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Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (8 page)

BOOK: Mientras vivimos
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«Desde la ventana de la cocina se divisa la colina del Tibidabo», se decía en el reportaje. Por eso pienso en lo que ves cuando desayunas, mientras tomo café en la cocina de mi casa, cuya ventana da a un patio de luces que desde muy temprano huele a aceite frito.

Ninguno de los pisos que tuve que enseñar mientras trabajé en la agencia inmobiliaria guarda el más remoto parecido con el tuyo. Es como si el mundo estuviera dividido en dos áreas: una, atiborrada de cubículos pequeños y apelmazados para la gente que no debe crecer; la otra, llena de aire, de espacios abiertos, de techos altos, que permite a sus habitantes desarrollarse. Una vez visité el cementerio de Montjuïc, y vi que allí también la muerte está partida en dos. Nichos tan apretujados como los pisos de mi bloque. Panteones con arretes y estatuas para quienes proceden de barrios como el tuyo.

De pisos, como sabrás a su debido tiempo, entiendo un rato. Algún día te contaré lo que me ocurrió en la agencia, pero será a mi manera, porque si lo viví fue para atrapar el embrión de alguna historia que te pueda cautivar. Comprendo que lo que soy y lo que tengo no constituyen un bagaje capaz de despertar tu interés. No puedo igualar cuanto posees. Sólo me aceptarás si puedo compensar alguna de tus insuficiencias. ¿Te queda algo por conseguir en esa vida tan completa de que disfrutas? ¿Qué hueco puede llenar en ti una criatura venida de las madrigueras en donde nos escondemos los enanos? Temo que mi ansia por servirte no baste para mantener tu atención.

Me pregunto si tendrás cuarto de invitados. No salía en el reportaje, pero por fuerza tienes que tenerlo.

8

Irritada consigo misma por haber aceptado hacerse cargo de Álex cuando bastante tenía con ocuparse de sus propios asuntos, Regina decidió volver al estudio a hacer solitarios, y al retirar bruscamente los pies de la mesa tiró el monolito de cristal, que se hizo trizas contra el parquet. Dichosa Flora, que había olvidado colocarlo en la vitrina, junto a los otros trofeos.

Flora era la mujer que trabajaba para ella desde hacía más de una década, y a quien pagaba, y muy bien, para que la cuidara todos los días del año excepto domingos, Viernes Santo y Navidad. El resto de los festivos, Flora trabajaba como si fuera laborable. Este trato convenía a las dos. A Regina, porque precisaba de atención permanente, y a Flora, porque aborrecía pasar más tiempo que el indispensable sirviendo de esclava al curda de su marido, un peón de albañil propenso a los accidentes laborales.

En su juventud, Flora, que era de un pueblo de Almería, trabajó en Suiza, y a menudo le hablaba a Regina de la dureza de aquellos años pasados bajo el yugo de las amas de casa helvéticas. «Mala gente —decía—. No tienen corazón.» Flora, por lo visto, había tenido demasiado, y se había enamorado de otro emigrante, un italiano que se la llevó de vacaciones a Nápoles pero que la había plantado por otra. «Menos mal que no le hizo una barriga», le solía decir Regina, para consolarla. «Ojalá —contestaba Flora—. Yo siempre quise ser madre. Cuando conocí a Fidel pensé que nuestra vida nunca sería como con Paolo, pero que, por lo menos, era un buen hombre y que yo estaría
arrecogía
y tendríamos hijos. Ni lo uno ni lo otro y, encima, trabajando por partida doble.»

Era una buena mujer y una empleada modelo, forjada en la implacable escuela de la emigración. ¿Cuántos años podía tener? No era mucho mayor que Regina, pero parecía su madre. La vida le había pasado por encima, y la escritora le tenía afecto. Flora se alegraría de la vuelta de Álex. Había disfrutado cuidando de él como si se tratara del hijo que echaba en falta.

Flora medía más de un metro setenta, era cuadrada y fornida, una bestia de carga, útil para los trabajos más duros, y desde hacía un tiempo había renunciado a llevar el pelo en moño. La primera vez que compareció con su melenón peinado en rizos y suelto hasta los hombros y, colgándole del brazo, un bolso de rafia recién adquirido en las rebajas y adornado por fuera con tintineantes campanillas, Regina, que en aquel momento salía del cuarto de baño, pegó un respingo y, sin darle ni los buenos días, exclamó:

—¡La madre que la parió, Flora! Parece usted el Golem cuando iba a hacer la compra por el gueto de Praga.

Durante varias semanas, la mujer no hizo más que preguntarle quién era aquel señor, y al final Regina escurrió el bulto diciéndole que se trataba de un personaje mitológico, como las hadas y las sirenas. Flora se puso muy contenta, y al día siguiente la obsequió con uno de aquellos adornos que solía comprar en un Todo a Cien, un unicornio hecho con cristal de culo de botella que se alzaba sobre las patas traseras pegadas a un espejo que hacía de peana.

—La dependienta me ha dicho que también es mitológico.

Como solía hacer con los regalos decorativos de Flora, al poco tiempo se las apañó para romperlo.

—Qué lástima, con lo bonico que quedaba en el aparador.

La muy bruta parecía tener alergia a las superficies despejadas. Pocos días antes, tras desembalar el jodido premio que ahora yacía hecho añicos a los pies de Regina, Flora lo había contemplado, extasiada, dictaminando lo bien que quedaría sobre el televisor. Seguramente lo había dejado en la mesa para que ella misma acabara seducida por la idea y lo pusiera allí. Parecía mentira que, después de haber trabajado diez años en su casa, siguiera sin conocer sus gustos. Pero Flora era una buena mujer, tenía una mano mágica para las plantas y le era de gran utilidad cuando quería incluir en sus novelas vocablos y giros populares.

—A ver, Flora, ¿cómo llamaría usted a esto? —y Regina señalaba la pared de la cocina.

—Rachola.

—No, eso es una perversión del catalán, es
rajola
y se escribe con jota. Quiero decir, en Andalucía. Sería azulejo, ¿no? ¿O baldosa? Tengo que ponerlo tal y como ustedes lo dicen.

—Pues yo siempre digo
rachola.
No conozco a nadie que lo llame de otra manera.

En estos momentos, con el trofeo pulverizado a su alrededor, Regina no podía sentir por ella su habitual ternura. Flora formaba parte de los problemas que la mortificaban. La mujer, que llevaba diez años a su servicio, en los últimos meses había empezado a desarrollar un comportamiento extravagante. No sólo olvidaba los encargos, sino que la casa cada vez tenía más rincones sucios. Y, además, se había vuelto testaruda, quería a toda costa que le abriera el cuarto cerrado, que Flora, que era muy peliculera, siempre llamaba «la habitación de Rebeca».

—Bien lo tendré que limpiar un día u otro. Debe de estar hecho una pocilga —decía—. Yo nunca he entrado ahí...

—Ni entrará —cortaba Regina—. Más le vale limpiar bien lo de siempre.

Además, le fallaba el oído, y Regina se veía obligada a desgañitarse cada vez que necesitaba pedirle algo desde una relativa distancia. Cuando, por fin, Flora comparecía, lo hacía colorada como un pimiento y aullando a su vez:

—¡No me grite, que no estoy sorda!

La mujer había adquirido la costumbre de telefonearle los domingos, a última hora de la tarde.

—¿Está usted ahí? ¡No está usted ahí! —gritaba al contestador automático.

Y a continuación le dejaba grabadas interminables y confusas peroratas acerca de su Fidel y las cervezas que la obligaba a comprarle. Acababa llorando y diciéndole, entre sollozos, que para lo que la esperaba más le valdría estar muerta, y que estas cosas sólo se las podía contar a ella porque, al fin y al cabo, decía, es usted mi única amiga, aunque nunca la encuentre cuando le telefoneo. Regina se preguntaba si Flora no estaría acompañando a su marido en lo de empinar el codo.

La última llamada intempestiva de la mujer se había producido hacía menos de veinticuatro horas, y había sido para comunicarle que no podría ir a trabajar en toda la semana:

—¡Mi marido, que se ha caído del andamio, el pobretico! ¡Tiene la cadera como un tomate reventado! —le gritó al contestador.

Regina no había tenido más remedio que ponerse al teléfono y concederle unos días de permiso, confiando en que Vicente, el conserje de la finca, sabría solucionarle provisionalmente los asuntos domésticos. Pero Vicente no me ayudará a recoger los restos del monolito, se dijo mientras agarraba con precaución los trozos de cristal más grandes y los colocaba sobre la mesa. Regina se dirigió al trastero. Estaba más familiarizada de lo que Flora creía con los artículos de limpieza que había en la casa. Ella misma se ocupaba, siempre de noche, cuando se encontraba a solas, de mantener la habitación cerrada relativamente limpia.

Esa misma aspiradora serviría para eliminar del parquet todo rastro de cristales. Había pertenecido a Jordi, que solía usarla para la tapicería del coche, y al final no se la había llevado consigo. En estas cosas, al menos, no había sido mezquino, aunque Regina hubiera preferido que lo fuera, porque durante los primeros meses de su ausencia no hizo más que toparse con objetos suyos. Además de la aspiradora, dejó una taladradora, varios libros sobre mercadotecnia aplicada a los nuevos sistemas de comunicación y una colección completa de fascículos sobre el funcionamiento de Internet. También había olvidado algunas de las prendas que Regina le había regalado: un cinturón de Loewe que le había costado un riñon, dos corbatas de seda italiana y una bufanda a cuadros escoceses. Y su olor.

Durante los días que siguieron a la ruptura se había sentido demasiado lacerada para advertirlo, fulminada por la incredulidad de estar viviendo de nuevo la experiencia del abandono. Más adelante, cuando el dolor y el deseo de revancha dieron paso a una meliflua desorientación, el olor corporal de Jordi, mezclado con su colonia, se materializó como una ofensa. Era un rastro tan intenso que a menudo Regina se figuraba que, en su etapa actual, por fuerza él tenía que segregar un aroma distinto, obligado a prescindir de esa parte de su presencia sensorial que había preferido permanecer con ella.

Había ordenado a Flora ventilar la casa, mandar cortinas y alfombras al tinte, limpiar la tapicería de los muebles, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Redecoró el dormitorio de arriba abajo, pero el olor seguía allí. «Son imaginaciones suyas», se quejaba la mujer.

Regina sabía que la noción de ciertas cosas puede ser más real para los sentidos que las cosas mismas, como ocurre cuando uno piensa que necesita una ducha fría para despejarse, y el solo pensamiento produce el efecto deseado. La fragancia de Jordi era el epítome de los recuerdos de su vida en común, había concluido, resignándose a soportarla, y este sometimiento actuó como regulador: el olor no desapareció, sino que se integró en la casa como uno más de los muchos elementos que la remitían a los años vividos con Jordi.

No era la privación del amor lo que la atormentaba, sino el fracaso de su diseño de vida. «A diferencia de los hombres, las mujeres que nos entregamos a una profesión tenemos muchas veces que renunciar a los sentimientos», solía declarar a la prensa. Si era sincera consigo misma, y bien sabía Regina lo poco que deseaba serlo, debía aceptar que ella nunca había renunciado a nada, por la sencilla razón de que las emociones privadas le parecían menos importantes que su carrera como novelista. Su debilidad al enamorarse de un hombre equivocado tras otro le resultaba, por tanto, más humillante. Lo único que pedía era una infraestructura sentimental y sexual lo bastante sólida y flexible como para permitirle dedicarse por entero a su oficio. ¿Qué tenía eso de malo? ¿No era a lo que aspiraba la mayoría de los machos de la especie? ¿Es que no había en el mundo nadie capaz de respaldarla, tolerarla y quererla?

No era culpa suya si se había convertido en una hermafrodita funcional. Y no le importaba serlo, si eso le permitía mantener su trabajo bajo control. Porque nada desazonaba más a Regina Dalmau que perder el rumbo en su escritura.

Había terminado de limpiar cuando sonó el zumbido del portero automático. Todavía iba en bata cuando abrió la puerta a Judit.

9

Lo primero que hizo Judit al entrar en su casa, después de la cita con Regina, fue tumbarse en la cama y pensar. Su hermano aún dormía; Rocío estaba en el ateneo, preparando la fiesta africana de la noche. Nadie le impedía ordenar sus ideas, disfrutar de sus emociones.

No le apetecía escribir en su cuaderno sobre lo ocurrido. De súbito, las libretas, los carpetones repletos de recortes y la habitación misma le parecían una representación arcaica de las ilusiones que hasta esa misma mañana había alimentado respecto a su porvenir.

Hasta entonces había creído saber qué era la esperanza: la vaga promesa de un tiempo mejor, a la que se aferraba con empecinamiento para huir de los estragos de su realidad cotidiana. Ahora sentía la esperanza. Físicamente. Tanto, que había sido capaz de volver al barrio en el 73. Una visita a la mujer a quien adoraba había obrado el milagro. Judit ya no temía ser engullida por el bloque.

Regina tiraba de ella, pero esta vez de verdad, con hechos, con una oferta para trabajar en su casa.

—Voy muy retrasada con mi nuevo libro —le había dicho—. En el despacho de mi agente me ayudan, pero hay un montón de asuntos que tú podrías solucionarme. Si es que te apetece.

Se lo había propuesto al final de la visita, por eso Judit pensó que no debía evocarlo todavía. Para gozar otra vez de lo recién vivido, se obligó a recordar empezando por el principio, por lo que había sentido al llamar al portero automático.

¿De verdad era ella quien había estado allí, temblando, a punto de cumplir su sueño de penetrar en la intimidad de Regina Dalmau? Había atravesado el vestíbulo, admirando las butacas forradas de cuero, la lámpara de pie con pantalla de pergamino y los cuadros que adornaban las paredes. Hasta la mesa del conserje resultaba elegante. Llevada por el nerviosismo, había estado a punto de utilizar el ascensor del servicio. Muerta de vergüenza, se metió en el que correspondía a los vecinos y, una vez dentro, se dio un repaso frente al espejo, estirándose el pelo hacia atrás con un poco de saliva.

No le había abierto la puerta una criada, como esperaba, sino la propia Regina. La mujer la recibió con una sonrisa, pero no la saludó con dos besos, ni le tendió la mano. Mejor. Hubiera sido una frivolidad. «Pasa», dijo, y Judit cruzó el umbral como si atravesara la barrera del sonido.

Sólo más tarde, cuando volvía en el autobús, la muchacha se percató de que Regina Dalmau, vista de cerca, era más menuda de lo que creía. Llevaba zapatillas e iba en bata. Regina, ¡en bata! La había recibido sin ceremonia. Era el gesto de una diosa para no abrumar con su grandeza a una vulgar mortal como ella. Aunque, pensándolo bien, no tan vulgar, si había logrado llegar hasta allí.

BOOK: Mientras vivimos
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