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Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (5 page)

BOOK: Mientras vivimos
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Judit pasaba más horas encerrada en su cuarto que jugando, pero si se quemaba la vista era leyendo libros que nada tenían que ver con los estudios. Sus notas eran un desastre, y a los quince años se plantó y dijo que no estaba dispuesta a seguir en el instituto, en donde perdía el tiempo y se le agostaba su talento natural. Lo dijo con su voz desproporcionada:

—En el instituto se agosta mi talento natural.

Eso dijo: «se agosta». Y, por absurdo que parezca, no sonó ridículo. Rocío y Paco aceptaron la explicación sin discutirla apenas, como si fuera algo que estaban esperando. A solas con su madre, el muchacho, que le llevaba cuatro años a su hermana y ejercía de hombre de la casa, comentó, no sin orgullo, que la nena les había salido intelectual, y se decidió a montarle una estantería barata en el dormitorio, con una tabla un poco más ancha que le serviría de escritorio, aunque al utilizarlo tendría que sentarse en la cama, porque no había sitio para una silla. Judit prometió buscar trabajo.

Semanas después logró entrar de aprendiza en una librería-papelería del paseo, y se pavoneó como si la hubieran nombrado jefa de la Biblioteca Central, pero se le bajaron los humos cuando comprendió que allí sólo había dos decenas de libros que poca gente compraba, y que la interminable jornada se le iba en hacer fotocopias y repartir pedidos. En aquella época aún vestía con el desaliño propio de la pubertad, aunque se notaba que hacía experimentos porque algunas veces salía de su habitación, camino del trabajo, con una prenda de más, algo tan modesto como un pañuelo de gasa en torno al cuello o un trozo de cadena atado a modo de cinturón, o unos guantes largos; detalles incongruentes que fueron fundiéndose mientras pasaba de un empleo a otro hasta componer el atuendo que dio por definitivo poco antes de meterse en la agencia inmobiliaria, que era el trabajo que más le estaba durando.

Su pequeño cuarto, que Rocío se atrevía a inspeccionar cuando se quedaba sola en el piso, se había enriquecido con unas cuantas prendas negras que colgaban de los ganchos. En la estantería se apilaban gruesas libretas de anillas que la mujer había desistido de leer porque la letra, menuda y apretada, le producía dolor de cabeza. También tenía muchas carpetas, cada vez más abultadas, colocadas en riguroso orden, con etiquetas en las que Judit había escrito unas iniciales, «R. D.», y una escala de números y asteriscos que le servían para clasificar el contenido. Rocío las había examinado, con el corazón en un puño, porque lo que su hija guardaba como un tesoro era un verdadero museo dedicado a una sola persona: la famosa escritora Regina Dalmau. Y eso, lo mirara como lo mirara, no podía ser bueno.

¿Cuáles eran los sentimientos de su hija hacia aquella mujer? ¿Estaba Judit en peligro? Porque había bastantes posibilidades de que la chica le hubiera salido bollera, se dijo, llevándose la cuchara a los labios para probar la salsa, e inmediatamente soltó una maldición, se había quemado la lengua, me está bien empleado por no haberla llamado lesbiana, o mejor gay, que es como ahora hay que llamar a tortilleras y maricones. Estúpida, volvió a reñirse mientras añadía puñados de sal al guiso, si tu hija es bollera más le valdrá que tenga derechos y digan que es gay.

Rocío se sentía culpable por pensar así, pero qué otra conclusión podía sacar de la desmesurada admiración que Judit sentía hacia la Dalmau, de aquella prolija acumulación de recortes de prensa, de entrevistas con párrafos subrayados y anotaciones al margen, de fotos con flechas y círculos trazados con rotulador que señalaban, la madre que la parió, partes concretas de la anatomía de la escritora, que dicho sea de paso a Rocío le parecía muy distinguida, eso sí, pero muy sosa.

Apeló al no hay mal que por bien no venga con que solía consolarse en cada uno de los momentos de desánimo que sufría debido a sus múltiples militancias: tal como están los hombres, mejor que le dé por las tías, lo que importa es que mi hija sea feliz.

La manía de Judit por Regina empezó cinco años atrás, la noche en que la chiquilla vio por primera vez a la escritora en televisión, en un debate sobre feminismo. Rocío tenía que reconocer que, aunque ella era feminista como la que más, no le había transmitido a su hija más enseñanzas al respecto que su propio comportamiento, así como abundantes comentarios que, en su opinión, resultaban mucho más contundentes que los libros, como por ejemplo: «La vecina del primero se ha vuelto a quedar preñada, cómo se puede ser tan imbécil, a algunos hombres habría que caparlos»; «Paquito, arregla tu habitación, que todos creéis que las mujeres somos vuestras criadas»; «Yo me he ganado siempre lo mío y no he necesitado de ningún hombre»; «Sexo débil, sexo débil, te diré yo cuál es el verdadero sexo débil»; «El día de mañana búscate uno que sea buen compañero, que para mandar ya están los patronos»... Nada más y nada menos.

Regina Dalmau aparentaba entonces poco más de treinta años y llevaba el pelo castaño en corta melena hueca y suelta, un traje de chaqueta gris de corte exquisito sobre una blusa más oscura y una finísima cadena de oro en el cuello, de la que pendía una piedra pequeña que centelleaba en el hueco que formaban sus clavículas al juntarse. Judit parecía deslumbrada, allí sentada, junto a su madre. No perdía palabra del debate pero, sobre todo, no dejaba de mirar a Regina, y se removía en el sillón con impaciencia cada vez que el moderador cedía la palabra a otra participante.

—Eso que lleva colgado seguro que es un brillante —recordaba haber comentado Rocío.

En un arranque que, incluso ahora, le parecía una ingeniosa aportación al tema objeto del coloquio, y aprovechando que estaba echando spray desodorante en las zapatillas deportivas de Paco que tenía en el regazo, añadió:

—Hay que ver cómo les cantan los pies a los hombres.

—¡Calla,
mama,
que no me dejas escuchar! —rugió Judit, a quien le estaba cambiando la voz, pero a más fuerte.

Desde aquel día, Rocío presenció la conversión de su hija a fan absoluta de Regina Dalmau, la vio leer sus libros, colocarlos en una estantería especial. También empezó a prestar atención al periódico que compraba su hermano y las revistas que ocasionalmente entraban en la casa. Cuando encontraba alguna noticia relacionada con la escritora, la recortaba y pegaba con cuidado en una hoja de papel.

Meses después del inicio de su reginomanía, hojeando un semanario especializado en horóscopos, Judit lanzó una exclamación de triunfo, seguida de otra de profundo asombro:

—¡No me lo puedo creer,
mama
! ¡Regina Dalmau y tú habéis nacido el mismo día y a la misma hora!

Las dos tenían 44 años y medio. Y una vida bien distinta, pensó Rocío, mientras su hija vaciaba su hucha para invertir los ahorros de todo un año en la carta astral de la escritora. Hacía poco que habían abierto una tienda de horóscopos en una galería comercial del barrio, y por dos mil pesetas te contaban cómo eras y qué ibas a hacer en la vida, lo cual, en opinión de Rocío, no sólo resultaba una completa imbecilidad sino que, además, empeoraba manifiestamente la calidad de la propia vida porque te dejaba con dos mil calas menos.

—Tiene bemoles, tu hermana—refunfuñó la mujer, después de que Judit saliera, enloquecida, a por la carta astral.

—Déjala en paz,
mama
—dijo Paco, que siempre potenciaba el lado bueno de las cosas—. ¿Qué prefieres, que se lo gaste en drogas o en copas con novietes?

—Pues, mira, en drogas sí que no, pero podría gustarle algún chico. A su edad, a mí ya me picaban las tetas.

Judit regresó una hora después, con metro y medio de papel perforado en los bordes, en donde figuraba un mapa con la situación exacta de los planetas que regían el destino de Regina, una descripción de los rasgos principales de su carácter y una anticipación de lo que podría sucederle en los meses inmediatos.

—Parece una analítica —se burló Paco.

El grupo sanguíneo era uno de los pocos datos de Regina que no constaban en su carta astral.

—No sé qué tenemos en común ella y yo, aparte de haber nacido a la vez —comentó Rocío, con inquina.

—Mama,
no seas ignorante. Regina es de Barcelona capital, y tú, de un pueblo de Sevilla. Eso lo cambia todo —replicó Judit.

—¡Me trajeron aquí a los cinco años! Lo que pasa es que unas nacen con una flor en la frente, y otras, con una patada en el culo. ¿Qué pasa? ¿Preferirías que tu madre fuera esa mujer? De desagradecidas está el mundo lleno.

Se había equivocado al ponerse tan quisquillosa, porque desde ese día Judit dejó de exteriorizar su admiración por Regina, y Rocío no tuvo más remedio que dedicarse a registrar la habitación de su hija siempre que se le presentaba la ocasión, convirtiéndose en el desconcertado testigo de aquel culto a la personalidad que, en su opinión, dejaba en mantillas a Stalin y Fidel Castro juntos.

Lo peor de todo era que, dos días antes, Regina Dalmau había dado una charla en el ateneo a la que Judit había asistido; y que Rocío, ajetreada en la cocina preparando los malditos pinchos de tortilla y embutidos que se sirvieron después de la conferencia, no había podido controlarla.

Y vete a saber, gruñó, recolocándose el delantal, que se le había aflojado por la cintura. Vete a saber.

5

Sintiéndose pringosa, Regina volvió a ponerse la bata para dar tiempo a que su piel absorbiera la perfumada crema. Cuando la naturaleza cierra la puerta de la regeneración de los tejidos, la cosmética abre la ventana de la hidratación artificial: larga vida a la cosmética, canturreó Regina. Al diablo con todo. Vas a cumplir medio siglo pero puedes permitirte un lote completo de productos de belleza La Prairie al extracto de caviar. Da gracias por ello, bonita. Nadie te quiere por lo que eres pero puedes embellecer lo que pareces. Es más de lo que las mujeres que asisten a tus conferencias tienen a su alcance.

Se dirigió a la cocina para servirse agua. Vaso en mano, pasó al comedor y luego al salón. Con la frente pegada a uno de los ventanales, contempló los árboles color verde polución de la plaza, hoy casi sin tráfico. Mira qué bien vives, se consoló. Muebles, cuadros, libros, antigüedades, detalles de moderno diseño, alfombras. Esto es lo que hay. Lloras, sí, pero sobre cojines de seda. Y estaba la vitrina, con su colección de premios dentro. Cuando recibía visitas, Regina encendía la luz halógena, y sus trofeos brillaban como piezas de museo. De museo arqueológico, añadió su voz torpedera.

Sonó el teléfono y cometió el error de responder antes de que saltara el contestador automático. Tal vez era Judit, anunciando que se retrasaría. Demasiado tarde, recordó que la chica no tenía su número.

—¿Cómo está la reina de las letras?

Algunas cosas no cambian nunca, pensó. Era Jordi, el último de sus ex amantes. En los buenos tiempos había dicho de él que era su compañero; aunque tuviera reminiscencias sindicales, la palabra le gustaba y era eso lo que siempre había querido tener, un compañero, aunque quizá no con tanto énfasis como proclamaba en público. Se sentó en la butaca y colocó los pies descalzos, lustrosos por la crema, sobre la mesa de centro. Un objeto llamó su atención. ¿Qué hacía allí el monolito de cristal que le habían enviado la semana anterior los agradecidos miembros del gremio de libreros de una ciudad de provincias? Tenía que hablar seriamente con Flora, su asistenta; se estaba volviendo muy descuidada.

Jordi seguía piropeándola. Algo quiere, se dijo, para llamarme en pleno puente. No tardó en averiguarlo. El muy cínico acababa de ser nombrado presidente de la división latinoamericana de su empresa e iba a instalarse en Miami. Quería endosarle a Álex.

—Será sólo por un mes... bueno, puede que dos. No ignoras cómo se tomó el traslado a Madrid. No puedo cambiarlo de continente sin tenerlo allí todo dispuesto para que se sienta a gusto, la casa, el
college,
en fin, ya sabes.

Claro que sabía. Habían roto dos años antes, después de haber convivido durante tres, pero Jordi se las había arreglado para continuar extorsionándola sentimentalmente, de una manera u otra. Regina quería a Álex, aunque no era hijo suyo. Y su ex lo sabía.

—Mándalo a un internado —protestó—. ¿Qué edad tiene? ¿Diecinueve?

Álex tenía catorce años cuando Jordi se trasladó al piso de Regina y era el fruto de un matrimonio anterior. Fue todo lo que aportó. Ella puso el resto. En aquel tiempo, no le importaba. Se veía compensada por el hecho de que, cuando los periodistas le preguntaban por su estado civil, podía contestarles con orgullo:

—Tengo una pareja estable.

La falta de estabilidad amorosa era su punto flaco. Regina nunca había tenido dificultades para enamorar a los hombres que la atraían, pero su habilidad para conservarlos resultaba más discutible. Hasta hacía poco no se había dado cuenta de que los hombres no le duraban porque siempre se equivocaba en la elección. Le gustaban más jóvenes que ella y del tipo pasivo: aquellos que se le rendían pronto, deslumbrados por su nombre, su fama, su energía, su nivel de vida y su influencia social. Nunca dio resultado. El desastre llegaba siempre al final del primer año de convivencia, como si los individuos de quienes se enamoraba llevaran incorporado un marcapasos biológico de duración limitada. Doce meses, fin de los estímulos, adiós. Había dedicado muchas horas a reflexionar y escribir sobre esta característica masculina, la volubilidad, el cansancio del cazador, su incapacidad para mantener un vínculo cuando la mujer le parecía demasiado fuerte. En algún momento se había preguntado si, como intelectual (se sonrojó al recordar la palabra), no debería anteponer el cálculo a la pasión, y aceptar a cualquiera de los tranquilos y maduros admiradores que la rondaban. Pero una cosa es querer un compañero y otra conformarse con un sillón de orejas.

Tenía que reconocer que, aunque se quejara, se sentía mucho más tranquila cuando su pareja dependía de ella en todos los sentidos, incluido el económico. Hay personas que se resisten a recibir de balde el bien que se les hace. Regina pertenecía a ese grupo. Sólo se sentía tranquila cuando controlaba los cordones de la bolsa y hasta el espacio físico en el que se desarrollaba la relación. Algunos lo llamarían egoísmo, ella prefería pensar que era independencia.

Jordi apareció en su vida, cinco años atrás, ornado con los atributos necesarios para que la sempiterna historia de enamoramiento y desgarro volviera a repetirse. Era cuatro años más joven que ella, tenía un precario empleo en una empresa publicitaria de poca monta y parecía entusiasmado por su personalidad, su empuje. Y, detalle inédito, era viudo. No alardeaba de ello, se limitaba a comentarlo con compungida sobriedad. Tenía cierto aire ausente que Regina tomó por una aureola de tristeza: con el tiempo, ese talante se reveló como la manifestación externa de su soberana indiferencia hacia todo lo que no fuera su propia persona. Le contó que
había tenido
que casarse muy joven con una muchacha de buena familia que había fallecido al poco de nacer Álex, y Regina sobreentendió que se había visto atrapado por un embarazo inoportuno. Parecía indefenso, y la piedad actuó en la escritora como un irresistible afrodisíaco.

BOOK: Mientras vivimos
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