La siguió hasta el estudio, mientras Regina parloteaba sobre el tiempo que hacía y otras banalidades. Quiere que me sienta a gusto, se había dicho Judit, ha notado lo cohibida que estoy. La habría abrazado, de gratitud, pero se limitó a sentarse en el pequeño sofá, a su lado, muy modosa, sin dejar de apretar contra su pecho la carpeta con los recortes de su ídolo.
—¿Qué hacías el viernes en mi conferencia, entre tanta gente mayor? —inquirió Regina—. ¿Te aburriste?
Judit enrojeció. La voz le salió más ronca que de costumbre:
—No hay nada en el mundo que me guste más que escucharte.
—Hoy estás aquí para contarme cosas.
Quería saber las razones que impulsaban a Judit a leer sus libros, y si pensaba que su forma de escribir conectaba con la gente joven. La muchacha se había quedado atónita ante la inseguridad que reflejaban las preguntas de Regina, y pronto se vio hablando de amigas que no tenía y que también eran acérrimas partidarias de la novelista, adjudicándoles comentarios favorables sobre su obra, inventando cuantas historias consideró necesarias para devolverle a la mujer esa parte de fe que parecía faltarle.
—Tu forma de escribir interesa a cualquier persona con sensibilidad, tenga la edad que tenga —terminó.
Regina Dalmau la recompensó con la frase que Judit venía esperando desde que entró en la casa:
—Háblame de ti —le dijo.
Le contó rápidamente sus orígenes, cómo era su familia, incluso mintió respecto a la muerte de su padre, para hacerle más interesante. Cuando iba a entrar en la parte que le importaba, sus ambiciones, Regina la interrumpió:
—¿Qué llevas ahí?
Le tendió la carpeta.
—Es una pequeña muestra del interés que siente por ti una chica de veinte años.
Regina se mostró muy cortés. «Me halagas», dijo, al examinar los recortes, pero pronto hizo a un lado la carpeta, dejándola en la mesita auxiliar de cualquier manera. Judit no quería admitir que semejante actitud la había defraudado. Era normal, pensó ahora, que una mujer como ella, acostumbrada a fascinar a su público, no viera en la carpeta más que una chiquillada. Para Judit, suponía años de paciente colección; para ella, unos minutos de complacencia. No le importaba. Los recortes también formaban parte del decorado que acababa de derrumbarse. Carecían de la intensidad del contacto directo. Habían sido meros sucedáneos de la presencia de Regina, de su amistad.
—¿A qué te dedicas?
—Hasta hoy, a soñar —respondió Judit.
Se puso roja como un tomate, porque sabía que, a continuación, tendría que emplear la máxima elocuencia para hablarle de sus ambiciones literarias. Pero Regina iba por otros derroteros.
—Quiero decir si estás en el paro —añadió.
A ella no habría podido mentirle.
—Sí. No es fácil encontrar un empleo decente, en estos tiempos.
Regina se levantó del sofá.
—¿Te enseño la casa?
Más que una sugerencia, había sido una orden. A Regina le gustaba mandar, pensó Judit, desperezándose en su cama, con los ojos cerrados para mantener la ilusión de que todavía se encontraba con la mujer.
La siguió por el pasillo que antes habían recorrido en penumbra. La mujer encendió la luz, y una constelación de botones halógenos empotrados en el techo iluminaron cuadros y muebles. Se necesita haber mamado una leche muy especial, reflexionó Judit, apretando los párpados para que en su visión no se colara ni un atisbo de su propio dormitorio, para saber colocar una partitura abierta por la mitad encima de una consola y, sobre el libro, descansando en las páginas plagadas de notas musicales, un abrecartas con empuñadura de nácar; y que el conjunto quede ahí como al descuido, entre un vaso alto de bronce y una rechoncha arqueta lacada cuyos cajoncillos tienen forma de pájaro, con el pico, a modo de tirador, en relieve. Caray, se había dicho Judit, si mientras follaba con Viader hubiera podido mirar cosas así, seguro que me habría sabido mejor el sexo.
La novelista había vacilado ante una puerta situada a la derecha:
—Es el baño, no creo que te interese.
La madre de Dios, el baño de Regina. Antes de que ésta pudiera reaccionar, Judit se coló dentro. ¿Había sensación más exquisita que imaginar a la mujer allí, entregada a su aseo, a su embellecimiento? En la bañera o en la ducha, porque contaba con las dos variedades, separadas por una mampara; hasta sentada en el inodoro de diseño quedaría elegante. El espejo ocupaba una pared entera, encima de dos lavabos gemelos. Por todas partes había repisas de cristal en donde se ordenaban frascos, tarros, cajas. Olía tan bien, pensó, apretando los párpados, que la simple memoria borraba para siempre el tufo a jabón barato de su propio cuarto de baño. Aquellos cosméticos tan caros... Lo más cerca que Judit había estado de productos semejantes era cuando El Corte Inglés celebraba su semana de la cosmética y ella vagaba por los mostradores ofreciéndose a las señoritas para que le hicieran una mascarilla gratuitamente.
Allí, en aquel cuarto reluciente como un mausoleo era donde Regina se desnudaba, donde se depilaba, donde enjabonaba su cuerpo y dejaba que el agua resbalara sobre su piel. Con qué inteligencia están distribuidas las luces, Regina, pensó, para que no reconozcas del todo las señales del tiempo en tus músculos. Sabía que la novelista se mataba a hacer gimnasia, pero eso no frenaría la decadencia de su cuerpo. Estaba delgada pero Judit se había dado cuenta de que su cintura era ancha, tenía ya la gravidez que es el heraldo de años peores; y sus brazos, que parecían duros debajo de las mangas, adoptaban sin que ella lo percibiera posturas de matrona. Regina tenía la edad de su madre. Qué curioso le había resultado ver en ella la misma agilidad prolongada al filo de la cincuentena por la actividad física, pero carente de la afabilidad con que Rocío se iba redondeando. La gimnasia no basta, hace falta espíritu. Se incorporó en la cama, como si hubiera cometido un sacrilegio. Nunca antes había pensado que su madre poseyera alguna ventaja sobre Regina. Y nunca más volvería a hacerlo. ¿No le había dicho la escritora, con aquel tono de voz tan suave, tan distinguido, que esperaba que pronto podrían trabajar juntas? Colaborar, había dicho. Tenía que serle leal.
—Me falta alguien como tú —fueron sus palabras, antes de despedirla.
Regina la necesitaba y Judit necesitaba a Regina. Entraría y saldría de su casa, pasaría jornadas enteras a su lado, se convertiría en su apoyo imprescindible. Y un día podría confesarle sus pretensiones de llegar a ser como ella, a escribir como ella.
Volver en el 73 había sido más que una decisión práctica. Ahora se sentía parte de Regina Dalmau y de la Barcelona que la escritora encarnaba. Podía recorrer sin temor la zona muerta porque ya no estaba condenada a padecerla. El barrio, su barrio, la había perdido para siempre.
Un golpe en la puerta y el rostro bonachón de su hermano, todavía fruncido por la huella de las sábanas, apareció en el umbral:
—¿Qué haces? ¿Pensar en las musarañas?
—Me han hecho una oferta en la inmobiliaria para que vaya a Lleida. Tengo que sustituir a una vendedora que está de baja por maternidad —improvisó—. A lo mejor me quedo unos meses.
—Si te pagan más y te buscan piso...
La idea se le acababa de ocurrir, y Paco se la tragó sin vacilar. Le entusiasmaba que su hermana se tomara en serio el trabajo.
Se quedó dormida, recordando que su escritora favorita no tenía un cuarto de invitados, sino dos. Y preciosos, por cierto.
Antes de contratar a Judit en firme, Regina tomó la precaución de pedir informes. Por mucho que deseara tener a la joven cerca, no era tan ingenua como para no asegurarse antes de su honradez; que fuera eficiente no le importaba tanto.
Le urgía someterla a su vigilancia. A Judit, no a otra. De eso estaba segura. Si Blanca había acertado, y todo lo que Regina Dalmau necesitaba para recuperar la inspiración era centrar sus novelas en temas más juveniles, la muchacha le parecía muy adecuada. No sólo le ofrecía un perfil interesante como hija de un populoso suburbio y de una familia modesta que, pese a todo, trataba de superarse y poseía una razonable cultura general; también era lo único que tenía a mano, a domicilio, por así decirlo. Regina no conocía a gente de esa generación, porque Álex no contaba, el chico era sólo un apéndice del odiado Jordi. Carecía de amigos con hijos que pudieran servirle como arquetipos. En su vida, lo más parecido a una amistad íntima era la relación que había desarrollado con su agente, y Blanca también era un producto típico de los setenta: emancipada y sin ataduras. Es decir, sin descendencia.
Por otra parte, no tenía sentido que saliera a la calle a buscar jóvenes como quien va a buscar setas. ¿Qué iba a hacer, a su edad y con lo conocida que era, merodeando por discotecas, centros comerciales y otros espacios llamados lúdicos que funcionaban como campos de concentración juveniles? Tampoco era cosa de poner un anuncio en los periódicos: «Escritora desconectada de la realidad busca persona joven de unos veinte años, a ser posible del género femenino, representativa de su generación y con carácter, para convertirla en protagonista de una novela paradigmática de nuestro tiempo.»
Por lo que había observado en ella la mañana de Todos los Santos, Judit le ofrecía un punto de partida ideal. Con admirable concisión narrativa, Judit le había contado sus modestos orígenes, cómo era el barrio del que procedía y en cuyo ateneo cultural se habían conocido, la clase de madre abnegada y trabajadora que tenía, y las entrañables aspiraciones de su hermano. Se había referido, mirando hacia otro lado, como si pretendiera ocultar la emoción que sentía al nombrarlo, a aquel padre roquero a quien no había podido conocer porque falleció de sobredosis de heroína cuando ella estaba a punto de venir al mundo.
Impresionantes antecedentes, creía Regina, para una protagonista enraizada con solidez en lo real. La propia Judit, su aspecto, aquella atractiva mezcla de ingenuidad y osadía con que se había esforzado en transmitirle su vacío profesional, ¿no reflejaban el estado de frustración permanente en que se hallaban los jóvenes? Demasiadas expectativas y pocas satisfacciones. Su talento de escritora, su reconocida maestría, sacarían el máximo partido de un personaje así, convenientemente enriquecido, inmerso en el mundo de hoy.
Con suerte, tener a Judit en casa la ayudaría a volver a pedalear. Y, tarde o temprano, la bicicleta rodaría sin obstáculos por el camino que no debía abandonar: su oficio, su prestigio literario, lo único que le importaba.
El empleo de secretaria que le había ofrecido era la excusa perfecta para que la muchacha revoloteara a su alrededor, confiada. Y, si era necesario, le clavaría las alas allí mismo, en su casa, hasta que segregara información suficiente para armar la nueva novela, el nuevo éxito del que Regina no podía prescindir.
«Un novelista tiene que recurrir de vez en cuando a la sangre ajena», se dijo Regina, repitiendo una de las frases favoritas de Teresa, pero este pensamiento no pudo encubrir el temor que yacía en lo más profundo, allá donde los caracoles se desesperaban por reptar. Y era que, en toda su obra, le costaba reconocer una sola gota de su propia sangre.
A los 27 años, Regina Dalmau había sido arrojada al éxito por la voracidad de la época en que empezó a publicar, un tiempo en que el país estrenaba los nuevos modelos de consumo que traía consigo la transición política hacia la democracia. Había recorrido las etapas previas inevitables a su conversión en icono. Primero, tuvo una maestra, Teresa, que dio cauce a sus inquietudes. Teresa creía en sus dotes de escritora mucho más que ella misma, y la ayudó a reconocer su talento. Regina fue una discípula trabajadora que hizo sus deberes sin rechistar, leyó lo que tenía que leer para cultivar su carácter y su estilo, declamó a solas a los clásicos españoles («Son indispensables para mejorar tu castellano», cuántas veces habría escuchado la cantinela), y escribió y reescribió cuentos que nunca resultaban lo bastante perfectos («No importa el tiempo que te tomes, el esfuerzo que te cueste; tienes talento, puedes lograrlo», otro consejo puntual, inmisericorde).
Tenía veinte años cuando escapó de aquel rigor para incorporarse a la corriente de juvenil entusiasmo que recorría el mundo y alcanzaba a este desasistido extremo de Europa. Sin descuidar sus estudios de Filosofía y Letras, se echó un novio con el que realizó los primeros viajes a París y, mucho más, a Londres, y con quien participó en sus primeros alborotos universitarios. Se volvió noctámbula y promiscua, consumidora de cubalibres y de
anfetas,
frecuentó las playas nudistas de Ibiza y se convirtió al feminismo y a todo cuanto hizo falta. Abortó y tomó LSD. Sin dejar de considerar
La Regenta
una obra cúspide de la literatura, se incorporó a la corte de adoradoras de Virginia Woolf.
Su primera novela trataba de esas experiencias. La escribió después de romper con el enésimo novio y de reflexionar durante una noche acerca de qué iba a hacer con su vida. Ése era el tema medular del libro, precisamente: ¿por qué no contar lo que me está pasando, lo que me ha ocurrido hasta hoy? No todo. No las incontables horas transcurridas con Teresa años atrás, oyéndola pontificar sobre lo que no debía hacer si quería llegar a ser una buena escritora. Eso, ¿a quién podía interesarle? Maestra y discípula ya no se veían. No más tabarras, no más reproches: «No sucumbas a tu facilidad para escribir, a tu don. Sólo el esfuerzo te conducirá a la brillantez, al arte», solía decirle. Pues bien, en poco más de tres meses compuso una novela que poseía todos los ingredientes que la época y la necesidad de identificación del público requerían, y con el original bajo el brazo se presentó en una editorial cuyos propietarios eran tan jóvenes y audaces como ella.
Regina se vio desbordada, transportada hacia otro mundo, hacia el triunfo, convertida en fetiche de la clase cultural emergente que corría complacida hacia la amnesia. Paradójicamente, los laureles obtenidos no fueron el resultado de su fidelidad a los principios que le habían sido inculcados, sino un premio a lo que bien podía denominar su deserción. Su novela conectó, más allá de cualquier sensatez, con el alegre ánimo de aquellos años, dio señas de identidad a un nuevo tipo de mujer que necesitaba de una Erica Jong adaptada a las costumbres locales.
La flauta no había sonado por casualidad. Al contrario que las imitadoras que pronto surgieron y que también disfrutaron de su porción de éxito, Regina Dalmau supo luego mantenerse, siempre en línea ascendente, atravesando como una certera jabalina la década de los ochenta e incluso la siguiente, estos agónicos años noventa que habían sintetizado el fenómeno, revalorizando su aspecto más superficial. Convertido el feminismo oficial en una actividad social de prestigio, con sus parcelas de poder, sus compartimentos estancos y sus esporádicas facilidades para que las más perspicaces conquistaran su lugar bajo el sol, el ansia genuina de las mujeres por leer y formarse había desembocado, muchas veces, en la necesidad inducida de leer para identificarse con los estereotipos. Y éstos tenían que ser cada vez más osados, lo que los vaciaba aún más de contenido.