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Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (17 page)

BOOK: Mientras vivimos
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Había otra parte de la herencia en la que Regina había preferido no hurgar durante todos aquellos años: cartas firmadas por su padre, cada una en su sobre color sepia, un buen fajo sujeto por una cinta de raso blanco, ajada por los años. Hasta hoy, habían permanecido encerradas en una caja, junto con las fotografías que tampoco había querido mirar, y un estuche de terciopelo que contenía el fino nomeolvides de oro que Teresa siempre llevaba puesto.

Al principio, el legado permaneció durante un año criando moho en un guardamuebles, hasta que Regina invirtió los beneficios de su primera novela en aquel piso, al que había añadido mejoras a medida que sumaba éxitos. Desde el primer momento destinó aquella habitación a las pertenencias que le había dejado Teresa. Forró de estanterías las paredes y colocó una mesa con un flexo en el centro de la habitación. Era allí donde Regina se encerraba muchas noches para estudiar los escritos inconclusos de Teresa y seguir disfrutando de la teoría del oficio que la mujer no había sabido traducir a la práctica, y que a ella le había seguido sirviendo hasta hacía dos años.

Nunca, antes, había sentido la necesidad de inspeccionar la parte de la herencia. Ni la carta que Teresa le escribió, mientras agonizaba, y que también guardaba en la caja.

Fue su padre quien se la entregó, el día del entierro. El viejo Dalmau (no tan viejo, tenía sólo cuatro años más que su antigua amante, pero la falta de amor y el exceso de esposa le habían desgastado más que el tiempo) había vuelto a Teresa cuando ésta enfermó, y la había acompañado hasta el final. En eso, al menos, se había portado bien.

—Me la dio para ti. Te esperaba.

—¿Te lo dijo ella?

—No. Ya sabes cómo era.

Lo sabía. ¿Qué quería? ¿Verla correr a sus pies para pedirle perdón por su deserción? ¿Una confesión final que la dejara en paz consigo misma antes de morir? A los 26 años, a punto de estrenarse como novelista, Regina no sentía el menor interés por volver a recordar. Ya no era la de antes. Tampoco soportaba la idea de ver a Teresa enferma y vencida. ¿Cómo presentarse ante ella, después de tantos años, brindándole el obsceno espectáculo de su saludable juventud, de su optimismo? Sin duda le habría preguntado qué estaba haciendo. ¿Cómo contarle que acababa de entregar a una editorial su primera novela, escrita en tres meses, y que se la habían aceptado sin hacerle una sola corrección?

Se había limitado a seguir el desarrollo de la enfermedad a distancia, distraídamente. Sabía que el cáncer de huesos avanzaba, imparable, que le había devorado a Teresa parte del fémur, que sufría.

La enterraron en la falda de Montjuïc. Al menos, seguía teniendo el mar cerca.

Años más tarde, viendo en televisión una vieja película,
Los diez mandamientos,
Regina sintió un escalofrío al escuchar la voz pomposa del narrador: «Y Jehová endureció el corazón del faraón.» Era lo que le había ocurrido a ella. Como quien observa un fenómeno químico desconocido, se había quedado quieta contemplando cómo su corazón se endurecía, pero no había sido por culpa de Jehová, sino de su arrogancia.

Vas a cumplir cincuenta años, se dijo. Dentro de muy pocos, que pasarán en un suspiro, tendrás la edad a la que Teresa se despidió de la vida. Sus crisis últimas, su proceso de esterilidad, habían conducido a Regina hasta el cuarto cerrado, pero ahora no se limitaría a rebañar los nutrientes contenidos en la herencia.

Ahora quería, tenía que saber.

Teresa había vuelto a ella como voz, como conciencia. Por eso se sorprendió al recuperar su imagen. Sentada ante el viejo escritorio, en el centro de la habitación, rodeada por los secretos que compartía con los muertos, bajo la luz del flexo, Regina extrajo las fotografías de la caja. Si el custodio de mi memoria ha decidido arrojarme a la cara los recuerdos, pensó, mientras quitaba los restos de polvo con un
kleenex,
seré yo quien decida en qué orden.

Algunos retratos conservaban su marco, tal como Regina los había visto en el piso de Teresa. En uno de ellos, la mujer parecía mirarla. No hay nada más insoportable que una mirada a la que ya no se puede responder. Los ojos de Teresa: límpidos, fluviales, temibles ojos capaces de detectar la deshonestidad. Su rostro ovalado, de facciones pequeñas, nariz recta y barbilla algo puntiaguda, no parecía cumplir otra función que la de apuntalar el carácter perspicaz de aquellos ojos. Debía de tener, en la foto, unos cuarenta años, más o menos la edad a la que Regina la conoció, cuando quedó deslumbrada por su elegante manera de cruzar las piernas, de sostener el cigarrillo a la altura de los pómulos mientras hablaba; el humo y sus palabras se fundían, formando una única sustancia. Saltándose otras fotografías, dejando para después aquellas en que aparecía su padre (aunque echando un vistazo al retrato enmarcado que lo mostraba sonriente, feliz, el retrato de la dedicatoria que había descubierto en la mesilla cuando tenía veinte años), buscó una imagen a la que Teresa se asomara en su juventud, para encontrarse con la muchacha que fue antes de que la experiencia la envolviera con aquel manto de serena madurez que a Regina acabó por resultarle irritante.

Quería comprobar que Teresa había sido como ella: alocada, irreflexiva, propensa a cometer errores. Falsa esperanza. La chica sonriente que aparecía vestida con pantalones y blusa en una foto pequeña, amarillenta, sólo se diferenciaba por el pelo, largo y rizado, de la adulta que llegaría a ser; sentada en la trasera de un camión, con los pies colgando en el aire, miraba a quien la retrataba como más tarde miraría a Regina, como hoy lo hacía desde la eternidad, con la tranquila esperanza de no verse defraudada. Lo mismo podía decir de la jovencita que, con una flor blanca prendida en el moño, apoyaba su mejilla en el hombro de un muchacho moreno, de aire campesino, sin duda aquel Mateu a quien iba a seguir hasta que la historia volviera a alcanzarles en una página que se escribiría en Francia. Era una imagen de boda típica de la época: una aureola más clara nimbaba ambas cabezas, anticipándoles el destino de felicidad que se supone a los enamorados. La boda se celebró en el 38, en plena guerra civil, por lo que Regina sabía. Visto ahora, el halo artificial creado por la pericia del fotógrafo parecía un mal presagio.

Otra foto, ésta de Teresa en su treintena y con el pelo corto y en ondas. Está sentada ante la mesa del jardín, trabajando en su Underwood, el fotógrafo (¿Albert?) la llama y ella interrumpe su escritura para dirigirle una risa abierta. Se ve la fuente al fondo. En el dorso de la cartulina hay una fecha: setiembre de 1955. Llevada por un impulso, Regina abrió el estuche y sostuvo entre sus dedos el delicado nomeolvides que siempre vio oscilar en la muñeca derecha de Teresa, sin que le interesara comprobar si tenía o no una inscripción en su parte interior. Se precipitó a descifrarla. Dos iniciales, A. T., y otra fecha: 23 de abril de 1955.

Buscó febrilmente en la caja. Arrancó la cinta que ataba el fajo de cartas que su padre había enviado a Teresa a lo largo de los años. Estaban ordenadas por antigüedad. Como profesional que aprecia la graduación con que un escritor suministra al lector sus revelaciones, Regina respetó la convención. Abrió la primera. Había sido escrita dos semanas después de la fecha que constaba en el nomeolvides. Leyó el encabezamiento con una violenta sensación de vergüenza ajena: «Mi joya más preciada.» ¿Era su cursilería lo que la hizo enrojecer? ¿O la comprobación del hecho irrefutable de que la relación de la pareja había empezado mucho antes de que Regina conociera a Teresa? No tenía ni cinco años, pues, cuando el hombre que la apretaba contra su pecho al volver a casa lo hacía todavía envuelto en el abrazo de aquella mujer.

En contra de lo que creyó a raíz del descubrimiento del retrato de su padre en el dormitorio de Teresa, Regina no había sido testigo del nacimiento de su relación. Se habían amado mucho más, y mucho antes. No con ella, sino pese a ella. Y, en algún momento, habían decidido usarla.

Volvió a la carta.

Mi joya más preciada:

Me dijiste que soy triste. No que estoy triste, sino que lo soy. Hace poco que nos conocemos, pero ya sabes de mí más que nadie. A ti no te puedo engañar. Soy de esas personas que lo único que hacen bien es llevar la cruz que les ha tocado en la vida. No tengo derecho a pedirte que sacrifiques tu orgullo y aceptes las migajas de un amor clandestino. Vales demasiado, y ya has sufrido bastante. Ah, Teresa, dime qué puedo hacer. Eres más inteligente que yo y mucho más buena. Cuando estamos juntos no me atrevo a hablarte así. Pensé que por carta me sería más fácil. Abrazado a ti me siento incapaz de pensar. Eres tú quien piensa por los dos, quien habla y razona. Dijiste que no basta con amar, que hay que saber hacerlo a tiempo. Creí entender que deberíamos habernos conocido antes, pero ¿cuándo? Quizá entonces no nos habríamos encontrado, tú no hubieras tenido alhajas que vender ni a mí me habría venido el camarero de Los Caracoles a decirme que una señora del barrio le había preguntado por los joyeros que suelen reunirse en una mesa del rincón.

Los Caracoles... Un tufo a pollo asado, el calor sofocante al cruzar la esquina de Escudellers, ella sentada en las rodillas de su padre, que hablaba con otros hombres, el dueño del local, enorme desde su perspectiva, con un puro tan apestoso como el pollo siempre entre los dedos. ¿Qué tenía, cuatro, cinco años? Albert sólo la había llevado una vez a aquel restaurante, y Regina lo había olvidado por completo, hasta el punto de que cuando empezó a visitar a Teresa, con su padre, nunca asoció el local con ella, con su casa, a la que accedían desde el extremo opuesto, desde la plaza cercana al puerto. Más adelante, cuando Albert ya no la acompañaba, Regina pasaba a menudo por delante de Los Caracoles, de las mesas dispuestas en la estrecha acera, a las que algunas noches se sentaban artistas de cine, sobre todo italianos. Una vez reconoció a Walter Chiari, que fue novio de Lucia Bosé, pero no el lugar. Memoria, vieja puta, ¿dónde estabas? El día en que Albert pidió pollo con patatas para ella y lo troceó pequeñito para que no se le atragantara, ¿pensaba ya en Teresa, con su hija en las rodillas? ¿Por qué no fue capaz de retener el recuerdo infantil, que la habría puesto en guardia cuando los amantes consideraron oportuna su entrada en escena?

«Dios sabe que de la soledad en la que estoy sumido, sólo me rescata la miel de tus labios.» ¿De dónde había sacado Albert Dalmau aquel estilo literario adolescente, pueril? ¿Qué debían parecerle sus frases de novela romántica a la estricta paladina de las letras? ¿Es que el amor ofuscaba el sentido crítico de Teresa? Pasó a otra carta.

Escribirte todos los días me consuela de no poder verte tan a menudo como lo necesito. No entiendo que ames a alguien tan
acabado como yo. Antes de conocerte sólo sobrevivía. Ahora sé que podría estar vivo todos los días si tuviera el coraje necesario. Cuento las horas que faltan para verte, mientras permanezco encadenado a esta casa como un preso en su mazmorra.

Regina se mordió los labios.
El conde de Montecristo
era la novela preferida de su padre. Teresa debió de apreciar la referencia. Se mordió los labios. No le proporcionaba placer ser tan amarga.

Si no tuviera que velar por mi hija y me faltara la fe, hace tiempo que me habría tirado por el balcón. Me siento responsable. Fue el nacimiento de Regina lo que cambió a María hasta convertirla en la desgraciada que es hoy. Ella no quería tener hijos, después de tantos años de matrimonio, y puede que sus depresiones y dolores de cabeza no hubieran desembocado en esta horrible enfermedad si, entre todos, no nos hubiéramos empeñado en curarla mediante el embarazo. Una mujer sin hijos es como una maceta sin plantas, dijo el médico que la trataba, y yo pensaba lo mismo. No sabía que hay mujeres que nacen sin instinto maternal y que es un sacrilegio imponérselo. Todo se desplomó en la casa cuando nació Regina. María se desentendió de la niña y no volvió a salir de su habitación. Quiso que el mal entrara en su cuerpo para impedir que entrara yo. Se volvió despótica y vanidosa, presumía de su enfermedad, por así decirlo. A mí me da mucha pena verla, con el vientre y los tobillos hinchados, la cara verde y esa sonrisa retorcida que me dirige cuando le hablo. A veces, pienso que se ha vuelto loca, y eso hace que me sienta más culpable y más atado a ella.

Y no sólo es eso. Es Regina quien se lleva la peor parte. La inocente no merece crecer en una casa como ésta.

Interrumpió la lectura. Necesitaba beber algo fuerte. Salió de la habitación, dejando la puerta medio entornada, y se dirigió al salón. Al pasar por delante del dormitorio de Álex le pareció oír un jadeo. Pensó en el chico masturbándose y sonrió. La muerte y la vida, tabique por tabique. En el cuarto de Judit, por el contrario, reinaba un silencio completo. Regina sacó un vaso del mueble-bar y se sirvió una buena ración de whisky, que bebió allí mismo. Cogió también la botella y volvió sobre sus pasos. Sin duda, Álex había terminado su trabajo, porque ahora el silencio era completo.

Sentada ante la mesa, llenó medio vaso y bebió un largo trago. Ardía, pero reconfortaba. En aquel momento, hasta le habría gustado fumar. ¿A qué sabían los Celtas de Teresa?

Volvió al montón de fotos. Albert y Teresa, junto a la puerta de la Casa de la Risa, en las atracciones del Tibidabo. El se había quitado la chaqueta y la sujetaba con un dedo por encima del hombro. Con el otro brazo ceñía la cintura de la mujer. En otra foto, muy posterior, aparecían Teresa y ella, sentadas en el jardín. Regina debía de tener entonces unos quince años. Otra foto, pequeña, de estudio, de una niña morena y regordeta, que miraba ceñuda al objetivo, de pie, con los pies trabados como si estuviera a punto de caerse. Leyó, en el dorso: «Regina, 1953, por su tercer cumpleaños.» Si daba por buena la primavera de 1955 como la época en que la pareja se conoció, y tanto las cartas como el nomeolvides daban pruebas de ello, ¿qué hacía allí una foto suya anterior?

Leyó oblicuamente media docena de misivas (tanto amor, Señor, tanta impotencia: por momentos, la figura de su padre se le iba haciendo más patética), hasta dar en un párrafo con la respuesta.

La conversación de ayer resultó tan desgarradora para mí como para ti. Es muy duro pensar que nunca podremos tener hijos, que el tiempo de la felicidad, para nosotros, es una ilusión que puede estallar en cualquier instante. Habrías sido tan buena madre. Estás tan dotada para enseñar. Tienes tanta paciencia. Yo mismo siento que aprendo a tu lado, aunque haya cosas en las que no te puedo seguir, no porque no te entienda, sino porque eres más fuerte. Cuando me hablas de tu marido, y de cómo desafiaste a tu familia para irte con él, siendo casi una niña, cuando hablas de eso me siento al mismo tiempo orgulloso y humillado. Orgulloso de ti. Humillado por mí, y sabes muy bien de qué estoy hablando. Eres una mujer superior, obligada a vivir en un mundo que no te comprende. Me duele ver cómo te desprendes, una a una, de las alhajas que te regaló tu abuela.

He estado buscando más fotos de Regina, pero mucho me temo que acerté cuando te dije que no tengo ninguna más. Sólo la que te di ayer. Le hice una después del bautizo, pero su madre no sabe dónde está. Gracias a ti, he vuelto a sacar la cámara de donde la guardé por aburrimiento, le haré una foto tal como es hoy, te encantará. Tiene mucho carácter para su edad, si vieras qué berrinches coge, persiguiendo a la criada por el pasillo. También te haré fotos a ti, y tú a mí. Es importante que, el día de mañana, nos queden las fotografías.

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