Experimentaba sentimientos ambivalentes al respecto. Por un lado, estaba de acuerdo con Blanca en que un cambio de registro era lo único que podía sacarla de la crisis. Por otro, su inteligencia le advertía de que, aun en el caso de que lograra escribir la novela, no sería más que un parche para taponar de mala manera la auténtica razón de su inestabilidad: aquella maldita voz de la memoria que trepaba hacia la superficie como los caracoles de su recuerdo infantil.
Aguantó cuanto pudo el vivaz parloteo de los chicos. Y cuando, muerta de sueño, decidió dejarlos solos para que se conocieran mejor, lanzó a Judit esta exigencia:
—Ni se te ocurra irte a dormir a casa a estas horas. Tengo una hermosa habitación de invitados que te está esperando. Al menos, por esta noche.
Antes de acostarse, llegó a la conclusión de que la botella de Moét Chandon le había salido muy barata.
—Perdona mi atrevimiento —se disculpó Judit—, pero creo que tenía la obligación de contarte que Regina me tiene muy preocupada.
—Al contrario, te agradezco que me hayas llamado —la tranquilizó Blanca—. Hace tiempo que veo que no está bien, pero ya sabes cómo es, tozuda como una mula. ¿Y dices que duerme mal?
—No es de las que se quejan, ya lo sabes. Lo que pasa es que yo se lo noto.
—Eres muy observadora.
—Sí. Eso sí que lo tengo.
—¿Y dices que hoy ha sido peor que nunca?
—Sí, pero, por favor, no le telefonees ni le insinúes nada. Me moriría si descubriera que hablamos de ella a sus espaldas.
—No te preocupes. La discreción incondicional es uno de los dos principios por los que me rijo. Una agente literaria sabe ser muda como una tumba.
—¿Cuál es el otro?
—¿Cómo?
—El otro principio.
—¡Ah! Algo fundamental: no permitir que ningún autor devuelva jamás un adelanto por un libro que no ha podido escribir.
—¡Qué apasionante profesión, la tuya! Y qué difícil, ¿verdad?
—Pues sí, hija mía. A veces los mandaría a todos al cuerno, editores y autores. Soy el pozo donde echan sus miserias. Regina es especial. Nunca habla de sus problemas personales, salvo cuando ya los ha resuelto. Sólo meses después de la ruptura me contó que el último zángano la había abandonado, cosa que fue lo mejor que pudo pasarle, dicho sea de paso. Regina tiene mucho pudor. Ahora está en crisis con su trabajo, pero reventaría antes de admitirlo, ni siquiera delante de mí. La conozco bien. Por eso me parece ideal que me informes de lo que ocurre en esa casa. Tenemos que protegerla de sí misma y, sobre todo, proteger su carrera.
—No te puedo contar más que lo que veo, porque conmigo no se sincera. Está descentrada, Blanca. Tiene las pruebas a medio corregir, y ni siquiera lo hace a fondo. Les he echado un vistazo, y no se fija ni en la ortografía, aparte de que hay que mejorar la sintaxis. En mi modesta opinión, habría que cambiar párrafos enteros.
—Eso es completamente nuevo. Regina suele ser muy concienzuda.
—Tú la entiendes mejor que nadie. Dime qué tengo que hacer. Le he cogido mucho cariño, ¿sabes? Es una mujer tan extraordinaria.
—Sí, lo es. Por lo que me ha contado, ella también te aprecia. Confía mucho en ti. Dice que eres más inteligente que la gente de tu edad, que tienes las ideas muy claras.
—¿Te puedes imaginar lo que para mí significa trabajar para Regina? A su lado, no dejo de aprender. Me gustaría ayudarla más, aunque no sé cómo.
—¡Ah, ése es el problema! A los escritores hay que tratarlos con guantes de seda. En tantos años de profesión como llevo a cuestas, nunca he tropezado con uno solo, fíjate en lo que te digo, uno solo, que no se ponga de uñas cuando le haces la menor insinuación acerca de su trabajo.
—Yo me volvería loca de gratitud si alguien como tú se convirtiera en mi agente.
—¡No me digas que también escribes! Regina no me ha contado nada.
—Es que no se lo he querido decir. No soy más que una aspirante a escritora, me daría mucha vergüenza que Regina viera mis cosas, y no te digo tú, que estás acostumbrada a tratar con gente de tanto prestigio. De momento, no he escrito más que algunos cuentos cortos...
—Oye, bonita, ahora tengo que colgar porque me espera un hijoputa inglés que quiere montar una agencia aquí, y el muy capullo pretende que lo asesore. ¡Buena está la competencia! En lo que se refiere a Regina, confío en ti tanto como ella. Ayúdala en cuanto puedas, incluso con el libro. Tenemos que estar en la calle la primera semana de diciembre, como mucho. Arréglatelas, y llámame siempre que lo necesites.
—Una última cosa...
—¿Qué?
—Me parece que le resultaría mucho más útil a Regina si me trasladara a vivir aquí. Trabajaría más horas, le haría compañía.
—¿Estarías dispuesta? Te va a sacar las mantecas.
—Haría cualquier cosa por ella. Cualquier cosa.
—Eres una joya, Judit. Cómo me gustaría tenerte aquí, en mi despacho.
—He pensado que, si tú se lo insinuaras...
—Dalo por hecho. Y no te preocupes, que no se va a enterar de nuestro pequeño complot.
Judit apagó el móvil y se levantó de la cama. Alisó la colcha para borrar las huellas de su cuerpo. Antes de salir, echó una última ojeada a la habitación. No resistía la comparación con el dormitorio de Regina, pero era bastante amplia, contaba con todo tipo de comodidades y estaba decorada en tonos asalmonados y verdes.
Pronto la ocuparía. Había tenido que improvisar un nuevo guión para empujar el desarrollo de los acontecimientos, pero el resultado de su encuentro con Regina sería el que había previsto desde el principio.
—Si queréis sacar el libro, será mejor que me mandéis el proyecto de márketing y todo lo relativo a la campaña promocional hoy mismo. Y enviadle una copia a Blanca, quiero que lo vea antes de que tomemos la menor decisión.
Regina hablaba por teléfono con Amat, su editor, mientras se rascaba la cabeza con un bolígrafo, reclinada en el asiento contra la pared del estudio y con los pies sobre el escritorio. Odiaba que Álex profanara con sus zapatones la tapicería del sofá, pero tenía que reconocer que aquélla era una de sus posturas preferidas, y que, además, le complacía la admiración con que Judit parecía reaccionar ante su demostración de carácter. La joven se había detenido en plena labor y concentraba toda su atención en ella, dedicándole una de sus miradas especiales.
—Comprendo que no os toméis el mismo interés con este libro que el que pondríais en una novela inédita —reflejado su poderío en la expresión embelesada de Judit, Regina se crecía por momentos—, pero un poco más de entusiasmo sí que os lo agradecería. Di a tus niñas que despeguen el maldito culo de la silla.
Tapó el auricular con la mano, puso los ojos en blanco y murmuró, sacudiendo la cabeza:
—¡Editores!
Judit la premió con una sonrisa de complicidad.
—No, ni hablar. No pienso mandaros las pruebas corregidas mientras no tenga todo lo demás delante de mis narices. Y nada de reproches por el retraso, guapo, ya querrías que todos tus autores te cumplieran como yo. Quiero también los carteles y los expositores para las mesas de las librerías. Y la maqueta de la portada definitiva, desde luego. No, de ninguna manera, me niego. El texto de solapa lo escribiré yo, al fin y al cabo siempre tengo que reescribirlo porque no se os ocurren más que disparates. Os lo mandaré junto con las pruebas, cuando las tenga. Diles a los de la imprenta que se vayan preparando unas tilas, porque voy a hacer muchas modificaciones en los textos. Haber corrido más, qué quieres que te diga.
Colgó dando un golpe seco, pero no estaba de mal humor; al contrario, se sentía eufórica.
Apenas habían transcurrido dos semanas desde su primer encuentro en el ateneo, y la joven ya se había trasladado al cuarto de invitados. Hizo la mudanza la tarde anterior.
—Es una tontería que, saliendo tan tarde todas las noches, no te instales aquí —le había dicho Regina—. Tengo nuevas tareas que encomendarte. Mi editorial se está poniendo pesada, no paran de llamarme, y queda un montón de trabajo por hacer. Me agobio, y creo que puedes ayudarme mucho. Tómalo como algo provisional; si te gusta, bien, y si no, puedes volver a dormir a tu casa en cuanto quieras. Si lo consideras necesario, puedo hablar con tu madre. Supongo que necesitará que la tranquilice.
—No te preocupes por eso. En casa siempre he hecho lo que he querido —respondió Judit, radiante—. Mi madre tiene mucha confianza en mí.
—Pues esta misma tarde te tomas un par de horas y te traes tus cosas. Que te acompañe Álex, si te hace falta. No estará mal que arrime un poco el hombro, que le va a entrar artritis en los dedos de tanto darle al mando a distancia.
—No creo que sea necesario —dijo Judit—. Para lo que tengo que transportar...
—Ni se te ocurra decorarme la casa con esos pingos negros que tanto te gustan. —Era una ocasión inmejorable para que Regina impusiera condiciones—. No llegaré al extremo de decirte que pareces un cenizo, como hace tu madre, pero ha llegado el momento de que cambies tu línea de vestuario. Y no te preocupes por el dinero, que la casa invita.
Judit la miró con tal calidez y gratitud que Regina estuvo a punto de acariciarle el pelo. Se detuvo a tiempo: también tendría que acompañarla a la peluquería. Su fiel Kimo sabría qué hacer con aquella melenilla sometida al fijador.
Aunque la iniciativa de que Judit se instalara en el cuarto de invitados surgió de Regina, que llevaba dándole vueltas desde el principio, había sido Blanca quien le había dado el empujón definitivo, en el transcurso de una de sus habituales conversaciones nocturnas.
—Una cosa es ir con retraso —había dicho—, y otra, no llegar. Por lista que seas, no podrás tú sola con todo. Y menos, teniendo que atender al hijo del zángano. Esa chica que te ayuda parece de confianza. ¿Por qué no la metes en tu casa y la usas a tiempo completo? A esa edad, no necesitan dormir mucho, y podrás obtener de ella mayor rendimiento.
Una vez más, su agente tenía razón. El problema era que, después de corregir las pruebas de los textos que formaban su próximo libro, Regina no estaba satisfecha con el resultado.
—Si no lo tuviera comprometido, me negaría a publicarlo —le confesó a Blanca—. No tiene ni pies ni cabeza.
—Fuiste tú quien se empeñó en asaltar cada año las listas de éxitos, con un libro u otro —le recordó la agente—. ¿Por qué no le pides a Judit que le eche un vistazo? Según parece, tiene mucho criterio.
Llevaba semanas cantándole a Blanca las excelencias de Judit y, aunque seguía sin confiarle que la tenía bajo observación literaria, sus alabanzas giraban siempre en torno a su frescura juvenil, su juvenil vitalidad y su insólita y juvenil sensatez. Era inevitable que la otra, al aconsejarle que sometiera las galeradas a su juicio, remachara:
—No te iría mal que alguien de su edad pusiera tus textos al día.
De modo que, la víspera, después de que Judit colocara en su cuarto las cuatro cosas que había traído consigo en una bolsa de viaje que hasta a Regina le pareció excesivamente pequeña (como si la joven pensara instalarse sólo un fin de semana... o quisiera dejar atrás cuanto le recordaba a su vida anterior), la escritora se sentó en el sofá del estudio y, tal como había hecho durante el día de Todos los Santos, invitó a Judit a sentarse a su lado.
—Primero guardaré todo eso, es un estorbo —Judit señaló las cajas que habían servido para guardar los documentos.
—Déjalo, Flora las meterá mañana en el trastero.
—Puedo hacerlo yo. Con la manía que me tiene, sólo falta que le dé trabajo extra. ¿Dónde está la llave del trastero?
—¿Qué llave? —preguntó Regina, intrigada.
—La de ese cuarto que siempre está cerrado. Supongo que ahí es donde metéis lo que no tiene utilidad a medio plazo. Y estas cajas —sonrió con picardía—, no las vas a necesitar mientras yo siga aquí.
—Te equivocas —Regina esgrimió una sonrisa similar—. En ese cuarto guardo libros, papeles inservibles que me resisto a tirar, y está cerrado porque perdí la llave. El trastero ya lo conoces, se encuentra en la parte de la cocina, pasado el
office.
Judit hizo el gesto de coger las cajas.
—Déjalo de una vez, no seas tozuda. Ven y siéntate.
La chica obedeció.
—Puede que te extrañe lo que voy a pedirte —dijo—, pero necesito que leas las galeradas de mi libro y que apuntes en los márgenes todo lo que no te parezca bien. Gramaticalmente, ya las he corregido yo, así que eso no debe preocuparte. Lo que quiero es que leas cada texto como si no me conocieras, desde tu punto de vista. Algunos artículos fueron publicados hace mucho tiempo y puede que hayan quedado algo anticuados. Yo estoy tan metida dentro, que ni me entero. Me interesa que me señales cuanto te huela, cómo te lo diría, a viejo, a carca.
Había esperado una ardiente protesta por parte de Judit («Tú no serías carca ni aunque te lo propusieras, y lo que escribes nunca pasará de moda», por ejemplo), pero la chica se limitó a tomar entre los brazos el mazacote de pruebas y a apretarlo contra el pecho, con el mismo gesto emocionado con que, aquella primera mañana, abrazaba la carpeta llena de recortes suyos.
—Te juro que lo haré tan bien como sepa —se limitó a decir.
Era evidente que, entre el traslado y el encargo, había entrado en éxtasis, aunque Regina, que era muy suspicaz cuando se trataba de su obra, se preguntó si tanta beatitud no respondería al deseo de hincar sus colmillos en el libro. No seas absurda, se amonestó, es lógico que la pobre esté emocionada ante la idea de que va a leer el libro antes que nadie.
Judit no podía saber hasta qué punto Regina se sentía indefensa, desnuda, en aquellas galeradas que contenían algunas de sus mejores virtudes literarias pero también sus peores defectos. Si ella, al leerse, dudaba acerca del valor real de su talento, ¿qué no podría llegar a pensar una extraña? Porque, pese a sus ataques de aguda autocrítica, Regina también era condescendiente. Inexorable con la gramática, indulgente con el sentido. De otra forma, ¿cómo podría seguir viviendo?
¿No había sido indulgente, también, con el sentido que había otorgado a su existencia, si es que le había dado alguno? ¿Acaso no creía detectar, en el origen de su reciente período de esterilidad creativa, el resultado de una larguísima sucesión de erróneas decisiones personales? Y, sin embargo, no había hecho nada para retroceder en el tiempo y analizarse. Todo lo que esperaba era sumergirse en la redacción de una nueva novela para seguir adelante sin hacerse preguntas.