Read Mientras vivimos Online

Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (10 page)

BOOK: Mientras vivimos
8.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

¿Por eso Regina sentía, junto con la urgencia de adelantarse a su deterioro, de conjurar el peligro de verse retirada como un aparato electrónico en desuso, la nostalgia infinita de lo que nunca intentó, aquello para lo que había sido amorosamente dirigida? La voz que había tratado de moldear su conciencia, que la había prevenido contra lo que ahora temía, volvía a hablar a Regina desde la otra orilla, saltando por encima de su traición, del tiempo y de la muerte. «Cuídate de los triunfos fáciles —dijo la voz—. No hay nada malo en equivocarse, porque eso no te impedirá volver sobre tus pasos, rectificar, luchar. Pero pobre de ti si te equivocas y te aplauden, y si te siguen alabando aunque persistas en el error. Entonces no tendrás elección, y nadie podrá rescatarte.»

Nunca volveré a ser joven, nunca podré volver a empezar, se dijo.

Pensó en Judit, a la que pronto tendría bajo observación, envuelta en sus veinte años como en un traje de astronauta, ajena al experimento a que Regina la iba a someter. No sentía piedad por ella, por nadie que estuviera en el umbral de su vida. Regina pronto cumpliría los cincuenta. En el mejor de los casos, ¿cuántos años de inspiración le quedaban, cuántos libros, cuántos éxitos? Se irguió, sobreponiéndose a sus temores. Era valiente, siempre lo había sido. Tenía recursos. Estaba allí, estaba viva, Regina Dalmau, profunda conocedora del alma femenina, fustigadora implacable de las peores lacras del universo machista. Firme, asentada, mientras otras iban y venían de las listas de éxitos y desaparecían.

Tienes veinticinco o más años por delante, se animó. Pero ¿de qué estás hablando? ¿De ser una novelista longeva o una novelista inmortal, como Martín Gaite o Matute? No, no quería engañarse. No podía. Regina nunca había pertenecido a su estirpe. El deseo de perennidad sólo había entrado en sus cálculos mientras estuvo bajo la tutela de Teresa, que la desvió temporalmente de su natural inclinación a lo fácil e inmediato.

Abandonada la maestra, olvidadas sus lecciones, Regina eligió la comodidad. Lo hizo con el alivio de quien comete la deslealtad definitiva que lo libra del esfuerzo de mantener la dignidad que se le reclama. Con el desahogo de quien cree que, por haber dejado de tener fe en Dios, puede excusarse de cumplir con los deberes que su religión le impone y negarse a aceptar los pesares que su fe acarrea; sin saber que, a la larga, tendrá que soportar un nuevo lastre, más gravoso que aquel del que abjuró porque no es sino el lamento de la propia ética desatendida, esa maldita voz de la memoria.

2

Para obtener referencias de la chica acudió a Hilda, la secretaria alemana de Blanca, que fue con quien habían hablado las mujeres que organizaron la conferencia en el ateneo donde conoció a Judit. Hilda llevaba veinte años viviendo en Madrid y estaba casada con un español, pero su particular modo de adaptar las frases hechas del castellano le había reportado el apodo de Hildaridad.

—Si quieres chica para que te eche unos brazos —servicial, Hilda se apresuró a revalidar su sobrenombre—, podemos hacer volar a alguien del despacho.

—Te lo agradezco, pero me interesa ésta. Parece muy despierta, y tengo montañas de papeles por clasificar.

Las empleadas de Blanca se encargaban de solucionar los temas importantes de Regina, su impuestos, su agenda. También le cribaban la abundante correspondencia que recibía de sus lectores y le filtraban las llamadas telefónicas. No obstante, había un sinfín de asuntos pequeños, domésticos, que la escritora atendía con más pereza que habilidad cuando las cajas de cartón en donde los iba depositando amenazaban con estallar. Durante años, detenerse en plena labor creativa para dedicar un par de jornadas al mes a ponerse al corriente le había servido para orearse pero, desde que se inició su sequía, no había tenido fuerzas ni para eso. Las atiborradas cajas se le antojaban un pretexto excelente para disponer de Judit el tiempo que considerara preciso.

Hildaridad tardó menos de veinticuatro horas en telefonearle con la respuesta:

—Puedes quedarte sin los nervios —anunció—. Me han dicho que su madre es la viga maestra en la que se cae el ateneo. La chica ha pasado por muchos empleos porque su culo está mal sentado, pero es honrada y lista como la patena.

Regina respiró, reconfortada. Había temido que su entero plan se viniera abajo por culpa de un informe desfavorable.

—¿Cuándo necesitas que empiece? —Judit había respondido al teléfono con tanta presteza que Regina adivinó que esperaba su llamada.

Quizá no había hecho otra cosa que esperarla desde el día de Todos los Santos.

—Hoy, mejor que mañana —dijo Regina.

—Dame dos horas.

Dámelas tú a mí, pensó. No podía ofrecerle a la muchacha otra visión desautorizada del mito. Tenía que borrar cualquier imagen de igualdad que Judit pudiera albergar como consecuencia de la imprudente llaneza con que la había recibido el primer día, alzarse en su santuario con cada uno de los atributos que la distinguían. Ser, en fin, Regina en su reino, no en su escondite, Regina Dalmau elevada a la máxima potencia. Y para conseguirlo, nada mejor que ungirse, armarse, protegerse con parte de los bienes de que la chica carecía y que la había observado mirar ávidamente durante su visita.

Esta vez, al abrirle la puerta, vestida con una falda acampanada de espiga y un suéter color rata, botas de ante y la corta melena flotando a ras de los pequeños pero inconfundibles pendientes de brillantes, sintió hasta en el último hilo de su lencería íntima que era ella quien mandaba. Judit le correspondió con una mirada que sobrepasó sus expectativas. En el rostro afilado de la muchacha se alternaban sentimientos más profundos y valiosos que la admiración: afecto y orgullo por haberla conocido, satisfacción, respeto. Y todo ello expresado por el decoro con que demuestran su aprecio hacia los demás las personas que poseen su propia estima. No era la sumisión de un ser anodino lo que Regina tenía delante, y ella misma, si hubiera podido inventarla, no habría elegido una expresión más oportuna para ayudarla a salir del pozo de conmiseración en el que se había estado hundiendo.

Sin dejar de ver en Judit el objeto de su próximo experimento literario, algo sacudió las alborotadas emociones de Regina, dejando un poso de ternura. Para disimular su turbación la condujo de prisa a su estudio, como había hecho el primer día, cuando aún ignoraba que pronto podría contemplarse en Judit como en un espejo que sólo le mostraría su lado bueno.

—Trabajarás aquí, conmigo —le dijo, mostrándole el espacio situado entre la pared recubierta por la librería y el pequeño sofá que dividía la amplia habitación en dos—. Tendremos que buscarte una mesa.

Entre las dos, arrastraron la que había en el jardín.

—Qué rara. Es antigua, ¿verdad? —preguntó Judit.

—Es una mesa de joyero. Perteneció a mi padre. Quizá no te resulte muy cómoda, está diseñada para apoyar los codos, por eso la encimera tiene forma de medialuna.

Notó que Judit se quedaba mirándola como si esperara algo más, la referencia a un pasado concreto que le habría gustado compartir. Regina no estaba para recuerdos.

No, no estaba para recuerdos, y menos si se relacionaban con el católico, honesto y pudoroso Albert Dalmau, diseñador de delicadas piezas, engarzador de piedras preciosas, abrillantador de alhajas únicas en su género y, sobre todo, artífice de enseñanzas morales cuyas excelencias comparaba con la belleza y el valor de los materiales que utilizaba en su oficio.

No alcanzaba Regina la altura de ese mueble de trabajo, debía de tener seis o siete años, y ya le oía asociar la entereza de un espíritu inquebrantable a la consistencia de los diamantes que manejaba; y atribuir al cumplimiento de las promesas, que proclamaba como indispensable engarce de una vida, la nobleza de los metales que aceptaban doblegarse para sostener y resaltar aquellos brillos. Y Dios siempre al final, repartiendo castigos y premios.

Esta mesa fue el único bien que quiso conservar de la herencia de un hombre que había sido arrumbado en su profesión por su aversión a la chabacanería creciente del mercado y el auge imparable de los fabricantes de joyas en serie, y puesto a prueba, también y a diario, por la grosería de una esposa dominante e impedida de la que, coherente hasta el final con sus convicciones, jamás se quiso separar. Tanta rectitud y honestidad, tanta contrición, pensó acerbamente Regina, habían culminado en la peor de las infidelidades: aquella que los hombres íntegros perpetran por omisión, por falta de acción, por cobardía, y que desemboca en frustración y desdicha para unos y otros.

Encerrado todo el día en la habitación que usaba como taller, dejaba que Regina vagara por la casa y se las arreglara para escabullirse del peso de las exigencias maternas, o más bien debería decir de las exigencias del peso materno: aquella mujer monstruosa, de pechos escasos pero inmensamente gorda de cintura para abajo, que pasaba su vida en la cama, siempre con un bastón al alcance de la mano para llamar a la chica de servicio que la atendía, o para reclamar la presencia de los otros, de su padre, de la misma Regina o de la buena de Santeta, que era quien llevaba la casa y se encargaba de darle a la niña algo de afecto. Aún hoy, Regina no podía ver un bastón con empuñadura de plata en el escaparate de un anticuario sin estremecerse al recordar el instrumento de tortura sicológica que María tenía junto a su cama, apoyado en la mesilla de noche, y con el que golpeaba impacientemente el suelo a cada momento.

Más adelante, cuando ya era una novelista famosa y sus padres se encontraban bajo tierra, leyó en alguna parte que Lillian Hellman, en su vejez, también usaba un bastón, y que en las fiestas a las que acudía solía sentarse en el mejor lugar y reclamar desde allí, a bastonazo limpio contra el suelo, la atención de los otros invitados.

Pobre María, pensó con desapego, recluida desde que ella podía recordar en aquel cuerpo deforme, negándose a ver a médicos, rodeada siempre por un enjambre de curanderos y embaucadores, sitiada y a la vez investida por la enfermedad, cuyo nombre nadie le supo dar y tuvo que averiguar por su cuenta, una hidropesía que no era mortal (podía atestiguarlo: había vivido cinco años más que su estilizado marido, fallecido en el 86 mientras dormía, apenas cumplida la setentena), pero que había ahogado todo lo bueno que pudo existir en ella.

Pobre Albert, asido a su mesa de joyero, con las gafas para ver de cerca, aunque muy a menudo usaba la lupa binocular, cubierto por el guardapolvo gris que usaba para el trabajo. Quién sabe qué corrosivas partículas cubrían su corazón. Regina estaba convencida de que su rectitud no lo inmunizó contra los sentimientos. Quién sabe si alguna vez, pese a su fe católica, en la soledad de su cuarto, no dirigió más de una mirada anhelante al frasco de ácido sulfúrico que guardaba en lo alto del armario de las herramientas más grandes.
Blanquimento,
pronunció Regina, saboreando la poética palabra que define la disolución, nueve partes de agua y una de sulfúrico, que su padre utilizaba para blanquear metales. Sin mezclar habría resultado un veneno estupendo, para él o para la mole conyugal que lo tenía sometido.

No, el verdadero sulfúrico, o al menos su equivalente humano, se encontraba en el otro extremo del odioso piso del Eixample, en el dormitorio de la madre, junto a la galería abierta que daba a un patio interior que olía a excrementos de gatos. «Ven aquí, medio hombre, mequetrefe», gritaba María, golpeando el suelo con el bastón. Y esas frases hirientes llegaban a Albert y a la niña, que huían de su presencia.

El banco de joyero tenía una historia pero Regina no quería contársela ni a sí misma. Mucho menos, a Judit. Se limitó a mostrarle las particularidades del mueble, el tablero para dibujar que se deslizaba entre los dos cajones, la plancha de acero colocada en el centro de la medialuna, la cuña de madera situada debajo.

—Puedes dejar tus cosas en el recibidor —dijo en tono cortante, para evitar que le hiciera más preguntas—. Luego te digo qué tienes que hacer con el material que hay en esas cajas.

3

Nada es como parece. Y todo es mucho más de lo que parece, se dijo Judit, empujando con energía la recargada puerta de madera de la
delicatessen
de la calle Muntaner, la misma donde había realizado modestas compras en su vida anterior, antes de que Regina Dalmau despertara a la Bella Durmiente.

—Puedes llamarlos por teléfono —le había dicho la escritora—. Es lo que hago siempre.

Regina le había rogado que se quedara a cenar, era la primera vez que lo hacía, y esta invitación, que para Judit representaba todo un acontecimiento, se veía reforzada por la posibilidad que le ofrecía de presentarse de nuevo en la refinada
delicatessen,
pero ahora pisando terreno firme.

—Déjalo —había respondido Judit—. Me conviene tomar un poco el aire.

—En eso tienes razón —convino Regina—. Hace más de diez horas que estás pegada a la mesa. De todas formas, que lo manden con un chico. No tienes por qué ir cargada.

La atendió el mismo dependiente de chaquetilla blanca que la vez anterior la había mirado de arriba abajo, arrugando la nariz. Inició el mismo gesto, que se convirtió en una expresión de extrañeza cuando leyó la lista que Judit le alargó con aire displicente. Comprobó el pedido y se quedó unos segundos con la boca abierta y los ojos fijos en la muchacha, como si le resultara imposible asociar a aquella joven de aspecto estrambótico con un pedido de ensalada de langostinos, jamón de Jabugo y un surtido de quesos. Consciente de que no daba la talla ni de criada ni de niña bien, Judit compuso una expresión pétrea y utilizó su voz más intimidatoria para decir:

—Es para Regina Dalmau. —Mirando su reloj de pulsera, añadió—: Haga que se lo manden dentro de media hora. Ni un minuto antes, ni un minuto después.

El dependiente dobló el espinazo y se deshizo en promesas de puntualidad, pero a Judit no le gustó su media sonrisa. Le recordaba demasiado el comentario que su madre solía hacer en cada ocasión que veía una vieja película,
Gilda,
por la tele: «El más inteligente es el hombre de los lavabos del casino, que no se equivoca cuando juzga a la gente y pone a cada cual en su lugar.»

Cuando Regina decidió la compra, lo del jamón la desconcertó:

—¿No eras vegetariana? Creí...

—¿Quién? ¿Yo? —La mujer enarcó las cejas.

—Lo ponía en una revista. En más de una. También te lo he oído decir por televisión.

BOOK: Mientras vivimos
8.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sharp Shootin' Cowboy by Victoria Vane
Now and Always by Lori Copeland
Woman On The Edge Of Time by Piercy, Marge
Falling Fast by Sophie McKenzie
The Captain by Trixie de Winter
The Precipice by Penny Goetjen
Hope Takes Flight by Gilbert Morris
Naked Came The Phoenix by Marcia Talley
The Water Knife by Paolo Bacigalupi