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Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (6 page)

BOOK: Mientras vivimos
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Jordi resistió la prueba del marcapasos. Mediado el segundo año de relación, Regina creyó poder repetir sin temor a arrepentirse la frase que solía dedicar a la prensa:

—Tengo una relación estable —declaraba a diestro y siniestro.

Pareja, que no familia, pensó ahora, mientras Jordi seguía dándole explicaciones acerca de lo conveniente que sería para Álex disfrutar de su tutela. Regina nunca quiso tener hijos ni los echaba en falta. Sin embargo, su experiencia con Álex no había sido desagradable, a pesar de sus aspectos negativos. Cuando lo conoció era una especie de gamberro, un chico en plena edad del pavo que faltaba al colegio cuando se le antojaba, no le contestaba cuando le dirigía la palabra, y pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su habitación, tumbado en la cama sin descalzarse y escuchando música a todo volumen. No hacía falta ser una especialista en novelas sicológicas para comprender que el muchacho sufría las consecuencias de no haber disfrutado de una madre, si es que de una madre se puede disfrutar, se decía Regina, recordando su propia experiencia. Tras una temporada de broncas extenuantes y algún que otro bofetón, durante la cual Regina llegó a sentirse como Ana Sullivan domesticando a Helen Keller, consiguió inculcar en el chaval ciertos principios de orden y obediencia, y entre los dos se estableció un lazo de ternura y complicidad. Cuando la relación con Jordi empezó a hacer aguas, Álex cayó en una intensa melancolía. Luego vino aquel horrible intento de suicidio, aquella llamada de atención que sumió a Regina en la impotencia porque el chico ya no dependía de ella. Era lógico que, encontrándose de nuevo a merced de su padre, Álex hubiera retomado su comportamiento de adolescente medio salvaje.

En cualquier caso, no era asunto suyo. Jordi podía mandarlo a estudiar a Inglaterra o a Estados Unidos, o a Canadá. El dinero ya no era un problema para él. Gracias a las influencias de la odiosa Patricia, la mujer por quien la dejó dos años atrás, se había colocado como alto ejecutivo de la empresa audiovisual Ultracable y se permitía viajar a Hawai dos veces al año para participar en seminarios de budismo, religión a la que se había convertido y que, según él, daba pleno sentido a su vida.

—Recuerda lo que hizo cuando le dije que nos teníamos que mudar a Madrid —repitió Jordi, al teléfono, en tono lastimero—. No querrás que vuelva a intentarlo.

¿Cómo olvidarlo, si ella fue la única persona a quien los médicos pudieron localizar después de que un compañero encontrara a Álex en su habitación del internado, inconsciente por una sobredosis de Tranquimazin? Papaíto se encontraba a setecientos kilómetros, en un chalet de La Moraleja, probando con Patricia la cama del que iba a ser su nuevo domicilio madrileño, y con el móvil desconectado. Aquella noche, en el hospital, fue Regina quien le tomó la mano mientras el chico deliraba, fue ella quien sufrió al pensar en el doloroso lavado de estómago que acababan de practicarle. Para colmo, cuando el hombre por fin se presentó, se limitó a mirarla como si fuera suya la culpa de lo que Álex había hecho. El chico robó las pastillas de su botiquín, porque había seguido visitándola después de la ruptura, desoyendo las advertencias de su padre y tratando de mantener el lazo que lo unía a la mujer que lo había tratado como a un hijo. A Regina le rompía el corazón verlo tan desorientado, pero se repetía que el único responsable de su inestabilidad era Jordi.

Su talante de hoy era otro muy distinto; el viejo estilo zalamero de los primeros tiempos.

—Te necesita. No ha conseguido hacer buenos amigos en Madrid, o no le gustan los que tiene. Añora Barcelona. Y yo me quedaré más tranquilo si sé que se encuentra bajo tu custodia. Eres la única persona con la que se lleva bien. Lo tienes todo bajo control.

¿No había sido eso lo que le había reprochado Jordi cuando rompieron? ¿Lo que, según él, lo indujo a buscarse una mujer más dócil, más femenina? Su omnipotencia, lo había llamado.

—Tu omnipotencia me vuelve impotente —había dicho—. A tu lado no puedo crecer. Me limitas.

Y, ante su exasperación, había añadido:

—Lo superarás, no te preocupes. No precisas de nadie, Regina. Eres una hermafrodita funcional. No me extraña que te lleves bien con Álex. A él puedes dominarlo.

Fue su mensaje de despedida. Ella era la escritora, pero el epitafio de su relación tuvo que ponerlo Jordi. Hasta llegar a aquel momento, el deterioro de su convivencia había adoptado un ritmo lento y arrasador. Al analizarlo desde el presente, Regina veía con claridad que se desarrolló en dos fases, dos caídas en picado hacia la ruptura, frenadas por una engañosa meseta intermedia que ellos bautizaron como período de reflexión. En la primera etapa del conflicto, Jordi había sido víctima de un estado de gatillazo permanente que la llenaba de frustración. No podía consumar el coito.

—Si no me deseas, dilo y en paz. Nos separamos. Nadie manda sobre el deseo —lo apremiaba ella—. O puedes... podemos ir a un sicólogo.

—¿Que no te deseo? ¡Toca! —y le tomaba la mano para que comprobara la magnitud de su miembro erecto.

En cuanto la penetraba, su sexo iniciaba un acelerado retroceso, como un niño atemorizado al entrar en la guarida del monstruo. Jordi se disculpaba: no sé lo que me pasa, no es culpa tuya, te juro que aún me vuelves loco, etcétera. Había algo enfermizo en la forma que él tenía de rechazar la confrontación, en cómo intentaba ser un enamorado intachable y atento durante el día para, de noche, embarcarse de nuevo en la rutina de la frenética e imposible jodienda. Regina se levantaba con la saliva amarga del fracaso, pero allí estaba él, esperándola para desayunar, con un compacto de Mozart en la minicadena de la cocina y la presencia atareada de Flora, la asistenta, que impedía toda conversación íntima, revoloteando alrededor.

Una noche, Regina se negó a secundar su juego:

—Será mejor que nos demos una tregua —decidió, apartándolo antes del primer intento—. Creo que los dos necesitamos un poco de aire.

—¿Quieres que me vaya? —se espantó él.

—No, sólo que vivamos un poco más despegados, no tan pendientes el uno del otro. Bajo el mismo techo, en habitaciones separadas, haciendo cada uno sus propios planes. Si dejas de tenerme todo el rato al lado, quizá las cosas vuelvan a su cauce.

La vida es más ruin que la literatura. La suma de los diálogos que mantuvieron en el transcurso de aquellos meses no daba para dos páginas de un triste relato. Por entonces, Regina estaba terminando una novela de verdad, iniciada en plena euforia pasional. Para acabar de escribirla tuvo que realizar un esfuerzo supremo, del que culpó a su desastrosa situación sentimental. Sólo más adelante comprendió que tenía que buscar el origen de su crisis en algo más profundo y esencial que una separación amorosa.

Si alguien meditó mientras duró la tregua que se dieron, ése no fue Jordi, que pasó a la categoría de huésped de lujo con más entusiasmo de lo que recomendaba el pudor. Entraba y salía de la casa cuando le venía en gana, disfrutando de la comida y el alojamiento gratuitos. No hacía falta ser un lince para comprender que estaba teniendo aventuras. Se desentendió de Álex. Ante el pasmo de la escritora, su compañero de piso, ya que no de vida, empezó a ejercer una desbordante actividad social, como un soltero sin responsabilidades. Regina lo había introducido en un círculo de gente mucho más importante que la que él conocía: le había presentado a sus amigos, editores, escritores, políticos, publicistas, artistas, críticos. Y él, que había hecho lo imposible por aislarla de su grupo, convenciéndola de que nada merecía su atención fuera de las paredes de lo que llamaba «nuestro refugio», había aprovechado aquella pausa para dar unos cuantos pasos bien meditados: conquistar a una mujer, Patricia, tan bien relacionada como ella pero más proclive a la dependencia y el agradecimiento; utilizarla para medrar.

Tendría que haber puesto sus maletas en el descansillo, antes de que él me dejara como a un trasto inútil, se arrepentía. Porque lo que vino después del paréntesis todavía fue peor. Cuando Regina, harta de reflexionar a solas y de que él se diera la gran vida, le dijo que había llegado el momento de intentarlo otra vez, Jordi se mostró de acuerdo, aunque dejó claro que no pensaba renunciar a la parcela de libertad conquistada. Qué fácil es sumar dos y dos cuando se tiene frío el corazón, pensó Regina. A él, las semanas de descanso le habían proporcionado nuevos bríos. Ella estaba hecha una ruina. Quería a Jordi y había esperado que se tratara del hombre definitivo. En cierto modo, pensó con ironía, así había sido, porque después de él no le quedaron ganas de volverse a enamorar.

Después de la tregua, Jordi regresó a casa dispuesto a esgrimir cada una de las armas con que los débiles se vengan de los fuertes. Regina sentía que la nueva situación era mucho peor que la precedente. Volvió a ocupar su sitio en la cama, pero no la tocaba. Era como dormir en medio de una corriente helada. Se acabaron las pantomimas nocturnas. También las diurnas: Jordi perdió sus buenos modales y se apresuraba a subrayar el menor de sus errores. En las raras ocasiones en que salían juntos, la ridiculizaba en público. Echaba mano del repertorio ofensivo típico de las parejas que se desmoronan: «Lo peor de ti...», empezaba una frase, aflautando la voz. O bien: «Ya te lo había dicho...», «Tú siempre tan lista...».

Su instrumento más demoledor fue la pasividad: su forma de permanecer en silencio, tumbado en la cama, a su lado, con cara de víctima. Regina tuvo que empezar a consumir pastillas para dormir, pero aun en sueños así sentía el rechazo del otro, su insultante respiración. Al despertar, la mujer corría a su estudio y se encerraba. Fue entonces cuando se acostumbró a hacer solitarios en el ordenador. Le vaciaban el cerebro, pero no lo suficiente.

Una mañana, Regina no pudo más. Le golpeó la cara con los puños. Al menos, era una forma de sacudirlo todo. El le respondió con una bofetada que la tiró al suelo.

—¿Es esto lo que buscas? —preguntó Jordi.

Poco después se marchó, no sin vomitarle la frase sobre su omnipotencia. Demasiado tarde, Regina supo que, para entonces, Jordi tenía segura a la otra mujer, aquella Patricia menuda y sabelotodo que Regina conocía bien porque trabajaba como directora de comunicación en la editorial de Madrid donde ella publicaba entonces. Su compañero había pasado de unos brazos a otros, de un bienestar a otro y, por fin, dio el gran salto a la capital del reino. Ahora conducía un BMW último modelo y, por las noches, corría al chalet de La Moraleja para ofrecer incienso al buda que él y Patricia habían puesto en su dormitorio. No me extraña que crean en la reencarnación, se dijo Regina. Así podrán ir de la mano, brincando de una vida a otra, haciéndole putadas al prójimo.

Cuando se publicó la novela que odiaba y que había acabado de cualquier manera, Regina pensó que el torbellino de la promoción la ayudaría a curarse de sus heridas, pero no contaba con la sempiterna presencia de Patricia, que desde su puesto de directora de comunicación organizaba la campaña publicitaria y había puesto especial empeño en acompañarla durante alguna de sus giras: era un agravio viviente verla tan dicharachera, tan movediza, tan segura de sí misma, oírla hablar con Jordi por el teléfono portátil. Fue una temporada siniestra y, al final, Regina se derrumbó.

Sucedió durante la Feria del Libro de Valencia. Había estado firmando ejemplares durante casi dos horas, cuando se le acercó una pareja homosexual. Eran dos hombres muy guapos. El mayor tenía la boca entreabierta y húmeda, niebla en los ojos y todo él parecía recorrido por un leve temblor. Su acompañante, algo más joven, lo sujetaba por el brazo y sonreía como si nada ocurriera.

—¿Se lo puedes firmar? —pidió el más joven—. Te admira mucho, pero ha sufrido un accidente y no recuerda nada de su vida anterior. Cuando recupere la memoria, se alegrará de tener tu libro dedicado.

Con un nudo en la garganta, Regina escribió una frase de aliento y su firma. Entonces el acompañante blandió una instamatic y dijo:

—¿Te importa que os saque una foto juntos? Fotografío todo lo que hace para que, cuando vuelva a ser el de antes, sepa que no hemos dejado de compartir todo lo que le gustaba.

Aquella era, precisamente, la clase de relación en la que Regina pensaba cuando se refería a una pareja estable. Después de Valencia, había dado instrucciones a su agente para que anulara el resto de la campaña. También le dijo que quería cambiar de editorial y fichar por una de Barcelona, lo que a Blanca le pareció muy bien, porque llevaba años tratando de convencerla para que lo hiciera.

—De acuerdo —accedió Regina, cortando en seco la perorata telefónica de Jordi—. Mándamelo.

Sentía por Álex un amor verdadero que ni siquiera podía explicarse a sí misma.

6

Hacía mucho que Judit había decidido que lo máximo que su familia llegaría a saber de su vida era si se depilaba o no las axilas. Su cuerpo vivía con ellos, y nada más.

Meses después de tener que marcharse de la agencia inmobiliaria, su madre y su hermano seguían creyendo que aún trabajaba allí. Salía por la mañana y regresaba por la noche, simulando cumplir con su horario laboral. En realidad, dedicaba la jornada a escaparse en el 73 a la Barcelona opulenta que le ofrecía sus tentaciones. El dinero que aportaba a su casa cada fin de mes, como si todavía cobrara el magro sueldo de la empresa, procedía de la indemnización que Lluís Viader, el delegado de zona, le había entregado para que se largara sin rechistar.

—Llevas poco tiempo trabajando en la agencia y ni siquiera tienes contrato. Podría echarte sin contemplaciones, pero soy mejor persona de lo que piensas. Este dinero lo pongo de mi bolsillo. Es más de lo que ganarías aquí en seis meses, y espero que me lo agradezcas.

Judit sabía muchas cosas de su jefe, pero no contaba con que en una ocasión así se mostrara tan cínico. Aunque Viader no le importaba lo más mínimo, había creído que estaba loco por ella y que podía manejarlo a su antojo. Las heroínas de Regina Dalmau tenían razón: «Un hombre se convierte en un extraño cuando deja de pensar en una con el pene», había escrito.

Viader se había levantado, la había acompañado hasta la puerta de su despacho y le había tendido formalmente la mano, mientras Judit buscaba en su mente una réplica digna de su autora predilecta. Por fin se le ocurrió. Abrió el sobre que el hombre acababa de darle, leyó la cantidad y, dirigiéndole una de sus gélidas miradas, abroncó la voz y dijo:

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