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Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (7 page)

BOOK: Mientras vivimos
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—No sabía que la indemnización por eyaculaciones precoces estuviera tan devaluada.

Y se largó, dejándolo con la boca abierta.

La aventura con Viader había empezado a los pocos días de que Judit entrara en la empresa, una tarde en que el hombre le propuso que lo acompañara a examinar un piso recién incorporado a los listados de posibles ventas.

—Quiero tu opinión de chica de hoy —le había dicho Viader, abriendo la puerta del ascensor lo justo para que Judit tuviera que pasar rozándolo.

Judit se la dio sobre el falso parquet de aquella pretenciosa vivienda situada en la parte nueva del barrio. El hombre se desconcertó un poco porque le resultó evidente que lo que buscaba en la chica estaba tan por estrenar como el piso, y después de manosearle rápidamente los pechos se derramó con tal celeridad en el condón que ella no notó nada más que un dolor corto y agudo, y una irritación que le duró varios días.

En las ocasiones que siguieron, Judit comprendió que no sólo era culpa del hombre que ella no llegara a sentir gran cosa. Viader, excitado, la manejaba con torpeza, agarrándola por la cintura y deslizándola por encima y por debajo de su cuerpo robusto y peludo; a un lado y a otro, piernas por aquí, piernas por allá, mientras repetía compulsivamente:

—¡Qué joven eres! ¡Qué delgadita estás!

Entretanto, Judit no podía dejar de pensar, como había hecho toda su vida, no podía dejar de maquinar, e imaginaba lo fondona que debía de ser la mujer de él, su manera de vestir, su peinado, y luego pasaba revista al piso en el que estaban haciendo el amor ese día. Viader enloqueció durante las semanas en que follaron al menos dos veces al día, convirtiendo en fugaces picaderos casi la totalidad de los pisos que figuraban en el listado de la agencia. Al principio sólo la llevaba a los que estaban recién construidos, y entonces Judit, mientras la jodia, pensaba en la gente que algún día los habitaría, en los muebles que pondrían y en los que ella habría puesto en el caso impensable de que pudiera interesarle seguir viviendo en el barrio y en un edificio tan poco noble como el de su familia pero mucho más pretencioso. Poco a poco Viader perdió la cautela, y empezó a llevarla a viviendas todavía ocupadas por sus propietarios. Pasaba parte del día hablando por teléfono con los dueños, concertando horas de visita:

—Es mejor que ustedes no se encuentren en el piso. Se trata de un cliente muy especial, que no quiere ser visto —argumentaba.

Follar en pisos amueblados era, aparte de más cómodo, mucho más entretenido. Viader la tumbaba en un sofá o sobre la cama, o se lo hacía sobre la formica de la cocina, o en el cuarto de los niños y, mientras, Judit contemplaba con curiosidad los
bibelots,
los cuadros, las cortinas, los muebles, como si al hacerlo se apoderara del espíritu de la casa y de sus ocupantes. Era increíble que la gente tuviera estómago para encerrarse con semejante cantidad de objetos de mal gusto. Una vez jodieron sentados sobre una alfombrilla que tenía tejida la imagen del papa, con la paloma del espíritu santo encima del bonete y la cúpula vaticana al fondo. Quizá fue ese polvo el que trastornó del todo a Viader, quien al día siguiente, nada más entrar en un piso que apestaba a ambientador de rosas, la abrazó, gimiendo:

—¡A la ducha, a la ducha! ¡Vamos a la ducha! ¡No pienso más que en metértela en la ducha!

Debía de ser cierto que no había pensado más que en eso, porque aquel día no cuadró bien los horarios, y en plena efusión acuática fueron sorprendidos por la dueña del piso, que se llevó un susto de muerte. Judit se vistió como pudo (menos mal que su ropa, aunque comprada de segunda mano, era de buena calidad y no desteñía) y salió de estampida. Viader se quedó, dando explicaciones.

Esa misma noche estalló todo porque, como las desgracias nunca vienen solas, la dueña del piso resultó ser compañera de gimnasio de la mujer de Viader, y reconoció a éste de un par de veces que había ido a buscarla; le faltó tiempo para poner al corriente a la esposa ultrajada de los desmanes de su marido. Al día siguiente, Judit fue despedida de forma fulminante por el mismo hombre que horas antes sólo pensaba en metérsela en la ducha.

Había abandonado la inmobiliaria más contenta que unas pascuas, tanto por su frase final que, aunque suya, era digna de su ídolo, como porque la cantidad anotada en el cheque le permitiría, si se administraba bien, dar muchos paseos, comprarse algo en cualquier tienda de ropa usada, y fantasear acerca de su futuro sin tener que aguantar un trabajo de mierda.

Poco a poco, se había ido convenciendo de que lo vivido con Viader podía convertirse en el germen de un relato, o quizá una novela. Era algo que tendría que consultar con Regina Dalmau, como tantas otras cosas.

7

Conozco tu casa. Dirás que suele salir fotografiada en revistas de decoración y que mucha otra gente la ha visto. Ver no es conocer. Sé cómo vives porque sé cómo eres. Cuando escudriño las fotos que los otros se limitan a ojear, todo lo que he averiguado sobre ti dirige mi pensamiento hasta situarte en el lugar y la actitud apropiados. Lo que he leído en revistas y periódicos, lo que te he escuchado decir en radio y televisión. Y, sobre todo, ciertos comportamientos de tus protagonistas femeninas que se repiten una novela tras otra. Demasiadas coincidencias para que no seas tú misma el modelo en el que te inspiras.

Te hago actuar en esos escenarios en donde estoy a punto de poner los pies por primera vez. Por tediosa que resulte mi vida, puedo mirar el reloj y decirme: Regina está haciendo esto y lo otro. Y así me olvido de mí, de cómo doy vueltas y más vueltas sin salir nunca del círculo. «No he dejado de moverme —dice Leonora, tu personaje en mi opinión más logrado—, porque sé que a las chicas que se quedan quietas no les caen regalos del cielo.» En el mundo real, qué complicado resulta acertar con el gesto adecuado para romper el cerco. La historia de la bella durmiente es un cuento de terror. ¿Puedes imaginar cuál sería su sufrimiento si, durante esos veinte años que pasa esperando que la despierten, no estuviera realmente dormida, sino paralizada, condenada a escuchar a quienes se mueven a su alrededor creyéndola muerta, sentenciada a sentir sobre su frente la sombra del tiempo que huye?

Puesto que, hasta ahora, me he visto forzada a aceptar esta parálisis, mi forma de aliviar la desesperación ha consistido en crear representaciones de ti. Te he hecho compañía todo este tiempo.

Te levantas muy temprano, te preparas un zumo en la cocina y lo bebes de pie, mientras miras por la ventana que da al Tibidabo. En invierno no hay más que oscuridad delante de tí y el amanecer te sorprende cuando ya te encuentras en tu estudio, sentada ante el ordenador, planificando el trabajo de la jornada; pero cuando amanece pronto te gusta demorarte un rato en la cocina, contemplando cómo la claridad que viene de levante rescata de la noche las siluetas del templo del Tibidabo y de la torre de comunicaciones, esa esbelta aguja que aparece en dos de tus novelas. La cúpula del observatorio (en donde pusiste a trabajar a Guillermina, otro de tus fascinantes personajes) destella bajo los rayos del primer sol. En cualquier caso, en cuanto te pones a escribir te evades del mundo que te rodea. «Si no escribiera no sabría qué hacer», dijiste en cierta ocasión, por lo que siempre estás metida en la redacción de una novela o en los preparativos para empezar otra. Tienes un archivo con casos que pueden servirte de inspiración y que recortas de los periódicos. A mí también me gustaría hacerlo, si no estuviera tan ocupada controlando tu vida. Porque es increíble de lo que una se entera por pequeños sueltos periodísticos. La gente que parece normal es capaz de hacer cosas muy chocantes.

Me pregunto en qué parte de tu estudio guardarás el archivo. En la librería inglesa, supongo. En la mitad superior de ese mueble, al lado del espejo en el que se refleja tu jardín, tienes tus libros de consulta y unos cuantos volúmenes sobre historia de la literatura y biografías de escritores, lo sé porque los he examinado con una lupa y, aunque sólo he podido captar palabras sueltas, ésa es la impresión que me ha dado. El cuerpo inferior de la librería dispone de puertas correderas, imagino que ahí guardas tus archivos, tus escritos, tus borradores, las cartas de tus fans.

Nunca me he atrevido a escribirte, me pongo enferma de sólo pensar que podrías suponer que soy una más entre tus seguidoras. Tampoco he querido acercarme cuando firmas ejemplares en un centro comercial. No me habría atrevido a aproximarme a ti, en el ateneo, si no me hubiera dado cuenta de cómo me has estado mirando todo el rato. Como si adivinaras lo especial que soy, lo importante que voy a ser en tu vida. Como si me descubrieras. Lo has hecho, me has invitado a visitarte, y sé que ya no habrá nadie que pueda interponerse entre nosotras.

Yo también escribiría como tú si tuviera una casa como la tuya. Y el jardín de tu terraza, que es como un invernadero, aunque nunca he visto ninguno al natural; sólo en alguna película. Como es lógico, tu escritorio está dispuesto de forma que, cuando levantas la vista de la pantalla, puedes descansarla en el exuberante frontón de plantas y flores que tienes delante. Un jardín en tu estudio: nunca imaginé que existieran lujos semejantes. Mi madre tiene macetas de geranios colgadas en la pared de la minúscula terraza donde están la lavadora y el tendedero. Me repugnan los geranios: huelen a carne muerta. No son verdaderas flores, tienen algo de necesario, de integrado, de permanente. A veces pienso que cierta gente nace con los geranios puestos. Las flores de verdad, las que a mí me gustan, son como las que adornan los rincones de tu salón: narcisos, lilas, lirios, rosas, gladiolos, calas, varas de nardos cuyo aroma percibo como si impregnara el brillante papel de la fotografía. Flores especiales para una mujer especial.

Invernadero. Me gusta escribir esta palabra. Más bonita aun, más densa, me parece umbráculo. Pero no son palabras que me conciernan. Para mí, quedan las otras: macetas, geranios, tendedero. Trabajas hasta bien entrado el mediodía, y entonces la mujer que te sirve, eso lo contaste en el programa de medianoche de la emisora cultural catalana, te lleva al estudio una bandeja con una comida ligera. Te gustan las frutas exóticas. El zumo de la mañana seguramente es de guayaba, o de mango: en la mesa de la cocina, una mesa que es más grande que el comedor de mi casa, hay siempre una bandeja de madera con frutas tropicales de colores muy vivos. Sale en las fotos, y me he fijado en que los volúmenes y colores de los frutos cambian: no son de cera, ni están ahí para mera decoración. Te las comes. Leí también que prefieres el pescado y el queso a la carne. Bebes, pero sólo vino con las comidas. Saber cuáles son tus alimentos y tu bebida hace que me sienta extrañamente dentro de ti. Una vez, durante mis paseos por la Bonanova, me gasté un buen dinero en una frutería de lujo. Compré una bandeja de poliuretano con rodajas de piña preparadas, cubiertas con celofán. Luego, cerca de la plaza, en la charcutería de la calle Muntaner que allí llaman
delicatessen,
adquirí una pequeña botella de vino tinto y pedí que me la descorcharan. Me miraron como si fuera una extraterrestre, pero no me importó. No visto para pasar desapercibida. La tienda estaba llena de gente elegante, y tuve que esperar mucho a que me sirvieran.

Busqué un banco en la plaza y me senté a darme un festín. Era la hora del almuerzo, el reloj de la iglesa dio dos campanadas en aquel momento, y yo fui feliz porque sabía que tú también las habrías oído, y que también estarías comiendo y bebiendo algo muy similar. Mi boca se convirtió en la tuya, sentí los sabores mezclándose sutilmente con la saliva, desparramándose por mi interior. Si uno es lo que come, según sostienen los chinos, por fuerza algo parecido a ti tuvo que gestarse ese día en mi estómago.

Hace tiempo que sé dónde vives. Lo adiviné gracias al reportaje que apareció en la revista
Casa Vogue.
El texto era muy explícito, demasiado: alguien que te quisiera mal podría sorprenderte un día, hacerte daño. El texto, te decía, daba una descripción completa del edificio, de su entrada privada, de la rosaleda que bordea el camino de pedriza que conduce a la puerta, de las robustas quentias situadas a ambos lados del portal, y de la estatua de Ciará, esa mujer desnuda y acuclillada que mira al cielo con la cabeza recostada en sus brazos cruzados. Y hablaba de la iglesia cercana, del panorama que se ve desde tus ventanales de la parte exterior: la calle que desciende y se pierde en el horizonte, la franja de mar que se ve un poco más allá, dividida por la torre de San Sebastián. «Un ático de 200 metros cuadrados, luminoso, en uno de los edificios exclusivos del área más elegante de la ciudad.» He caminado mucho por esa zona, en los últimos tiempos, desde que dejé mi empleo en la inmobiliaria. Conozco cada palmo de la plaza y de las callecitas silenciosas y cuidadas que hay detrás. La iglesia siempre me ha impresionado, con su mezcla de estilos: la columnata neoclásica que parece sacada de
Lo que el viento se llevó,
el frontis con vidrieras de colores, las ojivas de las fachadas laterales.

Con frecuencia he mirado los amplios ventanales, cuando no sabía que tú vivías ahí, y me he preguntado qué se sentirá al ver la ciudad desde arriba. Sin duda, satisfacción y seguridad. La seguridad del dueño.

El redactor del reportaje fue muy imprudente. Demasiados datos. No hay otra casa en los alrededores de la iglesia, que también describía con detalle, cuyo patio de entrada disponga de rosaleda, quentias y estatua de mármol. Lo he comprobado. Alguien que no te quisiera como yo podría merodear alrededor de tu casa como yo lo he hecho, podría esperarte como yo te he esperado, podría abordarte como yo no me he atrevido a hacerlo, a pesar de que te he visto salir del garaje contiguo en un par de ocasiones, conduciendo tu Renault blanco, y de que podía haberte abordado mientras esperabas a que se levantara la barrera. Estoy segura de que te hubiera asustado.

Aparte de la indiscreción del texto, era un trabajo fotográfico magnífico. Una doble página para cada habitación, con una imagen general, complementada con una secuencia de detalles. Esos dos angelotes de colores llamativos que cuelgan del techo en una esquina de tu salón, entre los dos ventanales, son mexicanos, ¿verdad?, y la lámpara de bronce que hay sobre la mesa ovalada, de patas curvas, es muy antigua, la compraste en París. Cuando lees bajo su haz, ¿lo haces sentada o te gusta tumbarte en el sofá, con la cabeza apoyada en uno de los cojines? Puedo imaginar tu cabello castaño desparramado sobre la seda adamascada amarilla. A veces levantas la vista y contemplas el cuadro que está sobre la chimenea: un barco antiguo, con las velas infladas, que parece saltar sobre un mar encrespado. Tiene que gustarte mucho, porque le has dado el mejor emplazamiento en tu salón. Hay tantas cosas que me tienes que contar.

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