba otra dedicatoria: «Para que seas tan valiente como Marta, con un abrazo de Teresa.» El libro se llamaba
Marta y el monstruo.
En ese cuento, la protagonista conseguía escapar de un monstruo que habitaba en el armario de su dormitorio. Su madre había sido útil para algo, después de todo.
María. La recordaba comiendo en la cama un gran plato de alcachofas fritas bañadas en aceite. La grasa le resbalaba por la comisura de los labios, mientras la chica de turno le sostenía el plato bajo la barbilla. En realidad, no estaba impedida: había decidido impedirse, cercenar sus movimientos, y encontraba placer en ello. La atareada Santeta no había sido una buena madre suplente. Hacía por Regina cuanto podía: bañarla, vestirla, acompañarla al colegio —mientras no tuvo edad de ir por sí misma—, responder como podía a sus preguntas. Pero Santeta tenía su vida, sus amigas de jueves y domingo por la tarde, y Regina percibía que su cariño no pasaba del que podía haberle profesado a cualquier otra hija de patrono, a cambio del jornal, la comida y la cama; un plus de su trabajo.
Ni María, ni Santeta, ni las monjas llenaron su ansia de madre. Sólo Teresa.
Nunca supo si su padre era o no un buen joyero, aunque Regina, que acostumbraba a medir la calidad por el éxito, tenía que haber respondido con un no rotundo a esa pregunta que tampoco quiso hacerse. Sí podía decir, contemplando algunas de sus fotografías, que era un retratista sensible. Una imagen la impresionaba más que ninguna otra.
Era un plano corto de sí misma de espaldas, adolescente, estival, el cabello oscuro recogido en lo alto de la cabeza con una coleta sujeta por una goma adornada con florecillas de tela. Su esbelta nuca morena surgía del inocente escote posterior del vestido. En segundo término, desenfocado, se veía el carro de la Underwood y, al fondo, muy desdibujada, se adivinaba la fuente con su amorcillo. La mano derecha de la chica, alzada, parecía disponerse a teclear. Entre Regina y el objetivo, como un fragmento de nube, se interponía el contorno superior de un brazo de mujer, apoyado con gesto protector sobre su hombro.
Aquella imagen era más elocuente que todas las novelas de Regina que hablaban de cómo se ayudan las mujeres, cuando se ayudan. Y lo que más valor le daba era que había sido tomada, según constaba al dorso, a principios de setiembre de 1965. Pocos días antes de que Albert Dalmau dejara de frecuentar a Teresa en su casa.
Tenía que haber una carta que explicara por qué Regina era la tapadera, y por lógica, debía de ser la última. Saltándose el resto del montón que le quedaba por leer (aburridas desde el punto de vista literario: repetitivas y cada vez más empapadas de blandenguería católica), cogió la misiva que yacía debajo del montón. Antes de abrirla, vertió más whisky en el vaso. Estoy borracha, pensó. Mejor.
Teresa:
Nada de cuanto pueda decirte te hará cambiar de opinión, pero me resisto a acabar con nuestro mutuo entendimiento sin escribirte esta carta, la última, para pedirte, una vez más, que reflexion
es. Sé que estos últimos tres años han sido difíciles para ti, porque no has vivido nuestro sacrificio como yo lo he hecho, como el precio que había que pagar por la caída anterior. Tú nunca has llamado pecado a lo que ocurrió entre nosotros. Tampoco yo: pero sí debilidad. Por mi parte, sólo por la mía. Yo, que presumo de encontrar fuerzas en mi fe, perdí las riendas y te arrastré conmigo. Tenía que haber sido más fuerte, para librarte a ti del dolor y a mí de los remordimientos. Reaccioné tarde, y ni siquiera entonces corté por lo sano, como tú has hecho ahora. Me equivoqué al pensar que tu alma rebelde se adaptaría a nuestra nueva situación. No puedes más, y te entiendo. Me queda por decirte que si algún día necesitas de mi amistad, no tendrás más que pedírmela.
En cuanto a la nena, poco puedo añadir a lo que hemos hablado. Como siempre, tú tienes razón.
Tuyo para siempre,
ALBERT
La carta final de Albert había sido escrita días u horas después de aquella despedida que, al menos en parte, se desarrolló delante de Regina. No aclaraba nada. Sus misivas sólo complicaban más la historia, aumentaban el número de preguntas.
Si hubiera dispuesto de las cartas de Teresa dirigidas a su padre, habría tenido el cuadro completo. Seguro que ella era mucho más explícita, aparte de más interesante de leer. Sin embargo, a la muerte de Albert, que se produjo diez años más tarde que la de su antigua amante, cuando Regina registró a fondo el piso del Eixample antes de ingresar a su madre en una institución y de poner la vivienda en venta, no encontró el menor rastro de Teresa. Entraba en el carácter de su padre que se hubiera deshecho de cartas y pruebas, para borrar las huellas de su adulterio.
Cuanto quedaba de Teresa estaba en ese cuarto y en la carta que la mujer le había escrito mientras aguardaba la muerte.
Había llegado el momento.
16 de junio de 1976
Nunca quise a tu padre como te quiero a ti. Te lo dice una mujer que tiene cáncer y que va a morir, una mujer que no se miente.
Regina cerró los ojos, como para calibrar la gravedad de la herida. Sentía el roce de las páginas bajo las manos, el conocido y áspero contacto de los folios que Teresa usaba para escribir a mano.
Nunca quise a tu padre como te quiero a ti
—volvió a leer—.
Te lo dice una mujer que tiene cáncer y que va a morir, una mujer que no se miente.
Perdóname este brusco comienzo, pero te conozco y sé lo difícil que te resulta perseverar en la lectura de algo que te aburre. Yo misma te enseñé la importancia de un buen arranque. Debo lograr que te quedes conmigo hasta la última línea. Eres la única lectora que me importa. No quiero que te deshagas de estas páginas. Todavía ignoro si entrarás por esa puerta en cualquier momento, en el caso de que conserves la llave que un día te di. En tal caso, estas líneas no tendrían razón de ser, porque te diría de viva voz, de agonizante voz, todo cuanto me propongo explicarte.
Muchas veces he querido llamarte, pero la única vez que he estado a punto de hacerlo ha sido en noviembre, cuando Franco murió. Por entonces aún no estaba enferma. Aún no sabía que estaba enferma, rectifico. Telefoneé a tu padre, después de tanto tiempo. Me parecía imposible que algo tan importante como la muerte del dictador ocurriera sin que lo pudiéramos compartir. Cuando los aliados liberaron París tampoco tuve a mi marido para festejarlo por las calles, pero eso no importaba mucho porque la multitud te zarandeaba y abundaban los besos.
No llamé a tu padre sólo para celebrarlo con él. Lo hice, sobre todo, para averiguar dónde podía localizarte. Pensé que, al fin y al cabo, tenía una buena excusa para acercarme a ti, una excusa histórica. Albert sólo sabía que estabas... en París. Cuan notables, las burlas del destino. Cómo me habría gustado enseñarte el París que conocí.
Le dolía la espalda y tenía el cuello anquilosado, el esófago le ardía por efecto del whisky y sentía la lengua áspera. Quizá debería irse a la cama y dejar el resto de la lectura para mañana. No seas absurda, pensó Regina. Sabía que no podría dormir, pese a lo borracha que estaba, porque Teresa había logrado su propósito de engancharla con la primera frase. Recordó que en cierta ocasión le dijo que un escritor se mide durante todo un libro con el desafío que se ha señalado al elegir las palabras con que empieza, y el ejemplo que la mujer le había puesto, sentada frente a ella en el patio y leyéndole, traduciendo del inglés y con las gafas caladas, lo que Teresa consideraba el mejor arranque posible de una de sus obras preferidas: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la edad del deseo, era la edad de la locura...» ¿Cómo seguía? Hacía tantos años que Regina no había vuelto a leer
Historia de dos ciudades.
«Era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación», murmuró. Teresa no merecía que siguiera leyéndola en aquel cuarto, bajo la fría luz del flexo. Tenía que sacarla de allí, se dijo, en la incoherencia de su melopea, llevarla a su dormitorio, abrazarla, mecerla. Un nudo de lágrimas le trababa la garganta.
Se levantó, apartándose de la mesa con brusquedad y casi tiró la silla. Sólo faltaría que despertara a éstos, se dijo, pensando en Álex y Judit durmiendo en sus respectivas habitaciones, en sus irrepetibles primaveras. Cogió las páginas, se puso bajo un brazo la botella, para entonces terciada, y se metió el vaso en uno de los bolsillos de la bata. Cerró la puerta como pudo, de golpe. Ni siquiera sabía dónde había dejado la llave.
25 de junio
Seis sesiones de quimioterapia. No sirven para nada y me dejan hundida. Tu padre acaba de irse. Viene a verme todos los días, y no se marcha hasta que lo convenzo de que podré valerme por mí misma. Ha vuelto. ¿No te parece típico de él? Atender a los enfermos y presos, dar posada al peregrino... El adulterio no formaba parte de su código, pobre hombre.
He de darme prisa, porque no sé cuánto tiempo me queda. Mi médico, el buen doctor Pons, dice que unos meses, pero no me asegura en qué condiciones. Temo lo peor. El cáncer está extendido y me tritura los huesos. Ha prometido darme morfina, así que no puedo entretenerme. La morfina embota el cerebro y no estoy segura de que alivie el dolor. Salvo que te den una dosis mortal.
Lo más difícil es despedirse de lo que se ama. Amé a tu padre, pero ni siquiera en los mejores momentos, al principio, cuando aún no te conocía, alimenté demasiadas esperanzas respecto a nuestro futuro. Albert siempre fue sincero conmigo y, aunque no lo hubiera sido, es tan diáfano. Yo tenía experiencia; él, no. Me refiero a la experiencia que surge de la reflexión sobre lo que se ha vivido y que induce a actuar. Cuanto le ha ocurrido a tu padre, su tragedia, es una pieza inane, un drama tan de museo como esas joyas suyas que abrillanta y pule, y vuelve a pulir y a abrillantar, y que llega un momento en que no hay forma de conseguir que mejoren. Tu padre nunca ha sabido convertir la experiencia en acción, del mismo modo que un rubí no se transforma en esmeralda por mucho que lo froten.
Por el contrario, cuando lo conocí, yo estaba sedienta de felicidad. Tenía derecho. Tenía la edad de amar, de dar y recibir. No te cuento esto para que me disculpes. Sé que no eres timorata y que, cualesquiera que sean los reproches que puedas hacerme, no guardan relación con las buenas costumbres. Ése es, Regina, el regalo que te hace tu padre, sin darse cuenta. El ejemplo de su conformismo estimula tu rebeldía. Nunca serás como él, estáte tranquila. Tampoco quisiera que lo despreciaras. Su integridad es buena en sí misma, pero no puede aplicarla. Hay algo morboso en su dedicación al pago eterno de quién sabe qué culpa.
No me malinterpretes, le quise como es. Y fui feliz durante los
primeros años, porque, a falta de un proyecto en común, la pasión nos ayudó a convivir con sus remordimientos tanto como con la idea de que no existía para nosotros la menor posibilidad de futuro. Tú aún no lo sabes, porque eres muy joven, pero cuando la pasión termina, y termina siempre, las rutinas del adulterio no son lo bastante fuertes para sustentar el afecto que queda. En eso, el matrimonio siempre llevará ventaja. Un amante es como un francotirador que, asomado a una ventana, espera con infinita paciencia a que el blanco se ponga en su punto de mira, y que si no aparece se convierte en una figura ridicula, inútil, en un espectador de su propia impotencia. Un casado pertenece al ejército regular. Por mal que le vaya, siempre puede contar con un plan superior, con una estrategia diseñada para él. Si el casado es, además, profundamente cristiano, cuenta con doble protección. Pueden decir lo que quieran, pero no he conocido a nadie más egoísta que un buen cristiano. Nunca enfangan su alma. No le robé a Albert a tu madre. María no lo tenía, y tampoco yo lo tuve. Un eremita, subido a la torre de sus principios, ése es tu padre.
Estuve a punto de romper con él en tres ocasiones, pero sólo fui capaz de hacerlo más adelante, cuando ya te había ganado a ti. Porque tú, Regina, lo cambiaste todo.
Lo peor no es morir. Lo peor es el silencio. Saber que, al irte, nada tuyo queda. Estos días pienso mucho en cuanto me rodea. Mis queridos libros. Mi casa, que con el tiempo se ha vuelto como yo. Mis sentimientos, Regina. Me horroriza morir sin que los conozcas. Durante un tiempo, creí que adivinabas, llegué a pensar que, entre nosotras, no hacían falta palabras. No fue así, te marchaste. Te perdí, me perdiste. He de intentar
La letra de los últimos párrafos había ido deformándose hasta interrumpirse a media frase. Imaginó los dedos de Teresa, agarrotados en torno a la Parker, forzándose a escribir. La frase inconclusa vibraba en sus oídos como una flecha recién hendida en su almohada. No continuaba en la anotación siguiente, escrita casi diez días después. Era como si Teresa hubiera renunciado a cualquier clase de fingimiento formal, para demostrarle la honestidad de sus palabras.
6 de julio
Han transcurrido siglos desde la última vez que te escribí. Tuve una recaída, y me llevaron al hospital para hacerme unas pruebas. Parece imposible, pero el doctor Pons dice que, dentro de que me voy a morir como está previsto, he mejorado. Debe de ser verdad, porque él no me miente. Hablamos del cáncer como del tiempo, sin dramas. El resto de la gente me trata como si en vez de estar enferma me hubiera vuelto senil. Menos tu padre. Albert vuelve a representar el papel de fiel amigo que tú le viste adoptar en esta casa, todo naturalidad y ternura. Eso ocurrió —me refiero a su comportamiento durante los tres años en que te acompañó a verme, y del que fuiste testigo— porque ya no había sexo entre nosotros.
Nos conocimos aquí, en casa, a través de un vecino mío que concertó la cita. Yo quería desprenderme de una pulsera que formaba parte de las joyas que mi abuela Dolores me dejó a su muerte, y este vecino me dijo que conocía a un hombre que podía ayudarme. Dolores fue el único miembro de mi familia que me dirigió la palabra cuando regresé de Francia. Para el resto, incluidos padre y madre, fue como si me hubiera muerto, y la verdad es que no me importó. Yo no quería su perdón, ni que me exhibieran como el ejemplar vencido de la familia, uncida a su rueda de franquistas satisfechos. Lo único que deseaba era recomponerme y escribir. Creía entonces que podría llegar a más de lo que llegué. Y ya ves. Empecé con los cuentos infantiles creyendo que era un primer paso, y me quedé ahí.
La abuela Dolores, a quien me parecía, me dio las joyas a escondidas, antes de morir. «Las necesitarás más que yo», me dijo, y era verdad. Duraron mucho, porque las vendía una a una, a veces piedra a piedra, y no sin pena. Algunas eran muy hermosas, joyas con historia. De la abuela era también este piso, que heredé a su muerte y que no podré dejarte, como querría, porque cuando se me acabó el tesoro tuve que hacer un trato con el banco. Están co
mprando el edificio, supongo que para derribarlo y construir quién sabe qué.
Tu padre era muy guapo. Aún lo es. Alto y delgado, con el pelo ya casi blanco y esa timidez suya que a mí me resultó atractiva. Cuando se ha visto el lado peor de lo masculino, la bravata, como lo vi yo en las guerras de mi juventud, es imposible no sentirse atraída por un hombre tan prudente y delicado como Albert. Aquel día se sentó en la sala y no abrió la boca. No se atrevía a preguntarme qué era lo que yo quería vender, y a mí me daba apuro verlo pasar vergüenza por mí. Se llevó la pulsera, después de haberla sobado mucho y de examinarla con la lupa que llevaba en el bolsillo, y prometió que me buscaría un buen cliente. Más adelante me confesó que se había enamorado de mí desde el primer momento. La cuestión es que estuvo viniendo a casa varios días seguidos, con la excusa de hablarme cada vez de un nuevo comprador. Nuestras charlas se hicieron más y más personales. Le conté mi vida y él me contó la suya. No me engañó.
La primera vez que hicimos el amor, después, se echó a llorar. No he visto llorar a nadie con tanta congoja, como si hubiera pasado años conteniendo el llanto. Sollozaba como deben de hacerlo los niños salvajes, esos que han crecido a solas en un bosque, cuando pierden el miedo a dejarse abrazar. Me conmovió. Tu padre ni siquiera sabía que había tanto amor dentro de él.
Como ves, hoy estoy escribiendo mucho. Me encuentro bastante bien. Si pudiera continuar así hasta el final. Pero entonces no sabría marcharme con dignidad. Creyéndome con fuerzas, me enzarzaría en una batalla inútil.
Esta mañana, Albert me ha sacado al patio, a tomar el aire. Quería ponerme entre sol y sombra, pero le he pedido que me colocara cerca de la fuente, que me dejara achicharrar. Le he dicho que debo aprovechar el sol de mi último verano, y se ha dado la vuelta para que no lo viera emocionarse. Qué tarde llega todo, si es que llega.
Te escribo desde la mesa del comedor. ¿ Te acuerdas? Nos instalábamos aquí, tú con tus deberes y yo con mi querida Underwood, que todavía funciona. Me habría gustado dejártela junto con mis libros y papeles, pero se la voy a regalar al doctor Pons, que siempre que viene a verme a casa se queda mirándola, fascinado. Es uno de esos raros médicos que no se acostumbran al dolor ajeno. Con él hablo mucho de la muerte. Al principio tuve otro oncólogo, un hombre mayor, competente pero con un semblante liso e impersonal, la máscara de la profesión, supongo. A Pons lo conocí al final de mi primer internamiento. Tu padre había venido a verme y me había traído una cajetilla de Celtas para que fumara de vez en cuando, a escondidas. Solía dar dos caladas a un cigarrillo, y lo tiraba. Era suficiente para infundirme un poco de ánimo.
Ese día salí del cuarto que ocupaba con otros enfermos. Ayudándome con las muletas —no las uso, ya te he dicho que estoy mejor, pero las tengo siempre a mano, por si acaso—, me dirigí a uno de esos recovecos que hay en los hospitales, cerca de una esca
lera de emergencia, adonde los fumadores solemos acudir para que no nos vean las enfermeras.
El doctor Pons estaba allí, un hombre de unos cuarenta años y ojos inocentes, fumando con el rostro desencajado. Se le acababa de morir un paciente, un niño, de leucemia, y no lo podía soportar. Hablamos. Cuando se serenó, me dijo que leería mi historial clínico. Creí que se olvidaría, pero no lo hizo, y además me tomó a su cargo. A punto de morir, gané un amigo. Qué absurda es la vida.
Nunca te escribo delante de Albert. Sabe que lo hago, se lo he dicho, y me ha prometido entregarte los papeles, en el caso de que no aparezcas antes del final. Escribirte es un acto privado que no puede admitir más testigos que tú y yo. No quiero que espíe mis emociones. Siempre lo hace, me observa como si quisiera descubrir en mi semblante, en mis gestos, los días que me quedan por vivir. Me dice que no ha dejado de quererme. Extraña forma de amar la suya. «Desde el renunciamiento», insiste. Sufre mucho por mí. Supongo que, en el fondo, le gusta. Espero que no se atreva a confiarme que también reza por el bien de mi alma. No sé si tendría paciencia para tolerárselo.
Voy a parar. Me duele la espalda. Cuando no es una cosa, es otra.