Regina volvía a levantarse a las siete, casi tan pronto como cuando escribía de verdad, y tras una ducha rápida se vestía con informales pero impecables atuendos de mañana. Había empezado a hacerlo para marcar distancias ante su subordinada, y ahora se veía eligiendo, con la mente puesta en Judit, las prendas que le sentaban mejor y que más la rejuvenecían. Y lo hacía para agradarle, no para imponerle su autoridad. Para cuando Judit aparecía, hacia las ocho, cargada con los periódicos del día (otra tarea perdida por Flora), Regina estaba lista para iniciar la jornada. Desayunaban juntas. Se habituó a compartir con Judit la lectura de diarios, a comentar las noticias con ella. En realidad, era Regina quien peroraba mientras la otra asentía; no parecían interesarle gran cosa los conflictos internacionales ni la política nacional, y sólo cuando la escritora se refería a asuntos de índole social, como la violencia doméstica contra la mujer y el trato a los inmigrantes extranjeros, abandonaba su apatía para unirse incondicionalmente a las opiniones de Regina. En cierta ocasión en que la novelista, algo exaltada, bramó contra de terminados jueces que rebajaban las sentencias a los hombres que maltrataban o asesinaban mujeres, Judit hizo algo que emocionó a Regina. Sacó de sus profundidades la mirada de arrobo que reservaba para el final de la jornada y, arrastrando su cazallosa voz, le dijo:
—Deberías presentarte a las próximas elecciones. No te lo tomes a coña, eres la única persona en quien confía España entera.
—No seas exagerada —sonrió Regina.
Pero qué diantre, ¿a quién no le gustaba empezar bien la mañana?
Temía que la llegada de Álex alterara el plácido ritmo de los días que pasaba con Judit. Además, los dos tenían casi la misma edad. Sería inevitable que la chica se entendiera con él mejor que con Regina.
El muchacho compareció, sin avisar, a primera hora de la tarde, interrumpiendo la pequeña siesta con que Regina solía regalarse en el sofá del estudio. Su intempestiva llegada la puso de mal humor, pero lo que le sentó peor fue lo poco que quedaba en él, a juzgar por las apariencias, del chico alborotador que había vivido en su casa años atrás. No era tan necia como para pretender que se mantuviera igual, pero lo que menos esperaba era encontrarse con una réplica de Jordi, en joven. Por grande que fuera el afecto que sentía hacia Álex, Regina, al aceptarlo en su casa, no había actuado sólo movida por su generosidad. Lo que en el fondo quería era que el muchacho reconociera la superioridad de su actitud en comparación con la de Jordi, que se lo había quitado de encima para poder moverse a sus anchas por Miami. Álex tenía la misma sonrisa de su antiguo amante, y eso le traía demasiados recuerdos.
La vieja ira volvió a ella, puntual como las recaídas de una enfermedad crónica, dragando las miserias del pasado. Nada podría modificar el hecho de haber sido rechazada.
Iba vestido de marrón oscuro, con pantalones de pernera ancha y recta y una parka con capucha. Llevaba unas Nike amarillas de triple suela, con los cordones desatados. Dejó caer la bolsa de viaje y la mochila en el suelo, sin demasiados miramientos. Había crecido tanto que tuvo que inclinarse para besarla. Regina no sólo no le devolvió el beso, sino que puso en su bienvenida tanta acritud como le fue posible:
—Si quieres quedarte a vivir en esta casa, antes tendrás que contarme con todo detalle, para que lo entienda, por qué has dejado los estudios.
Fue entonces cuando Judit, que había presenciado la escena en silencio, intervino. Tendió su mano, y no sólo físicamente, al recién llegado:
—Hola, soy Judit, encantada. Qué casualidad. Yo tampoco he estudiado gran cosa —explicó alegremente—, y ya ves, Regina me ha dado trabajo. Mujer, si tú misma has escrito que el mundo está lleno de asnos licenciados. Ven, Álex, te acompañaré a tu habitación. Creo que es la que ocupabas antes.
Los vio alejarse por el pasillo, cuchicheando entre risas.
Regresó a su estudio, Judit se reunió con ella poco después:
—A mí me parece muy simpático —comentó.
Regina hizo como que no la oía. Aquella tarde trabajaron en silencio. Poco a poco, recuperó la tranquilidad. Todo estaba bajo control, se dijo. No iba a permitir que, con Álex, la sombra de Jordi se proyectara de nuevo en su vida. Tenía planes. Mientras fingía repasar las galeradas, realizaba anotaciones relacionadas con Judit en una de las pequeñas libretas que descansaban sobre la mesa.
Al final de la tarde, Judit había dado cuenta del contenido de una nueva caja de cartón, colocando cada papel en su archivador correspondiente. Si seguía a aquel ritmo, pronto se le acabaría a Regina la excusa para tenerla cerca. Tenía que combinar esa tarea con algo más, algo que la retuviera en la casa, incluso por las noches.
—Lista, por hoy—dijo Judit, contemplando, satisfecha, la mesa vacía.
Regina se echó hacia atrás, apoyándose en el respaldo anatómico de su silla.
—¿De qué hablabais Álex y tú cuando lo has acompañado a su cuarto?
—De música. ¿Sabías que quiere ser iluminador teatral? Por eso colgó los estudios.
—¿Me estás diciendo que quiere ser electricista?
—No, mujer. Iluminador. Según me ha dicho, eso también es una carrera. Yo no he ido mucho al teatro, pero por lo poco que he visto, los que ponen las luces tienen también mucho arte. Tanto como los pintores. O como los escritores.
—A propósito, Judit —Regina no quería pasarle aquello por alto—. Nunca he escrito esa necedad acerca de asnos licenciados. Si me preguntaran, diría que tener estudios es importante tanto para los asnos como para los sabios.
—Si yo fuera tú —la joven clavó en ella su mirada perspicaz—, no me preocuparía por Álex. Que no lo entiendas no significa que no podáis convivir con armonía.
—Va como un cerdo. —Regina no quería dar su brazo a torcer, aunque se preguntaba si no había sido demasiado severa con él.
—No es verdad. Va como cualquier chico de su edad. Por chocante que te parezca, así es como grita a los demás que él también existe. Todos lo hacemos, cada cual a nuestra manera. Mírame a mí. Puede que, como dice mi madre, me vista de cenizo, pero ella y el resto del mundo no tienen más remedio que aguantarme. Como yo la aguanto a ella, y al resto del mundo.
—Ya que lo dices —comentó—, un poco rarita sí que te ves.
—El día que te atrevas, me enseñas una foto de cuando tenías mi edad y veremos cuál de las dos resulta más estrafalaria —replicó Judit.
Regina soltó su primera carcajada sincera de las últimas semanas.
—Ni loca. Me perderías el respeto.
Pensó que algún día le resultaría divertido enseñarle sus fotos de los setenta, de cuando iba medio vestida de hippy, con el pelo rizado estilo afro y calcomanías de purpurina en los pómulos.
Judit se apartó de la mesa de joyero y caminó hacia la puerta cristalera que comunicaba con el jardín. Solía hacerlo cuando terminaba su trabajo diario.
—El jardín me gusta aún más que el DVD —decía.
Gracias a Judit, Regina recuperaba sensaciones olvidadas. La ilusión por ser rica, que tanto la había colmado en los primeros tiempos, se había desvanecido por completo. Se había acostumbrado, eso era todo. Sí, tenía un hermoso jardín, otro de los privilegios de que disfrutaba. Trató de imaginar qué sentía Judit al verlo. O, mejor dicho, qué sentiría una muchacha salida de la nada y dispuesta a cualquier cosa para realizar sus ambiciones. Es decir, alguien como la protagonista de su proyectada novela.
Judit. Su hallazgo salvador, su mina. Su diamante en bruto. Alguien, algún día, lo tendría que tallar.
Las luces instaladas en la rocalla iluminaban el jardín, transformando con delicadeza los dibujos y volúmenes de las plantas. Judit tenía razón, iluminar también es un arte, como escribir; también consiste en escoger y desechar, en ordenar el caos. Si era eso lo que Álex quería hacer, ¿quién era ella para oponerse?
Llena de optimismo, Regina preguntó:
—¿Crees que a Álex le apetecerá una cena para tres delante de un buen fuego? Todavía no hemos encendido la chimenea, y me apetece hacerlo. Da un poco de faena, pero compensa.
—Déjalo de mi cuenta —replicó la otra, y la escritora supo que se refería tanto a convencer al muchacho como a poner el fuego a punto. Qué alivio, tenerla allí.
Mientras Judit apagaba las luces del estudio, Regina suspiró:
—Espero que, por lo menos, se haya dado una buena ducha.
Cuando Regina y Judit entraron en el salón, Álex se hallaba despatarrado en el sofá preferido de la dueña de la casa. Iba vestido con un pijama oscuro que parecía un chándal, o viceversa, y tenía en una mano el mando a distancia del televisor, por cuya pantalla desfilaban imágenes de videoclips musicales. Con la otra mano sujetaba el mando del equipo de sonido, del que surgía una atronadora sarta de decibelios.
—¿Qué es ese ruido? ¿El apocalipsis? —Regina no pudo evitar la ironía, aunque le quedó desvirtuada porque tuvo que gritarla a voz en cuello.
—Hamlet —respondió el chico, bajando el volumen.
—Qué bien. Debe de ser el monólogo.
Judit se apresuró a intervenir:
—Es el nombre de un grupo de
metal
español. Parece que son muy buenos, aunque yo tampoco entiendo gran cosa —añadió.
—Esta canción se llama
Insomnio
—informó el muchacho.
Regina se mordió la lengua para no lanzar otra pulla. Hacía demasiado tiempo que había perdido contacto con la música moderna. Lo último que recordaba con agrado era la imagen de Police en la que Sting se quitaba la camiseta por la cabeza y se quedaba con el suculento torso desnudo. Habían pasado más de veinte años. Se dirigió a la cocina, siguiendo las instrucciones de Judit, que la había instado a que fuera organizando las bandejas mientras ellos preparaban la mesa de centro, ya que no valía la pena que se instalaran en el comedor. Colocó quesos, embutidos y yogures en la encimera, y se quedó sin saber qué hacer con todo ello. La chica tardó sólo unos minutos en entrar a ayudarla.
—No es más que un crío —dijo, encogiéndose de hombros—. Y sí, se ha duchado. Lo que pasa es que no le luce.
—Me gustaría saber en nombre de qué extraña promesa que se supone que les hemos hecho y que no hemos cumplido —resopló Regina, presa de furor generacional— los jóvenes de hoy en día se creen con derecho a hacer lo que les pasa por los cojones y a plantar sus patazas en nuestra propiedad privada.
—¿Lo dices por mí? —sonrió Judit, flemática, al tiempo que se hacía cargo de la intendencia—. Te recuerdo que sólo tengo un año más que Álex. Anda, quita, que escribiendo serás un genio, pero en la cocina eres una inútil total.
Nada complacía más a Regina que la mezcla de familiaridad y consideración con que Judit se dirigía a ella.
—Sabes perfectamente por quién lo digo. Y ni siquiera te dan las puñeteras gracias.
Con destreza, Judit distribuyó las viandas en varias bandejas.
—¿Tomamos agua? —preguntó.
Parece que haya nacido aquí, se maravilló Regina, viendo cómo llenaba la jarra de cristal con agua mineral a temperatura ambiente. Se sintió culpable por su estallido.
—Se me ocurre una idea mejor —propuso, conciliadora—. ¿Por qué no abrimos una botella de champán? Así celebramos la llegada de Álex.
Sacó Moét Chandon de la nevera.
—Es francés, espero que te guste.
—Yo también —la sonrisa con que Judit la obsequió era esplendorosa—. No lo he probado nunca.
Al diablo con Álex. Lo único que le importaba era asistir al despertar de la muchacha a los placeres de la buena vida.
Para su sorpresa, cuando salieron con las bandejas, Álex estaba sentado correctamente en uno de los sillones. No sólo había dejado el sofá libre, sino que había bajado la música y apagado el televisor, y había puesto los mandos de los aparatos, uno junto a otro, en la mesita auxiliar, como un tributo a la potestad de Regina sobre el territorio. Esta Judit, qué mano tiene, se dijo.
Sintió que tenía que recompensar a Álex con un gesto de cortesía:
—Si quieres, puedes dejar la tele puesta, siempre que no molestemos a los vecinos. A mí también me gusta, ocasionalmente —mintió—, ver los videoclips de la MTV.
Brindaron por los tres, por su futuro en común.
—Regina, ¿sabías que lo que Álex quiere aprender sólo lo enseñan en Aviñón y en Londres?
Durante toda la cena, Judit se encargó de animar la conversación, y Regina hizo lo que pudo para estar a la altura de las circunstancias. Los jóvenes hablaban de asuntos que parecían conocer pero que a ella se le escapaban, y utilizaban un lenguaje sincopado que a ratos le resultaba ininteligible. Álex comentó que temía que la ciudad hubiera cambiado mucho durante su ausencia, y preguntó dónde se hallaban ahora los sitios de moda. Judit se ofreció a acompañarlo a un par de antros y se interesó por los locales que Álex solía frecuentar en la capital y la vida que llevaba allí.
Lo hace por mí, pensó Regina con orgullo. Había pecado de malpensada al imaginar que Judit y Álex se convertirían en aliados juveniles contra ella. Estiró las orejas cuando oyó a la chica preguntar:
—En eso que tú quieres ser, iluminador, ¿se tarda mucho en ganar dinero? ¿Puedes llegar a ser tan rico como un actor o un escritor?
—Coreógrafo de luces, y con el tiempo, director de escena. Hoy en día, los montajes se hacen en función de la luz —puntualizó Álex—. Y sí, si eres bueno puedes sacarte una pasta. Sobre todo si vas con el título de la Royal Academy of Dramatic Art por delante.
—Estáis muy equivocados —terció Regina—. Sólo los actores o escritores consagrados se ganan bien la vida. El resto hace equilibrios en la cuerda floja.
—¿Qué piensa tu padre de tu vocación? —Judit seguía interrogando a Álex.
El muchacho respondió, mirando a Regina:
—Mi padre... Ya sabes cómo es. Tiene dos ideas sobre mi educación. La primera, que haga lo que quiera mientras no lo moleste. La segunda, que es la que siempre acaba por prevalecer, que la única educación que existe para mí es la que me hace completamente infeliz. Es decir, empresariales.
Así que Álex también sabía la clase de individuo que era su padre. Regina dirigió al muchacho una sonrisa divertida. Sería muy agradable contribuir a que se convirtiera en un profesional competente en el campo que él prefería, proporcionarle los medios para que se emancipara por completo de Jordi. Esta idea la relajó por completo. De repente, pegó un brinco en el sofá. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¿No eran modelos jóvenes lo que necesitaba para su novela? ¿No reunía Álex todos los requisitos generacionales que, en su opinión, caracterizaban a los chicos de hoy? ¿No potenciaría su presencia en la casa el comportamiento de Judit, y al revés? Había sido muy tonta al no darse cuenta antes de que el hijo de su antiguo amor también contribuiría, sin saberlo, a sacar del pozo a Regina Dalmau.